Por Silvina Ramírez
Ante un Gobierno de derecha, que pretende profundizar el extractivismo y niega derechos de sectores sociales, un análisis detallado del pasado y el presente de las comunidades indígenas. El accionar de los funcionarios, el Poder Judicial y los derechos reconocidos por legislación nacional e internacional. El eje de todo: los territorios en disputa.
A solo cinco meses de asumir, el nuevo gobierno «anarco-capitalista» intentó derogar la Ley de Tierras a través de un decreto, anunció la disolución del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) y le cambió el nombre al Salón de los Pueblos Originarios de la Casa de Gobierno. En este contexto, la principal amenaza radica en que Javier Milei se presenta como un aliado del extractivismo y promete impulsar la extracción de minerales que se encuentran en los territorios indígenas. Si bien el devenir del nuevo gobierno es incierto, podemos inferir una profundización de los conflictos territoriales y la desprotección de los derechos indígenas.
En Argentina, la actual gestión de gobierno no tiene precedentes en lo ideológico y transita un camino difícil de describir. Y más difícil aún de avizorar en el futuro inmediato. Su política declarada de desmantelar el Estado (no sólo achicarlo) tiene consecuencias complejas para valorar en su total dimensión, en un escenario siempre cambiante y dinámico.
Cada una de las medidas sigue sorprendiendo negativamente, en un contexto social desarticulado y con pocas capacidades de respuesta, a lo que se le suma la legitimidad importante que detenta el Presidente, fruto de los resultados electorales de noviembre de 2023.
Para explicar y comprender la emergencia de un Presidente autoadjetivado como “anarco capitalista”, debemos entender también la historia reciente argentina, signada por una grieta omnipresente entre los diferentes partidos políticos. Y en los últimos cuatro años, por una captación del Estado por supuestas fuerzas progresistas, que finalmente mostraron su peor cara en la presidencia de Alberto Fernández, caracterizada (más allá de la pandemia y otras desgracias que siempre se mencionan) por el inmovilismo y la ineficiencia.
Como muestra, basta mencionar que, a partir de las internas de la propia alianza de gobierno, Fernández no pudo nombrar un nuevo Procurador General del Estado (el pliego del juez Daniel Rafecas, especializado en Derechos Humanos, nunca sumó el aval de Cristina Kirchner) ni cubrir la vacante para Juez de la Corte Suprema de Justicia que se había liberado en 2021. Tampoco pudo designar un Defensor del Pueblo que lleva años sin ser nombrado. Ante este panorama de ausencia de acuerdos, el progresismo mucho menos pudo construir un marco de protección y políticas específicas para los pueblos indígenas.
Medidas contra los derechos indígenas
En el contexto actual, con otro signo político y otro sesgo ideológico, formular políticas públicas que garanticen los derechos de los pueblos indígenas se convierte en un albur. Algunas de las medidas ya han formado parte del Decreto de Necesidad y Urgencia 70/23 (cuya inconstitucionalidad es flagrante, a pesar de que la Corte Suprema de Justicia se resiste a expedirse) que modifica o deroga unas 300 leyes vigentes: la derogación de la Ley de Tierras que impacta sobre las comunidades indígenas, el cierre del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi) o la anunciada disolución del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI).
Si bien los contrapesos republicanos han puesto algunos límites a estas medidas, el cierre del Inadi y el INAI no podrían efectivizarse porque ambos institutos fueron creados por ley, todo apunta a pensar en un futuro muy complicado para los pueblos indígenas. En efecto, al momento de escribir esta nota, la última medida que se conoce es el cambio de nombre del Salón de Pueblos Originarios de la Casa Rosada (como se denomina a la Casa de Gobierno). Lo que podría parecer una cuestión menor, en el fondo tiene un valor simbólico no desdeñable: exactamente lo mismo había sucedido con el nombre del Salón de las Mujeres el mismo 8 de marzo.
En todos sus discursos, el presidente Javier Milei demuestra una aversión a lo colectivo y denosta cualquier mirada del mundo que sea diferente a la que sostiene. De esa manera, la idea de diversidad cultural parece no tener lugar. Sólo basta apuntar como dato de color que el gobierno declaró el año 2024 como el “Año de la Defensa de la Vida, la Libertad y la Propiedad” y, en consecuencia, cualquier documento del Estado se encabeza con esa frase. Como la leyenda se refiere a la propiedad privada, es posible inferir que el respeto a la propiedad comunitaria indígena, contemplada constitucionalmente, será una mera abstracción durante la presente gestión de gobierno.
Asimismo, durante la campaña electoral, la actual vicepresidenta, Victoria Villarruel, denunció una y otra vez las demandas de las comunidades indígenas por sus derechos territoriales. Como estrategia discursiva, la compañera de fórmula de Milei enfatizó en la defensa de la soberanía, planteando que los reclamos indígenas atentan contra la soberanía nacional. Una mirada muy creativa para un gobierno que acaba de recibir con honores a la jefa del Comando Sur de los Estados Unidos, la General Laura Richardson. Entre sus primeras medidas como presidenta de la Cámara del Senado, Villarruel disolvió la Comisión de Pueblos Indígenas.
El desprecio por los derechos conquistados
Si repasamos las deudas pendientes del Estado argentino con los pueblos indígenas, éstas se van incrementando y acumulando con el correr de las décadas. Sin lugar a dudas, el reconocimiento de sus territorios es la deuda que alcanza mayor trascendencia y gravedad. No sólo por lo que significa para las comunidades indígenas la posibilidad real de seguir sobreviviendo con su propia identidad cultural, sino porque su desconocimiento forma parte de las consecuencias de la conquista y el colonialismo. Los despojos de sus territorios se volvieron un lugar común en las crónicas del pasado, pero en la actualidad adquieren una centralidad precisamente porque las disputas se van acrecentando al calor de los intereses fraguados a su alrededor.
Sólo basta pensar que el ideal «libertario» de Javier Milei, que desprecia indubitablemente la igualdad, sólo tiene en mente el aniquilamiento del Estado y la eliminación de las herramientas con las que contamos para proteger nuestros derechos. Si bien vale la pena reflexionar sobre el rol que ha jugado el Estado frente a los pueblos indígenas, en Argentina existió y existe una línea de continuidad histórica en las políticas definidas para pueblos indígenas, caracterizadas por su insuficiencia o, peor aún, su ausencia. Como las diferentes administraciones fueron refractarias al reconocimiento territorial, incluidos los gobiernos calificados como nacionales y populares, en una primera impresión uno puede decir que no existen razones para confiar en el Estado.
Dicho esto, es insoslayable admitir que las diferentes instancias o mecanismos del Estado, en sus diferentes dimensiones, aún siendo imperfectas tienen un rol irreemplazable. Ya sea para formular políticas públicas específicas e interculturales; para garantizar el cumplimiento de los derechos; para distribuir la riqueza; o para combatir el racismo y la discriminación. Si estas herramientas desaparecieran o si las desigualdades no encontraran un lugar en las agendas públicas, poco se podría hacer para redoblar la lucha por los derechos indígenas.
El mejor aliado del extractivismo
El escenario presente y futuro es extremadamente incierto y complejo para los pueblos indígenas. Los derechos siguen vigentes y tienen fuerza normativa, pero si antes de la llegada de Milei ya se vulneraban, hoy existe un aval desde las más altas autoridades del país para incumplirlos. Los interlocutores del Estado para avanzar en la implementación de los derechos prácticamente no existen y las instituciones que tienen como mandato ocuparse de los pueblos indígenas gozan de un estatus dudoso. La reducción del Estado, si bien parece ser coherente con la primera parte de la visión política de este Gobierno, “el anarquismo”, adquiere un matiz francamente preocupante con la segunda parte de la calificación, “el capitalismo”.
Al igual que en el resto de la región, en Argentina, el capitalismo ha significado una amenaza permanente de sustracción y un saqueo que se concreta día a día de la mano de las actividades extractivistas. Privilegia las empresas, cualquiera sea su capital, priorizando al sector privado, y genera la falsa ilusión de una libertad de mercado beneficiosa para todos los ciudadanos y ciudadanas. Sin embargo, concentra la riqueza en manos de pocos y sólo protege un sistema de consumo que tiene como eje producir para consumir, en una espiral ascendente que no conoce de costos, daños y sacrificios.
Es así que la explotación petrolera y gasífera, la megaminería, la extracción del litio y los negocios inmobiliarios encuentran en la actual gestión de gobierno a su mejor aliado. A pesar de que los territorios indígenas se encuentran en disputa y que las resistencias se dan en el mismo territorio, la lucha también se libra en el campo judicial. Como ejemplo, basta mencionar la sentencia judicial que prohibió continuar la explotación del salar del Hombre Muerto en la provincia de Catamarca y ordenó una evaluación de impacto ambiental, a partir de un amparo ambiental presentado por la comunidad indígena que habita la región.
Sin embargo, la relación de fuerzas es muy dispar. Sin la presencia del Estado como regulador y articulador de los avances privados sobre los bienes comunes de los territorios indígenas, los resultados pueden ser francamente negativos y devastadores para las comunidades. La situación se vuelve más acuciante aún, cuando el gobierno de Javier Milei se presenta como un aliado del extractivismo y promete ser el impulsor de la obtención de las riquezas que se encuentran en los territorios indígenas.
Hacia la vulneración de los derechos indígenas
Es difícil predecir el futuro inmediato o realizar un pronóstico a largo plazo. Del análisis de las últimas medidas del Gobierno es posible inferir una profundización de los conflictos territoriales, una mayor desprotección de los derechos indígenas y la prácticamente imposible discusión de una ley de propiedad comunitaria indígena. Esta ley sigue pendiente y fue ordenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el fallo Lhaka Honhat vs. Argentina, que responsabilizó al Estado argentino por la vulneración de un conjunto de derechos indígenas (entre ellos el derecho a la propiedad comunitaria indígena).
La ley de emergencia de la posesión y propiedad indígena 26.160 de 2006 sigue vigente, a partir de su prórroga por un Decreto de Necesidad y Urgencia del anterior Gobierno (que no logró el consenso para lograrlo por ley como venía ocurriendo). Sin embargo, dejará de estar vigente el 23 de noviembre de 2025. Vale la pena mencionar que en 2022 diputados del actual partido gobernante (incluido el Presidente) presentaron un proyecto de ley para derogarla, por lo cual no sería de extrañar que volvieran a intentarlo. Esto dejaría a las comunidades indígenas sin una de las pocas herramientas para evitar los desalojos.
Si bien en Argentina los instrumentos jurídicos internacionales siguen siendo vinculantes, se vuelven en muchos casos expresiones de deseo frente a una realidad local que les es claramente adversa.
A pesar de todo, los pueblos indígenas siguen delineando diferentes estrategias para reclamar, denunciar y avanzar en la consecución de sus derechos. Lo que queda claro en Argentina es que asistimos a un nuevo ciclo de la relación entre Estado y pueblos indígenas que reedita las tensiones presentes y las experiencias más traumáticas. Ante la incertidumbre general, el devenir es incierto.
Por Silvina Ramírez para Debates Indígenas. Abogada y Doctora en Derecho. Docente de posgrado en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO Argentina). Es integrante de la Asociación de Abogadxs de Derecho Indígena (AADI) y miembro de la Comisión Directiva del Centro de Políticas Públicas para el Socialismo (CEPPAS).