Por Alberto Acosta
“Los ratos de ocio son la mejor de todas las adquisiciones.” -Sócrates
El punto de partida
Atrás quedan las promesas del “desarrollo”, nutridas de uno de los corazones de la Modernidad: el “progreso”. Cada vez más se desvanecen las ilusiones para superar el “subdesarrollo” en el mundo. La cruzada incesante y frustrante por alcanzar “el desarrollo” persiste. Se oscila desde los economicismos que igualan “desarrollo” con crecimiento del PIB a visiones más complejas como del “desarrollo a escala humana” o del “desarrollo sustentable”, por citar apenas un par.
Es importante tener en cuenta que también aquellos países que se asumen “desarrollados” están presos en la trampa del “progreso”. Incluso aquellas economías exitosas de los últimos años, como la china y la india, caminan hacia el mismo naufragio programado. En todos los casos el problema no son los senderos escogidos, sino el concepto mismo de “desarrollo”, el que nos lleva a un camino sin salida. Y, mientras el desencanto aumenta, emergen con creciente fuerza discusiones y sobretodo propuestas e inclusive acciones encaminadas a construir otros horizontes.
Lo que interesa ahora es criticar y superar al concepto mismo de “desarrollo”. Incluso los “grandes logros tecnológicos” son insuficientes –y algunos hasta contraproducentes- para resolver los graves problemas de la Humanidad. Los resultados están a la vista y, por supuesto, los retos también.
En medio de esta vorágine de la Modernidad, cobra cada vez más fuerza el fenómeno del “ocio” (que en ningún caso puede ser confundido con “tiempo libre” provocado por el desempleo o forzado por una pandemia). En vez de expresar libertad y autonomía del ser humano, el “ocio” vilmente devino en un espacio mercantil de la vida misma, otro más de los tantos espacios mercantiles creados por el capital. De ser una parte integral de la vida en muchas comunidades, un momento de creatividad y celebración de lo sagrado, el “ocio” pasó a ser un mero espacio de descanso para reponer la fuerza de trabajo y seguir produciendo.
Así, el “ocio mercantil”, objeto incluso de políticas públicas, es un reflejo más de un mundo “maldesarrollado” (Tortosa 2010). Un mundo donde “trabajo” y “ocio” terminan igualmente alienados, subordinados a la lógica de acumulación del capital. Pero no todo es desalentador. Hay reflexiones y acciones alternativas.
¿Qué entendemos por Buen vivir?
El principio que inspira al Buen vivir[1] es la armonía o, si se prefiere, el equilibrio (sin ser la contraposición de fuerzas opuestas). Equilibrio y armonía en la vida del ser humano consigo mismo, en los individuos en comunidad, entre comunidades, a pueblos y naciones. Y todos, individuos y comunidades, viviendo en armonía con la Naturaleza. Qué claridad tienen las palabras del líder indígena ecuatoriano, Luis Macas Ambuludi:
“En este contexto, caben algunas precisiones sobre el concepto del Sumak Kawsay. A partir de nuestras vivencias, podemos decir que se trata de un concepto que es la columna vertebral en el sistema comunitario. Es una construcción colectiva a partir de las formas de convivencia de los seres humanos, pero ante todo, en coexistencia con otros elementos vitales, donde se constituyen las condiciones armónicas entre los seres humanos, la comunidad humana y las otras formas de existencia en el seno de la Madre Naturaleza. Desde nuestra comprensión, la vida es posible, en tanto existe la relación y la interacción de todos los elementos vitales.”
Punto clave, somos comunidad humana y comunidad natural, en suma una sola comunidad de vida.
En esta concepción de vida la relacionalidad es preponderante, pues el mundo posee un incesante y complejo flujo de interacciones e intercambios: todo se relaciona con todo. Dar y recibir, desde infinitas reciprocidades, complementariedades y solidaridades, es la base del Buen Vivir. Trabajar y celebrar, como manifestaciones extraordinarias de la cotidianidad, son momentos para disfrutar de forma más intensa la vida al compartir en comunidad lo sagrado de la Naturaleza e incluso al redistribuir el bienestar acumulado inequitativamente.
Es decir, el Buen Vivir asume la postura ética que debe regir la vida humana: cuidar de sí mismo y simultáneamente de los demás seres (humanos y no humanos), buscando siempre equilibrios que aseguren el fluir de la vida. Un mundo inspirador de armonías y equilibrios, donde la vida está por sobre cualquiera otra consideración.[2] En sencillos términos políticos, diríamos que el Buen vivir busca reproducir la vida y no el capital.
Si bien el Buen vivir debe comprenderse desde diferentes enfoques y visiones evitando homogenizaciones -pues restringen las visiones y comprensiones de otras opciones por igual potentes-, el núcleo de los debates encierra lo holístico de ver a la vida como relación, relación del ser humano consigo mismo y con otros seres humanos y no humanos: la Pachanama (Madre Tierra), en una permanente complementariedad entre los unos y los otros. En este punto dejamos constancia de la trascendencia de los Derechos de la Naturaleza, incluidos en la Constitución de Ecuador del año 2008 (Acosta 2019a).
Una lectura muy clara es la que ofrece –desde la Amazonía- el pueblo kechwa de Sarayaku al presentar su propuesta de kawask-sacha o selva viviente:
“Kawsak-sacha es un ser vivo, con conciencia, constituido por todos los seres de la Selva, desde los más infinitesimales hasta los seres más grandes y supremos; incluye a los seres de los mundos, animal, vegetal, mineral, espiritual y cósmico, en intercomunicación con los seres humanos brindando lo necesario para revitalizar sus facetas emocionales, psicológicas, físicas, espirituales y restablecer la energía, la vida y el equilibro de los pueblos originarios.”
Tal cosmovisión debe analizarse desde la historia y el presente de los pueblos indígenas, como parte de su continuidad histórica. Aquí pasado y futuro se funden en un presente de (re)conocimiento y (re)construcción de alternativas alterativas, atado a sus luchas de resistencia frente a interminables procesos de conquista y colonización. En definitiva lo que cuenta es recuperar, sin idealizaciones, el proyecto colectivo de futuro de la comunidad indígena con una clara continuidad desde su pasado.
Estas utopías andinas y amazónicas -posibles y realizadas- se plasman en su discurso, en sus proyectos políticos y especialmente en sus prácticas sociales y culturales, inclusive económicas. Aquí radica una de las mayores potencialidades del Buen Vivir, siempre que tengamos la capacidad de aprehender las experiencias de pueblos que viven con dignidad y armonía desde tiempos inmemoriales, pero sin idealizar la muchas veces dura y compleja realidad indígena.
Actualmente el mundo indígena sigue siendo víctima de dominación, explotación y represión propios de la larga noche colonial, cuyas sombras aún oscurecen nuestros días republicanos sea con gobiernos neoliberales o progresistas. La influencia colonial y capitalista está presente y se filtra cada vez más a través de múltiples formas en su mundo. También cabe aprender de aquellas historias trágicas de culturas desaparecidas por diversas razones (incluyendo sus errores, agresiones a la Naturaleza, desigualdad, violencia); en estas experiencias hay elementos para pensar soluciones innovadoras ante los actuales desafíos sociales y ecológicos.
Entonces, esta aproximación a las experiencias indígenas no está exenta de conflictos, aproximaciones excluyentes e inclusive dogmáticas.
Sin negar otros aportes, en muchos saberes indígenas -fuentes insoslayables del sumak kaysay (traducido en Ecuador como Buen vivir y en Bolivia como Vivir bien)- no existe una idea análoga al “desarrollo”. [3] No hay una concepción lineal de la vida que establezca un estado anterior y posterior, a saber, de “subdesarrollo” y “desarrollo”; dicotomía por la que deberían transitar personas y países para conseguir el bienestar, como ocurre en el mundo de la Modernidad. Tampoco existen conceptos análogos a “riqueza” y “pobreza” vistos como acumulación y carencia material. En estos mundos, el ser humano es visto como un actor más en la Naturaleza, y no como “su corona”.
Sin negar las especificidades de los mundos indígenas de Nuestra América, es necesario complementar y ampliar sus conceptos y vivencias con otros discursos, propuestas y prácticas nacidas desde diversas regiones del planeta, espiritualmente emparentadas en su lucha por una transformación civilizatoria.
En este punto lo que nos interesa es reconocer que al Buen Vivir pueden juntarse muchas otras visiones que rompen con la civilización del capital, proponiendo enfoques y propuestas -similares en muchos aspectos, sin ser iguales en todo- presentes en otras partes del planeta, con varios nombres y características. Se trata de valores, experiencias y sobre todo de prácticas existentes en diferentes períodos y regiones de la Madre Tierra. Son, en definitiva, alterativas en tanto escapan de las bases de la dominante civilización capitalista; en especial, el antropocentrismo y el utilitarismo.
Aquí cabría destacar el ubuntu (sentido comunitario: una persona es una persona solo a través de las otras personas y de los otros seres vivos) en África (D’Alisa, Demaria, Kallis 2015), el eco-svaraj en la India (democracia ecológica radical, Kothari, 2019), el Kyosei en Japón (simbiosis, convivialidad o vivir juntos; Fuse, 2019), el comunitarismo de los zapatistas, la comunalidad de los pueblos de la Sierra Norte de Oaxaca, y de otras regiones de ese Estado del sureste mexicano (Guerrero Osorio, 2019).
¿Cómo propiciar y enriquecer dicho diálogo, incluso con estas visiones alternativas que disputan el sentido histórico desde dentro y en los márgenes de la Modernidad con viciones alternativas que surgen de discusiones incluso “convencionales”?, he ahí uno de los grandes retos que aboraderos rápidamente a continuación.
El Buen vivir en diálogo con otras visiones alternativas
Aquí cabe notar que, mientras gran parte de las posturas convencionales sobre “desarrollo” e incluso muchas corrientes críticas nacen de conocimientos propios de la Modernidad. Sin negar las potencialidades de esas aproximaciones alternativas, tenemos que reconocer nuestra miopia y/o comodidad nos amarran todavía a muchas de esas bases de la Modernidad.
Así, por ejemplo, esta constatación confronta de lleno con uno de los pilares de las economías dominantes: el crecimiento económico. Desmontar el fetiche del crecimiento económico de los altares de las diversas lecturas y teorías económicas -de la liberal a la marxista- es muy complejo. Ya en los años setenta, Herman Daly hablaba de la manía del crecimiento económico. Este mismo economista, en línea con el pensamiento de Nicholas Georgesku Roegen, de origen rumano, el gran pionero de la economía ecológica, anticipó las amenazas en ciernes. Daly (1971) concluía en la necesidad de pensar en un decrecimiento económico puesto que el crecimiento constituye una especie de harakiri para la Humanidad. Es interesante destacar que este tipo de lecturas, recuperando el pensamiento de los últimos años de Marx ha dado lugar a propuestas como la de “comunismo decrecentista”, que plantea el filósofo japonés Kohei Saito (2022).
A Kenneth Boulding (1966), economista que veía a la Tierra como una nave espacial, también en sintonía con Georgesku-Roegen, se le atribuye haber exclamado que “cualquiera que crea que puede durar el crecimiento exponencial para siempre en un mundo finito es loco o economista”. Una afirmación que conlleva una gran verdad: ninguna economía puede crecer de forma permanente atropellando los límites biofísicos y menos aún atropellando la vida de los seres humanos.
Este punto es medular: Georgesku-Roegen y Daly introdujeron los aspectos ecológicos en la discusión, entendiendo a la economía como un subconjunto del ecosistema. El mismo Daly (1999) resaltó la irracionalidad la economía convencional, que funciona como una máquina idiota. Es decir, como una máquina que metaboliza los recursos naturales, los procesa y agota, desecha y contamina, y debe extraer cada vez más recursos para poder seguir funcionando. Esa es la lógica de acumulación de los modelos de acumulación antropocéntricos.
Daly identificó también otro tema: el punto absoluto de saturación en términos de consumo. Este tema ya fue abordado por John Maynard Keynes discutió este tema en 1930: él aseguraba que se llegaría al límite absoluto de saturación, en términos de consumo, en el año 2030. Entender este tema puede ser hasta posible, pero superarlo es lo complejo. El poder tiene mucha fuerza para sostener la idea de que con el crecimiento económico permanente se pueden satisfacer patrones de consumo apuntalados en necesidades infinitas; una de aquellas promesas -¡incumplibles!- de la Modernidad.
Enriquecer este debate con todas las opciones posibles es indispensable. Incluso de las críticas al desarrollo, se pueden rescatar algunas lecturas potentes. Para citar apenas un aporte, Manfred Max-Neef, Antonio Elizalde y Martín Hopenhayn (1993) anotan con claridad que el “desarrollo” se refiere a las personas, no a los objetos. Por ello, el objetivo del “desarrollo” es satisfacer las necesidades fundamentales. Ellos consideran que esa satisfacción presenta simultaneidades, complementariedades, compensaciones, siendo las necesidades siempre las mismas en todo tiempo y lugar. Además, ninguna necesidad importa más que otra ni hay un orden fijo de precedencia entre necesidades. Las necesidades no solo son carencias (economicismo típico). Las necesidades comprometen, motivan y movilizan, de modo que son también potencialidades y hasta pueden ser recursos. (p.ej. la necesidad de participar es potencial de participación. Y los satisfactores que interesan son los que tienen potencial sinérgico sobretodo.
No está por demás recordar la división que hacia John Maynard Keynes (1930), cuando se pronunció sobre el tema, pensando en la necesidad de reducir el empleo productivo:
“las necesidades de los seres humanos pueden parecer insaciables. Pero éstas pueden ser de dos clases – aquellas necesidades que son absolutas en el sentido de que las sentimos cualquiera que sea la situación de los otros seres humanos que nos rodeen; y aquellas que son relativas en el sentido de que las sentimos sólo si su satisfacción nos eleva, nos hace sentir superiores, respecto de nuestros prójimos. Las necesidades de la segunda clase, aquellas que satisfacen nuestro deseo de superioridad, pueden ser en efecto insaciables; pues cuanto más alto sea el nivel general, más altas aún serán aquéllas. Pero esto no es tan cierto en cuanto a las necesidades absolutas – pronto podría alcanzarse un cierto punto, más pronto de lo que somos todos conscientes, en el que estas necesidades estén satisfechas en el sentido de que prefiramos dedicar nuestras energías adicionales a propósitos no-económicos.”
En tal sentido, para alcanzar el Buen vivir la sociedad debería privilegiar los satisfactores sinérgicos que abarcan varias necesidades a la vez. También debería potenciar los “bienes relacionales”, que contribuyen al bienestar no solo por lo que compran y consumen sino también por “lo que hacen con otras personas”. Es decir, se precisan bienes y proyectos que no solo cubren, por ejemplo, las necesidades de subsistencia y afecto, sino que abarcan también las de entendimiento, solidaridad y participación, sin perder de vista nunca el ocio.
A la vez que se recuperan los saberes de la ancestralidad o indigenidad, podemos incorporar múltiples cuestionamientos al “desarrollo” y abrir la puerta al postdesarrollo (Unceta 2014, 2018), y a las alternativas ecologistas, tanto como a las propuestas que parten del paradigma de los cuidados, muchas sintonizadas con la visión de las armonías con la Naturaleza que caracterizan el Buen Vivir.
De hecho, en paralelo al posicionamiento del Buen Vivir en el ámbito de la discusión política maduraron aún más las críticas acumuladas al “desarrollo”. Tales propuestas de origen andino-amazónico cobraron inusitada fuerza política a inicios de este milenio, al entrar en los debates nacionales –particularmente de Bolivia y Ecuador- en un momento de crisis generalizada del Estado-nación, oligárquico y de raigambre colonial. Es destacable esta irrupción de los movimientos indígenas, en tanto vigorosos sujetos políticos portadores de su propia visión de vida. Propuestas que, lamentablemente, no inspiraron para nada las políticas de los gobiernos de esos países.
El relacionamiento entre las críticas tradicionales al desarrollo y las visiones post-desarrollistas es a la vez una oportunidad y una amenaza. Como oportunidad, puede llevar a construir de forma horizontal y respetuosa nuevas comprensiones del mundo e imaginar alternativas; y, como amenaza, puede reeditar el apropiamiento y la subordinación de estas visiones indígenas por parte de las tradicionales y usurpadoras lecturas de la modernidad (Carballo 2015). Justo eso aconteció con los gobiernos progresistas de Ecuador (Rafael Correa) y Bolivia (Evo Morales), que vaciaron de contenido el Buen Vivir, para transformarlo en herramienta de propaganda y dispositivo de poder de sus caudillos.
Dejemos sentado que el Buen Vivir –siendo por excelencia un discurso político- no sintetiza ninguna propuesta terminada ni indiscutible, no emerge de reflexiones académicas, ni de propuestas de algún partido político. Y, por cierto, si el Buen Vivir proviene de una matriz andino-amazónica ancestral o de matrices similares -como las afromaericanas-, portadoras de otras racionalidades y otros sentipensares (Escobar 2014), es muy complejo, sino imposible, entenderla usando el instrumental teórico de la Modernidad.
Estas cosmovisiones plantean alternativas a la cosmovisión occidental al surgir de raíces comunitarias no capitalistas, armónicamente relacionadas con la Naturaleza y desde territorios específicos. Así, el Buen Vivir propone una transformación civilizatoria biocéntrica, ya no antropocéntrica[4] (en realidad se trata de impulsar una trama de relaciones armoniosas vacías de todo centro); comunitaria, no solo individualista; sustentada en la pluralidad y la diversidad, no unidimensional, ni monocultural. Para entenderlo se precisa una profunda decolonización intelectual en lo político, en lo social, en lo económico, en lo cultural (Quijano 2014).
Asimismo, al hablar de Buen Vivir, pensamos en plural. Es decir, imaginamos buenos convivires, y no un Buen Vivir único y homogéneo, imposible de cristalizar. El Buen Vivir, insistamos, no podría erigirse en un mandato global único como sucedió con el “desarrollo” a mediados del siglo XX.
Para el Buen Vivir, en lo social y lo económico el trabajo es clave. Al trabajo se lo ve como una institución de construcción de la sociedad y de ayuda reciproca en lo comunitario. No se trata del trabajo alienante y explotador del capitalismo. El trabajo en el Buen Vivir intencionalmente busca el bien común, y no la acumulación individual que -según el “ingenuo” liberalismo económico- generaría resultados sociales positivos.
En el Buen Vivir se trabaja para satisfacer necesidades e intereses colectivos, con una acción comunitaria llena de condiciones festivas y afectivas. En este contexto aparece el ocio -en paralelo integrado con el trabajo- como vivencia comunitaria que permite reproducir y disfrutar la vida, compartiendo y equilibrando las relaciones. Es importante, entonces, conocer los principios que organizan de alguna manera este mundo de relaciones y ritualidades indígenas.[5]
Estas formas y prácticas indígenas han sido y son, en consecuencia, igualmente potentes articuladores de rituales culturales y ceremoniales de convocatoria y cohesión de comunidades, así como espacios de intercambio de normas socioculturales. No olvidemos, por ejemplo, que los mercados indígenas, en tanto espacios de convivencia sociocultural, están presentes muchos antes de que lleguen los españoles al Abya Yala, es decir muchísimo antes de que el capitalismo intente apropiárselos. En síntesis, lo económico no se reduce a una esfera separada del resto de la sociedad. Se conecta siempre con lo político, lo social, lo comunitario, lo cultural, y la Naturaleza, sin marginar lo espiritual, que no puede confundirse con lo religioso. Y este reencuentro de las diversas esferas -artificialmente separadas por la Modernidad- podría ser una de las grandes tareas para pensar en otros mundos, en tanto que echemos abajo los muros que separan las actividades productivas del consumo compartido, tanto como el trabajo del ocio.
Es obvio que estas formas de organizar la producción y el consumo generan complicaciones -al menos inicialmente- si se las piensa en espacios más amplios, no comunitarios. Pretender integrarles en la episteme de la micro- o macroeconomía convencionales, aparece como imposible por los límites epistemológicos de todas las ramas de la mal llamada “ciencia económica” (Acosta y Cajas Guijarro 2018).
Otra economíarequiere pensarse fuera del antropocentrismo. Hay que aceptar que todos los seres tienen igual valor ontológico sin importar ni su “utilidad” ni el “trabajo” requerido para su existencia. Necesitamos reconocer valores no-instrumentales en lo no-humano, superando el andamiaje materialista de las viejas escuelas económicas. Es decir, esa otra economíaacepta que las sociedades necesitan –como toda formación social– de producción, distribución, circulación y consumo para reproducir su vida material y sociopolítica. Procesos que deben regirse por una racionalidad socioambiental y no por el capital, que ahoga al planeta en sus propios desperdicios (Schuldt 2013) y es el responsable de tantas pandemias. Esa economía del Buen Vivir demanda des-mercantilizar en primera instancia los bienes comunes (Helfrich 2012) y paulatinamente la misma Naturaleza, además de reconocer sus Derechos.
Un corolario de lo dicho es que no podemos seguir mercantilizando la Naturaleza, propiciando su explotación desenfrenada. Tenemos que reencontrarnos con ella asegurando su regeneración, desde el respeto, la responsabilidad y la reciprocidad, pero sobre todo desde la relacionalidad, y eso implica su desmercantilización: un reto en extremo complejo, pero indispensable de asumir.
Trabajo y ocio conviven para el Buen vivir
Un punto fundamental. La división entre trabajo y ocio debe desaparecer. En palabras de Mihaly Csikszentmihalyi, “cuando el trabajo está bajo nuestro control y supone la expresión de nuestra individualidad, la distinción entre trabajo y ocio se evapora”; más aún si esa individualidad se expresa en comunidad, puesto que somos comunidad.
Por cierto, esa posibilidad demanda superar trabajos alienantes, con jornadas extenuantes o condiciones deplorables, así como toda precarización laboral, como puede ser la actividad en una mina o la misma explotación de las mujeres en los hogares, por ejemplo. Entonces, en este punto cabe introducir el análisis de otras opciones para propiciar cambios que desmonten toda forma de precarización del trabajo, como podría ser, a modo de ejemplo, la renta básica universal incondicional y permanente (Raventós 2021): un tema que confronta lo individualizante que conlleva esta propuesta con la necesidad de consolidar procesos comunitarios propios del Buen vivir.
Aquí emerge, en suma, la necesidad de una revisión integral del tiempo destinado al trabajo. Y por igual cabe dudar ¿cuál forma social está implícita en los avances tecnológicos -presuntamente democratizadores- a los que deberíamos enrolarnos todos?
Por ejemplo, en la cotidianidad muchos “avances” tecnológicos sustituyen a la fuerza de trabajo -sea física o intelectual- volviendo caducos a varios trabajadores (Rotman 2017), así como excluyendo o desplazando a quienes no pueden acceder a la tecnología; todo esto redefine al trabajo mismo, normalmente contribuyendo a flexibilizarlo, casi siempre generando más explotación. Esta tendencia se ha potenciado grandemente a través de muchas formas de trabajo virtual o de la mano de la UBERización de varias actividades. Y por cierto habría que recuperar las reflexiones de Jeremy Rifkin que profetizó “el fin del trabajo” (1995), lo que no necesariamente conduce a desarmar las estructuras alienantes de la producción capitalista. Como resultado de estos procesos lo humano deviene mera herramienta para la máquina, cuando la relación debería ser inversa.
John Maynard Keynes, en un texto notable sobre las “Posibilidades económicas de nuestros nietos” de 1930, ya anticipó lo que podría provocar el avance de la técnica. Desde esa perspectiva, para que exista una técnica que incluya a las personas al trabajo en vez de excluirlas, es necesario transformar las condiciones y relaciones sociales de producción. El objetivo es que la técnica potencie las capacidades humanas, y no que las reemplace y las deje en el desempleo al margen de la sociedad. Y que los avances técnicos ahorradores de trabajo –más productividad dirán los economistas tradicionales, más explotación dirán los enfoques más críticos– mejoren la vida de los trabajadores y las trabajadoras, reduciendo sus jornadas de trabajo.
En este punto cabría tomar nota de lo que denunciaba Paul Lafargue (1848), en su libro “El derecho a la pereza”:
“La pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en instrumento de esclavitud de los hombres libres: su productividad los empobrece. (…) A medida que la máquina se perfecciona y sustituye con una rapidez y precisión cada vez mayor al trabajo humano, el obrero, en vez de aumentar su reposo en la misma cantidad, redobla aún más su esfuerzo, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Oh competencia absurda y asesina!”.
Carlos Marx (1867) ampliaría la afirmación de Lafargue, su yerno:
“Es evidente que, al progresar la maquinaria, y con ella la experiencia de una clase especial de obreros mecánicos, aumenta, por impulso natural, la velocidad y, por tanto, la intensidad del trabajo (…) Tan pronto como el movimiento creciente de rebeldía de la clase obrera obligó al estado a acortar por la fuerza la jornada de trabajo, comenzando por dictar una jornada de trabajo normal para las fábricas; a partir del momento en que se cerraba el paso para siempre a la producción intensiva de plusvalía mediante la prolongación de la jornada de trabajo, el capital se lanzó con todos sus bríos y con plena conciencia de sus actos a producir plusvalía relativa, acelerando los progresos del sistema capitalista”.
Inclusive John Stuart Mill (1848), inglés liberal y humanista, una de las primeras personas que anticipó la necesidad de una economía estacionaria, afirmó que
“Confieso que no me agrada el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar, y que el pisotear, empujar, dar codazos y pisarle los talones al que va delante, que son característicos del tipo actual de vida social, constituyen el género de vida más deseable para la especie humana; para mí no son otra cosa que síntomas desagradables de una de las fases del progreso industrial. (…) la mejor situación para la naturaleza humana es aquella en la cual, mientras nadie es pobre, nadie desea tampoco ser más rico ni tiene ningún motivo para temer ser rechazado por los esfuerzos de otros que quieren adelantarse”.
Volviendo a Carlos Marx, él de los Grundrisse (1857-1858), podemos afirmar que “una nación es verdaderamente rica cuando en vez de doce horas se trabajan seis”, pues no es “el tiempo de trabajo la medida de la riqueza, sino el tiempo libre”.
En este punto emerge una cuestión crucial. Resulta indispensable plantearse con seriedad la reducción, redistribución y reducción del horario laboral, abriendo espacio a ocupaciones social y culturalmente productivas (y no degradantes). Es hora de hacer realidad las reflexiones de otros pensadores como John Maynard Keynes (1930), Bertrand Russell (1932), Karl Goerg Zinn (1998), Niko Paech (2012), Kohei Saito (2022), entre otros, quienes -que no se distinguieron y distinguen por su vangancia, cabría apostillar, pero si por sus críticas al trabajo asalariado- desde diversas lecturas sugieren reducir la jornada, en algunos casos con propuestas concretas de 3 o 4 horas al día. Otro destacado personaje que debe ser recordado, sin ser economista o algo por el estilo, es Oscar Wilde (1891), quien rescataba la importancia del ocio liberador.
Uno de los más lúcidos pensadores latinoamericanos, Enrique Leff, plantea que -para transitar hacia otra organización de la producción y de la misma sociedad-, es necesaria
“una estrategia de deconstrucción y reconstrucción, no a hacer estallar el sistema, sino a re-organizar la producción, a desengancharse de los engranajes de los mecanismos de mercado, a restaurar la materia desgranada para reciclarla y reordenarla en nuevos ciclos ecológicos. En este sentido la construcción de una racionalidad ambiental capaz de deconstruir la racionalidad económica, implica procesos de reapropiación de la naturaleza y reterritorialización de las culturas.” (2008)
Responder a este reto económico, que además es simultáneamente un reto social y por cierto político, resulta cada vez más urgente en el mundo entero, pero sobre todo en los países industrializados, los mayores responsables de la debacle ambiental global. Que quede claro. No se trata de que los países empobrecidos se mantengan en la pobreza y miseria para que los países ricos sostengan sus insostenibles niveles de vida. Eso nunca. Lo que sí debe ser motivo de atención en el Sur es no repetir estilos de vida social y ecológicamente insostenibles. En los países “subdesarrollados” es, por tanto, igual de urgente abordar con responsabilidad el tema del crecimiento económico. Así, inicialmente, es al menos oportuno diferenciar el crecimiento “bueno” del “malo”; crecimiento que se define por las correspondientes historias naturales y sociales que quedan detrás, tanto como por el futuro que pueda anticipar.
Esta no será una tarea fácil: “Habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil como puedan aspirar las autoridades a un paraíso en el que hay mucho tiempo libre y mucho trabajo”, más aún cuando se considera “la virtud del trabajo intenso como un fin en si misma, más que un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual el trabajo ya no fuera necesario”. Y en este mundo del “trabajo intenso” a la postre “concedemos demasiada poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor” (Russel 1932). Preocupación que coincide plenamente con la de Keynes, formulada un par de años antes.
Esta aproximación al tema nos conduce a una refutación apasionante y también controvertida al supuesto derecho al trabajo, un reclamo –hoy poco conocido- por una sociedad de la abundancia y del goce, liberada de la esclavitud del trabajo:
“Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista”, reclamaba Paul Lafargue en su ya mencionado libro “El derecho a la pereza” (1848).
No hay duda que también para hacer frente de manera justa y democrática al colapso climático es imprescindible transformar y repartir el trabajo, tal como lo proponen y demandan en la actualidad muchas organizaciones en el planeta, como, para mencionar apenas un ejemplo, Ecologistas en Acción (2020); planteamientos que se sintonizan con las discusiones expuestas anteriormente y que tienen ya una larga historia.
Esta tarea implica un esfuerzo de largo aliento y de profundas transformaciones, en el marco de transiciones múltiples, cuyas connotaciones adquirirán una creciente urgencia en tanto se profundicen las condiciones críticas desatadas nacional e internacionalmente, en lo social, ecológico y hasta económico.
Es preciso reconocer que en la actualidad se despliegan acciones transformadoras desde todos los ámbitos posibles. Cada vez se plantean nuevos y más concretos elementos de cómo generar esas transiciones que, por cierto, estarán ajustados a los respectivos territorios y momentos. Entre otros se pueden mencionar y recomendar las propuestas de Christian Felber (2012) sobre cómo intentar cambiar las empresas capitalistas hacia una economía del bien común. Urge también revisar el estilo de vida vigente de las elites y que sirve de -inalcanzable- marco orientador para la mayoría de la población.
En ese proceso de transiciones múltiples se tendrá que procesar, sobre bases de real equidad, la reducción del tiempo de trabajo y su redistribución[6], así como la redefinición colectiva de las necesidades en función de satisfactores ajustados a las disponibilidades de la economía y la Naturaleza. Más temprano que tarde, aún en los mismos países “subdesarrollados” (no se diga en los “desarrollados”), tendrá que priorizarse la suficiencia en tanto se busque lo que realmente se necesita, en vez de una siempre mayor eficiencia -desde una incontrolada competitividad y un desbocado consumismo- que terminará destruyendo a la Humanidad.
En este punto emerge también con fuerza la cuestión del consumo. Aunque pueda ser obvio, vale insistir en la toma de “conciencia respecto al tiempo que le dedicamos al consumo de bienes materiales a costa de los bienes relacionales y el tiempo que le dedicamos al ocio y al entretenimiento” (Schuldt 2013). Tema aún más complejo si se lo analiza desde los logros tecnológicos alcanzados, que no han provocado la ansiada liberación del trabajo alienante.
En síntesis, individuos y comunidades deberán “ejercitar su capacidad de vivir diferente” (todos y todas en dignidad, en armonía con la Naturaleza, NdA), como plantea el alemán Niko Paech; un economista suscitador de reflexiones transformadoras desde su práctica comprometida y coherente, que esboza el camino hacia “una economía del post-crecimiento” dando paso a la “liberación de lo superfluo” (Befreiung vom Überfluss, Paech 2012); con esta opción de cambio, creada desde abajo, a la postre individuos y comunidades presionarían a que los gobernantes las incluyan en sus políticas. En esta línea también caben las propuestas de Pierre Rabhi (2013), un agricultor, pensador y escritor francés de origen argelino, que invita a caminar hacia una sociedad de “la sobriedad feliz”.
Definitivamente, los países deben “aprender a vivir con lo nuestro, por los nuestros y para los nuestros”, como recomendaba el argentino Aldo Ferrer, reduciendo la nociva dependencia del mercado externo. Las palabras de John Maynard Keynes (1933) parecen haber inspirado años más tarde a Ferrer, pues el economista inglés simpatizaba más con una suerte de desarrollo nacional que uno sustentado en el enredo económico entre nacionanes.
En definitiva, la tarea es repensar el mundo del trabajo vinculándolo con otros mundos de los que nunca debió aislarse. Y en ese empeño toca repensar también el ocio, no para normarlo, sino para liberarlo; no para hacer de él un negocio, sino para desmercantilizarlo ampliando su potencial comunitario, creativo y lúdico, diversificándolo desde la enorme pluriversidad cultural del mundo.
Ya no se trata solo de defender la fuerza de trabajo y de recuperar el tiempo de trabajo excedente para los trabajadores, es decir de oponerse a la explotación de la fuerza de trabajo recuperando el derecho al ocio como un Derecho Humano. Tampoco es suficiente superar el consumismo alienante y destructor. En juego está, además, la defensa de la vida en contra de esquemas antropocéntricos de organización socioeconómica, destructores del planeta vía depredación y degradación ambientales. Tanto la explotación al ser humano como a la Naturaleza es inadmisible.
Lo anterior nos dice cuán urgente es superar el divorcio entre Naturaleza y Humanidad, así como el divorcio entre producción alienante y ocio emancipador. Tal cambio histórico es el mayor reto de la Humanidad si no quiere terminar sus días en medio de la barbarie, la locura y el suicidio colectivo.
El Buen vivir una utopia realizada y por realizar
Todo este texto huele a utopías, y de eso mismo se trata. Hay que escribir todos los borradores posibles de las utopías que sean necesarias para terminar cambiando este mundo tan cargado de violencias, desigualdades, así como de irracionalidades e injusticias, con pandemias diversas que no paran y que aumentarán si no hay un cambio de rumbo.[7] En suma, se trata de utopías que critican esta distópica realidad desde los buenos convivires. Utopías posibles que, al ser proyectos de vida solidaria y sustentable, deben ser alternativas colectivamente imaginadas, políticamente conquistadas y construidas, a ejecutarse con acciones democráticamente radicales, en todo momento y circunstancia. En la mira está superar la miseria de la modernización, tan miserable que ya nos está llevando a la Modernización de la miseria.
La tarea incluye dar paso a diversas prácticas alternativas y sobretodo alterativas, muchas existentes ahora en todo el planeta. Estas son, sobre todo, acciones orientadas por horizontes utópicos -en algunos casos se podría incluso de hablar de utopías realizadas- que propugnan una vida en armonía entre los seres humanos y de estos con la Naturaleza, que van prefigurando respuestas cada vez más potentes, que incluso trascienden las fronteras de muchos países.[8]
Las propuestas del Buen vivir provenientes del mundo originario andino-amazónico no son las únicas alternativas con capacidad alterativa. Hay muchas otras. La demanda histórica radica, entonces, en sumar múltiples propuestas de vida comunitaria, así como las que afloran desde una multiplicidad de luchas feministas, campesinas, ecologistas, entre otras. Hay inclusive una multiplicidad de puntos de encuentro con las acciones del movimiento “decrecentista” [9] surgido desde el Norte global, en estrecha sintonía con el post-extractivismo particularmente en el Sur global (Acosta y Brand 2017).
Para propiciar esta “gran transformación”, se cuenta con esas prácticas concretas, no con simples teorías. Inclusive existen diversas opciones de acción planteadas a nivel internacional.[10] Y en este esfuerzo múltiple hay mucho que aprender del Buen vivir, visto siempre en plural: buenos convivires.
En definitiva, hay que cuestionar el fallido intento de impulsar -como mandato global y como camino unilineal- el “progreso” en su deriva productivista y el “desarrollo” como dirección única, sobre todo su visión mecanicista de crecimiento económico. No se trata de reeditar los ejemplos supuestamente exitosos de los países “desarrollados”. Primero, eso no es posible. Segundo, no son realmente exitosos. Tercero, el mero intento nos está llevando a una hecatombe.
Un sistema socio-económico en transición hacia niveles sostenibles requiere, en definitiva, condiciones políticas pertinentes: una reforma tributario-ecológica; la consideración de límites máximos estrictos para consumir recursos naturales y para emisiones; cambios culturales, como reducir el consumismo y las desigualdades, reducir la edad laboral y el mismo tiempo de trabajo, fortalecer las capacidades y el capital social de las personas; transformaciones energéticas populares y democráticas, no corporativas; otras lógicas e instituciones financieras nacionales e internacionales; y, sobre todo desmontar las estructuras de dominación existentes en la economía global, que son las que sostienen la “sociedad de la externalización”, es decir los niveles de bienestar de pocos habitantes del planeta a costa de la pobreza de la gran mayoría y de la destrucción de la Tierra: “Tenerlo todo y querer aún más, preservar el propio bienestar a costa de denegárselo a otros: esta es la máxima de las sociedades desarrolladas, aunque se intente disimular en el ámbito público”. (Lessenich 2019)
Estas acciones, que apenas son un muestra muy reducida de lo que se podría hacer, deben conjugarse en procesos inspirados simultáneamente en la justicia ecológica y la justicia social, respetando y potenciando las diversidades. El problema de fondo surge cuando a ese nivel global y nacional no hay la conciencia suficiente para enfrentar los problemas, sea por la mediocridad o la complicidad con el sistema de sus dirigentes. Quedarse sumidos en la desesperación y la desesperanza no es la solución. La acción múltiple y combativa desde abajo no se puede hacer esperar.
La tarea no es fácil. Superar visiones dominantes y construir nuevas opciones de vida tomará tiempo. Habrá que hacerlo sobre la marcha, reaprendiendo, desaprendiendo y aprendiendo a aprender nuevamente, y todo esto simultáneamente. Estas acciones exigen una gran dosis de constancia, voluntad y humildad; y sobre todo mucha creatividad y cada vez más alegría. Una tarea que tendrá que proyectarse desde los barrial y comunitario[11] hacia lo global[12], pasando por lo nacional y regional; sin caer en las garras del Estado[13] y menos aún del mercado así como tampoco en las enormes trampas de la tecnología.
Todo lo anteriormente expuesto nos demanda superar visiones, derivadas de prácticas aparentemente indiscutibles, que se han enquistado en nuestras sociedades, sobre todo de la mano de la modernidad del capital, pues como escribia Lafargue en 1848:
“Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacro-santificado el trabajo”.
Esta comprensión plantea una tarea más en la gran transformación civilizatoria. El “ocio mercantil” tendrá que ser reemplazado por el “ocio emancipador”; el trabajo alienante deberá emanciparse de las relaciones de explotación; y, en la medida que trabajo y ocio estén bajo nuestro control, se evaporará la perversa distinción entre los dos. Eso nos demanda cambiar mientras construímos sociedades radicalmente distintas a las capitalistas, en donde ya no sea -tal como dejamos sentado anteriormente- “el tiempo de trabajo la medida de la riqueza, sino el tiempo libre” (Marx 1857-1858), sustentándolas en esquemas que aseguren la vida de digna de todos los seres humanos y no humanos, cabría anotar.
15 de septiembre del 2023
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Notas:
[1] Consultar a más de los textos del autor de estas líneas, entre otros, en Oviedo Freire 2010; Huanacuni Mamani 2010; Houtart 2011; Giraldo 2014; Esterman 2014; Gudynas 2014; Solón 2016. Se puede incorporar otras reflexiones que pueden sintonizarse con elementos del Buen Vivir provenientes de los aportes conviviales de Ivan Illich (2015), tanto como las lecturas de André Görz (2008), pensadores sucitadores de profundos procesos de reflexión transformadora desde Europa.
[2] Una conclusión que podríamos ampliar también a la Encíclica Laudato del Papa Franciso. La discusión que abrió esta Encíclica –marginada por los grandes medios de comunicación- ofrece aproximaciones muy interesantes, para muestra el texto de Wolfgang Sachs (2017).
[3] Las expresiones más conocidas del Buen Vivir o Vivir Bien, remiten a conceptos existentes en lenguas indígenas de América Latina, tradicionalmente marginados, pero no desparecidos: sumak kawsay o allí kawsay (en kichwa), suma qamaña (en aymara), ñande reko o tekó porã (en guaraní), pénker pujústin (shuar), shiir waras (ashuar) entre otras. Existen nociones similares en otros pueblos indígenas, por ejemplo: mapuches de Chile, kyme mogen; kunas de Panamá, balu wala; miskitus en Nicaragua, laman laka; así como otros conceptos afines en la tradición maya de Guatemala y en Chiapas de México.
[4] Inclusive el Papa Francisco (2015) destaca que “el antropocentrismo moderno, paradójicamente, ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad, porque este ser humano ni siente la Naturaleza como norma válida, ni menos aún como refugio viviente… En la modernidad hubo una gran desmesura antropocéntrica”.
[5] Aquí, de una gran cantidad de trabajos sobre la economía de los pueblos kechwas, se pueden consultar los textos de Pacari (2021), Guadinango (2012), de la Torre y Sandoval (2004). Para recuperar las enseñanzas del pueblo aymara los aportes de Huanacuni Mamani (2010).
[6] Véase las reflexiones de Karl-Georg Zinn (1998), Profesor de la Universidad Técnica de Aachen, que plantea generar empleo desde la redistribución del trabajo, por ejemplo.
[7] Las reflexiones sobre cómo construir otros mundos aprendiendo de lo que representa la pandemia del coronavirus llenan ya lista enteras de bibliografía. Sería inútil tratar de al menos recoger las más relevantes. Por su profundidad me permito recomendar el trabajo de Horacio Machado Aráoz: “Imaginando un (otro) mundo pospandemia Desafíos y posibilidades
desde la Ecología Política del Sur” (2020).
[8] La propuesta de dejar el crudo en el subsuelo en la Amazonía ecuatoriana: la Iniciativa Yasuní-ITT, fue y sigue siendo un gran ejemplo de acción global, surgida desde la sociedad civil de un pequeño país como es Ecuador (Acosta 2014). Propuesta que está a punto de hacer realidad luego del histórico triunfo en la consulta popular para dejar el crudo en el subsuelo, realizada el 20 de agosto del 2023.
[9] Federico Demaria, Francois Schneider, Filka Sekulova, Joan Martínez-Alier; “¿Qué es el decrecimiento? De un lema activista a un movimiento social, Revista Ecuador Debate 103, CAAP, Quito, 2018.
[10] Recuperar nuevos espacios estratégicos de acción es una tarea cada vez más urgente; por ejemplo, la gran transformación puede y debe darse en niveles globales a partir de propuestas surgidas desde abajo (Acosta, Cajas-Guijarro 2020).
[11] Consultar en Acosta 2019b
[12] Consultar en Acosta, Cajas-Guijarro 2020.
[13] Consultar en Acosta 2018a.