Cuando nombrar es resistir: el lenguaje como trinchera en la lucha feminista y de clases contra la invisibilización patriarcal
POR NAHUEL

Durante una reunión de apoderadxs en una escuela pública de barrio popular, un padre joven—el único varón presente entre más de una decena de madres— se removía incómodo en su asiento. Escuchaba con atención a la profesora, quien sin notar la contradicción, hablaba reiteradamente de “los papitos” como si ese fuera el grupo mayoritario en la sala. Luego, al referirse al grupo de estudiantes, hablaba de “los niños del curso”, a pesar de que la mayoría eran niñas, incluida su propia hija. Ese hombre no era activista, no se decía feminista, ni mucho menos cuestionaba el lenguaje habitualmente, pero en ese momento algo se le hizo evidente: su hija, su compañera y las otras mujeres adultas ahí presentes estaban siendo invisibilizadas por una manera “normal” de hablar. Esa normalidad, entendió, tenía consecuencias.
La escena anterior, aunque aparentemente trivial, condensa de forma brutal el carácter político del lenguaje. No se trata de una simple torpeza comunicativa ni de una expresión coloquial sin importancia. Es la manifestación concreta de un lenguaje heredado y estructurado por siglos de dominación patriarcal. En esa reunión escolar, como en tantas otras instancias de la vida cotidiana, el lenguaje operó como dispositivo de poder que borra, omite y subordina a la mitad de la población. La naturalización del masculino genérico, tanto al nombrar a las familias como a los y las estudiantes, es un acto de violencia simbólica normalizado, pero no por eso menos efectivo.
En el corazón de toda sociedad de clases se inscribe un sistema simbólico que reproduce la dominación. El lenguaje, como forma estructurante del pensamiento, no es una herramienta neutral ni inocente. Al contrario, está profundamente imbricado en las relaciones sociales de poder. En este marco, el rechazo al lenguaje inclusivo —particularmente en su dimensión feminista— no es una anécdota cultural ni un problema “de formas”, sino la expresión cotidiana de una resistencia política a los procesos de emancipación. Como toda disputa simbólica, se inserta en la lucha de clases y en la confrontación entre una cultura de dominación y una cultura insurgente.
Desde hace ya varios años, los feminismos populares —y en especial muchas mujeres jóvenes, trabajadoras, estudiantes y activistas— han levantado la bandera del lenguaje inclusivo no como una simple modificación gramatical, sino como una intervención política en el orden simbólico patriarcal. Nombrar a las mujeres, visibilizar a las identidades disidentes, tensionar el masculino genérico impuesto por la tradición gramatical, implica cuestionar siglos de normatividad que han borrado, subordinado o reducido la existencia femenina y disidente al silencio. El lenguaje inclusivo, en este sentido, no es un capricho: es una forma de resistencia ante la invisibilización histórica, una herramienta para disputar sentidos y generar comunidad desde abajo.
Sin embargo, esta propuesta ha generado una resistencia feroz, especialmente entre hombres, incluso aquellos que se declaran progresistas o de izquierda. Esa oposición no puede reducirse al argumento de la «corrección lingüística», ni a la defensa de la «claridad comunicativa». Es una resistencia profundamente ideológica. Muchos hombres, incluso sin plena consciencia de ello, perciben en el lenguaje inclusivo una amenaza a sus privilegios, a su lugar simbólico de centralidad y hegemonía. Al rechazar el lenguaje inclusivo, no defienden simplemente una gramática, sino un orden patriarcal del discurso que ha naturalizado su poder como universal.

Este rechazo se expresa de múltiples formas: desde la burla y el sarcasmo, pasando por el silenciamiento de quienes lo utilizan, hasta el uso de la supuesta “neutralidad” institucional o académica para prohibir o desincentivar su uso. No es casualidad que instituciones educativas, medios de comunicación tradicionales y entidades estatales —todas estructuradas sobre una matriz patriarcal y de clase— mantengan una posición conservadora respecto al lenguaje. Lo que está en juego no es la forma, sino el fondo: quién tiene derecho a nombrar y ser nombrado, quién define lo que se dice y lo que se calla.
La izquierda rebelde, si pretende ser coherente con su crítica al orden capitalista y patriarcal, no puede desentenderse de esta lucha. Debe asumir que el lenguaje es un campo de disputa política. El lenguaje que utilizamos ha sido heredado de un sistema colonial, racista, patriarcal y clasista. Nombrar a las mujeres, a las diversidades sexuales, a las identidades trans y no binarias, es también cuestionar el carácter sistémico del lenguaje heredado, que ha servido como un instrumento más en la reproducción de la opresión. Pero lo anterior es también, una tarea que el varón trabajador debe asumirla desde su autocrítica pensando en clave que a diario se convive con mujeres y personas sexo- divergentes.
Como advertía Frantz Fanon, el lenguaje “lleva consigo una cierta carga cultural”, y por tanto, hablar no es sólo emitir sonidos, sino asumir un mundo, reproducir una visión. ¿Qué mundo reproducimos cuando decimos que “los hombres” hacen historia? ¿Qué cuerpos quedan fuera cuando hablamos de “ciudadanos” sin género? ¿Qué legitimamos cuando preferimos la comodidad de lo aprendido antes que la incomodidad de transformar?
Frente a esto, muchas mujeres, disidencias sexuales, estudiantes y trabajadoras, han levantado una resistencia cotidiana y persistente. Han decidido nombrarse, modificar estructuras lingüísticas, ensayar nuevas formas de decir y, con ello, nuevas formas de existir. Esta práctica no es menor: es profundamente subversiva. Y como toda subversión, encuentra el rechazo del orden establecido.
La tarea de quienes militamos en los márgenes del sistema, desde una perspectiva de clase, antipatriarcal y anticapitalista, es abrazar estas luchas y hacerlas propias. Defender el lenguaje inclusivo no es defender una moda ni una tendencia ideológica superficial. Es posicionarse en un campo de lucha por el reconocimiento, la dignidad y la transformación radical del mundo. Como diría Paulo Freire, “no hay palabra verdadera que no sea un encuentro solidario entre los seres humanos para transformar el mundo”.
Que no nos confunda el tecnicismo lingüístico ni el cinismo academicista: resistirse al lenguaje inclusivo es resistirse a que las oprimidas hablen por sí mismas. Por eso, cada vez que una mujer dice “nosotras” en un aula, en una marcha o en una asamblea, cada vez que una estudiante escribe “todes” en su cartel, no está deformando el lenguaje: está subvirtiendo un mundo que la excluye. Está haciendo revolución desde la palabra.