Controlarán tu vida, violarán tu intimidad
En nombre de nuestra seguridad
Amordazados, amordazadas te dolerá
Y no hay mordaza que nos silencie
Y nos impida poder soñar
Hacer del mundo un mejor lugar
Y convivir en diversidad
Que no hay barrera que nos detenga
Y no hay tirano que sea inmortal
(A chitón. Ska-P)
Militares traficantes, fiscales que protegen a sus pares y un poder político y comunicacional que encubre: las señales del avance del crimen organizado en las entrañas del Estado chileno.
POR NAHUEL
I. El narco en uniforme: la descomposición del Ejército y la falacia del honor militar
La reciente detención de seis suboficiales del Ejército, acusados de integrar una red criminal dedicada al transporte de drogas desde el norte del país hacia la región Metropolitana, constituye un escándalo mayúsculo no solo por la magnitud de la operación —192 kilos de cocaína y pasta base, avaluados en $3 mil millones—, sino por lo que revela: el involucramiento activo de miembros de las Fuerzas Armadas en una de las industrias más lucrativas del capitalismo ilegal. La gravedad de estos hechos no se limita a la conducta de individuos aislados, como pretende la versión oficial; es un síntoma de la corrupción estructural que carcome las instituciones castrenses chilenas desde su misma fundación, y que se ha profundizado con el neoliberalismo autoritario consolidado desde la dictadura.
El discurso del general de División Pedro Varela, al señalar que los hechos “dañan la labor abnegada y comprometida de los más de 30.000 hombres y mujeres del Ejército”, no hace más que encubrir una realidad persistente: las Fuerzas Armadas han sido, por décadas, terreno fértil para el enriquecimiento ilícito, el autoritarismo impune y ahora también el narcotráfico. La criminalidad organizada no solo penetró al Ejército: se sirve de él. Se trata de una simbiosis entre disciplina militar y logística narco que compromete gravemente la seguridad del Estado y revela que el enemigo interno ya no es un invento para justificar la represión: está en sus propias filas.

II. Fiscales y defensa corporativa: el escudo del narco
La respuesta de la Asociación Nacional de Fiscales frente a la remoción de dos persecutores por sus vínculos con el narcotráfico expone un patrón de defensa corporativa que neutraliza cualquier intento de depuración real dentro del Ministerio Público. La presidenta de la ANF, Patricia Ibarra, en lugar de condenar con firmeza el hecho de que un fiscal antidrogas negociaba con abogados de narcos, optó por una defensa gremialista que apela al «debido proceso», la «probidad» y el «compromiso institucional», sin siquiera mencionar la gravedad ética y política de los hechos denunciados.
Resulta claro que el Ministerio Público, lejos de ser un actor imparcial y garante de la justicia, opera como una estructura jerárquica que protege a sus propios operadores cuando estos caen en la corrupción o en prácticas criminales. No es casual que las críticas no apunten a la necesidad de reformar a fondo el sistema de nombramientos ni a investigar en profundidad las redes de protección interna que permitieron que un fiscal vinculado al narco actuara durante años sin ser detectado. La fiscalía, como el Poder Judicial, responde más a los intereses del orden establecido que a las necesidades de justicia de los sectores populares.

III. Estado fallido: narcotráfico, policías y militares
Lo que estamos presenciando no es una “filtración” ni una “mancha” en el uniforme nacional. Es la expresión visible de una transición hacia un narcoestado en el que los aparatos represivos tradicionales —policías, Ejército, fiscalía— ya no solo encubren o toleran el crimen organizado, sino que participan activamente en él. La criminalización permanente de la pobreza, la militarización del Wallmapu y la represión a los movimientos sociales contrastan con la inacción y tibieza con que se enfrentan las redes de narcotráfico dentro de las propias instituciones armadas y judiciales.
Los altos mandos militares y policiales se han convertido en cómplices, cuando no protagonistas, de esta penetración criminal. Se benefician de las redes de poder que sostienen tanto el orden burgués como los negocios ilegales que lo alimentan desde la sombra. La seguridad del Estado no está en riesgo solo por una organización de suboficiales narcos, sino por una estructura de mando que los habilita, encubre y defiende. La corrupción en el Ejército, los Carabineros y la PDI ya no es excepción: es norma no escrita de una institucionalidad decadente.
IV. Silencio cómplice: la política tradicional y los medios ante la penetración narco

Quizá lo más revelador de este episodio no es la detención de los militares ni la defensa corporativa de los fiscales, sino el tratamiento que la clase política y los medios tradicionales han dado a estos hechos. La cobertura ha sido superficial, fragmentaria y carente de todo análisis estructural. Se insiste en la “reacción ejemplar” del Ejército por denunciar a sus propios miembros, cuando lo que correspondería sería abrir una investigación profunda y pública sobre la posible existencia de redes narco dentro de las Fuerzas Armadas.
Los partidos del oficialismo guardan silencio para evitar el costo político. La derecha, tan rápida para exigir mano dura frente a la delincuencia juvenil o mapuche, desaparece del debate cuando los delincuentes llevan uniforme y rango. Nadie, en ninguna bancada parlamentaria, ha propuesto una comisión investigadora con plenas facultades para indagar estos hechos. Los noticiarios omiten los vínculos políticos, las responsabilidades del alto mando o las posibles ramificaciones institucionales. Se trata, en suma, de un pacto de silencio transversal, de una omertá de Estado, que garantiza la reproducción del poder del crimen dentro de las instituciones republicanas.
V. Narcoestado y autoritarismo progresista: ruptura y construcción popular

Los hechos recientes que revelan la infiltración narco en el Ejército y en el Ministerio Público no sólo ponen en entredicho la supuesta “seguridad” del Estado, sino que también condicionan profundamente el debate político actual. El tratamiento que los candidatos del oficialismo han dado a esta crisis institucional, especialmente en el reciente debate de las primarias presidenciales en TVN, exhibe con claridad el colapso ideológico de los partidos progresistas y su creciente asimilación al discurso securitario de la derecha y la ultraderecha.
En el debate, tanto Jeannette Jara (PC) como Carolina Tohá (PPD) se refirieron al dato de que un 46% de la ciudadanía chilena ve con buenos ojos un régimen autoritario como el de Nayib Bukele en El Salvador. En lugar de desarticular críticamente esa adhesión popular —nacida del miedo, la frustración y la descomposición social producto del modelo neoliberal—, ambas candidatas buscaron apropiarse del discurso de la mano dura, proponiendo más policías, más vigilancia, militarización de las poblaciones y fortalecimiento de los aparatos represivos del Estado. Es decir, por otra parte dan fundamento a los sectores políticos más derechistas y recalcitrantes para inocular en las cervicales de los pueblos que la solución para todo sean los militares y policías. Esta deriva pavimenta regímenes autoritarios que no tendrá escrúpulos de gobernar pisoteando nuestras libertades y derechos como ocurre en El Salvador.
Este giro conservador del progresismo y la izquierda oficialista no es nuevo, pero se profundiza en momentos de crisis. Tohá, desde el Ministerio del Interior, impulsó leyes que criminalizan la protesta y promueven el copamiento policial en zonas populares. Jara, por su parte, en lugar de defender una perspectiva popular y democrática, plantea propuestas indistinguibles de las de sus contendores del bloque neoliberal, pidiendo doblar la promoción de carabineros, y fortalecer el GOPE . En ambos casos, se impone una lógica punitivista que naturaliza mayor presencia policial en las calles y el uso de la fuerza como respuesta a la inseguridad, mientras se ocultan las raíces estructurales del problema: el narcotráfico como síntoma del capitalismo en su fase criminalizada y excluyente.
La invocación constante al “modelo Bukele” por parte de los medios y de sectores políticos de todos los colores es particularmente peligrosa. En El Salvador, este modelo ha consistido en masivas violaciones a los derechos humanos, militarización total de la vida civil y encarcelamiento arbitrario de miles de jóvenes pobres, especialmente en las zonas marginales. En Chile, un camino similar no resolverá el narcotráfico ni la criminalidad, pero sí consolidará un Estado policial, donde la represión reemplace cualquier solución social real. El progresismo que se pliega a esta agenda no combate a la derecha: la legitima.
Es indispensable que desde la izquierda rebelde se rechace con claridad esta deriva. No se combate la corrupción institucional con más represión, sino con más democracia popular. No se derrota al narco incorporando militares a las poblaciones, sino sacando a los militares del negocio y del poder, y construyendo redes comunitarias, autodefensa territorial y economías populares que desplacen al capital narco. El narco se reproduce porque hay miseria, precariedad, falta de vivienda, educación y salud pública, no porque falten armas o cárceles.
Frente a la criminalidad de uniforme, la izquierda rebelde no puede permitir que la seguridad sea el terreno exclusivo de la derecha. Es necesario levantar una política de seguridad popular, basada en el control territorial comunitario, el desmantelamiento de las estructuras represivas corruptas, el juicio y castigo a los altos mandos y fiscales involucrados, y la refundación total del aparato policial, militar y judicial bajo control ciudadano.
Repetimos: esto no se resolverá con reformas tecnocráticas ni con más cámaras ni patrullajes. Se requiere una ruptura radical con la forma actual del Estado, cooptado por el capital financiero, el crimen organizado y las lógicas autoritarias. Y para ello, se hace urgente construir desde abajo, desde los territorios, una nueva institucionalidad forjada por el pueblo organizado, con asambleas populares, autogestión de la seguridad y una agenda política que enfrente las causas profundas de la criminalidad: el neoliberalismo, la desigualdad y la impunidad estructural.
Porque si algo nos enseña la historia latinoamericana reciente es que cuando el Estado se pudre desde dentro, no lo salva ni la socialdemocracia cobarde ni la ultraderecha autoritaria. Frente al avance del crimen organizado en las entrañas del Estado y la complicidad de las élites uniformadas, judiciales y financieras, no basta con reformas parciales ni con una mayor dosis de represión: se impone la necesidad histórica de defenestrar al Estado burgués neoliberal, cuya arquitectura sirve a los intereses del capital y del crimen institucionalizado. En su lugar, urge construir una nueva institucionalidad democrática, popular y comunitaria, fundada en el control territorial de las comunidades, la autodefensa organizada, la justicia social y la participación directa. Solo un poder construido desde abajo será capaz de enfrentar de forma preventiva y firme a las redes delictuales que hoy operan con escudo institucional y protección política- militar.
