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Violencia de género en el sistema educativo chileno (IV Parte)

by Nahuel
mayo 19, 2025
in Voces del Sur
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Violencia de género en el sistema educativo chileno (IV Parte)
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Expresión estructural del patriarcado y mecanismo de reproducción del orden social capitalista

Por Nahuel

“Nadie educa a nadie, nadie se educa solo: nos educamos en comunión, mediatizados por el mundo”. Paulo Freire

La violencia de género en el sistema educativo chileno no constituye un fenómeno incidental ni aislado, sino una manifestación estructural del orden patriarcal que sustenta la institucionalidad educativa y que atraviesa sus prácticas cotidianas, discursos y lógicas organizativas. Esta violencia, naturalizada y persistente, responde a relaciones históricas de poder profundamente desiguales, reproduciendo de forma sistemática la subordinación de mujeres, niñas, disidencias sexuales y de género. Las instituciones escolares y universitarias, lejos de ser espacios neutros o protectores, funcionan como aparatos ideológicos del Estado que perpetúan la jerarquización social y de género, configurando subjetividades obedientes al orden heteronormado, binario y androcéntrico.

Manifestaciones de la violencia de género en el ámbito educativo: entre lo visible y lo estructural

La violencia de género se despliega en el campo educativo mediante un amplio abanico de prácticas, tanto explícitas como simbólicas, que se articulan en distintos niveles y actores:

  • Acoso sexual ejercido por docentes, directivos, asistentes de la educación o pares, enmarcado en relaciones jerárquicas de poder, que refuerzan la desigualdad y el sometimiento a la autoridad masculina.

  • Sexualización temprana y disciplinamiento de los cuerpos feminizados, mediante la imposición de códigos de vestimenta diferenciados, sanciones morales o regulaciones del comportamiento, que instauran el control patriarcal sobre la autonomía corporal desde la infancia.

  • Violencia simbólica y verbal, expresada en el uso de lenguaje sexista, chistes misóginos, comentarios que refuerzan la inferiorización intelectual o moral de las mujeres y disidencias, así como en interacciones pedagógicas que desvalorizan su participación.

  • Omisión e invisibilización en los contenidos curriculares del aporte histórico, científico y cultural de mujeres y diversidades, lo cual constituye una forma de violencia estructural que perpetúa el androcentrismo como paradigma epistemológico.

  • Exclusión y hostigamiento de estudiantes trans, no binaries y queer, especialmente en espacios institucionales binaristas como baños, listas de curso o actividades deportivas, donde se les niega el derecho a la identidad y a la pertenencia.

Revictimización institucional frente a denuncias de violencia, en las que las autoridades tienden a minimizar, encubrir o desacreditar los testimonios, reproduciendo una lógica de desprotección y normalización del daño.
Estas violencias no se limitan a las relaciones entre pares. Por el contrario, son frecuentemente ejercidas por adultos en posiciones de poder, lo que refuerza la asimetría generacional y genera condiciones de silenciamiento y temor, especialmente entre las y los estudiantes más jóvenes.

El encubrimiento institucional y el adultocentrismo como dispositivos de impunidad

Uno de los elementos más persistentes en la reproducción de la violencia de género en la educación chilena es la cultura del encubrimiento institucional, que se traduce en la protección sistemática de los agresores en nombre del “prestigio” o la “imagen” de la institución. Esta lógica defensiva, profundamente conservadora y autoritaria, responde a una racionalidad neoliberal y patriarcal que antepone el interés institucional por sobre el bienestar y la seguridad de las víctimas.

Entre sus expresiones más comunes se encuentran:

  • Procesos de denuncia largos, opacos, burocráticos e ineficientes, que desincentivan la participación de las víctimas y agotan sus recursos emocionales.

  • Amenazas abiertas o veladas contra quienes denuncian, bajo la forma de represalias académicas, aislamiento o desprestigio.

  • Culpabilización de las víctimas, a través de discursos que cuestionan su comportamiento, vestimenta o intenciones (“ella lo provocó”, “ella lo malinterpretó”), lo cual perpetúa la lógica patriarcal de la sospecha.

  • Tratamiento diferenciado de los agresores según su capital simbólico, donde el historial, la reputación o los años de servicio se utilizan como argumentos para relativizar o justificar los abusos (“era un buen profesor, no puede haber hecho eso”).

Este sistema de encubrimiento está profundamente cruzado por una lógica adultocéntrica que niega validez a los testimonios de niñas, adolescentes y jóvenes, desautorizando su palabra y subordinándola al juicio de los adultos. Así, la desconfianza institucional hacia las víctimas menores de edad no solo refuerza la impunidad, sino que reproduce un orden jerárquico en el que el poder adulto es incuestionable.

El Estado frente a la violencia de género: respuestas fragmentadas, tardías y sin voluntad transformadora

Las respuestas del Estado chileno ante la violencia de género en el ámbito educativo han sido parciales, desarticuladas y carentes de un enfoque transformador. Aunque se han impulsado normativas como la Ley 21.369, que obliga a las instituciones de educación superior a implementar protocolos contra el acoso y la violencia sexual, su alcance es limitado y su aplicación ha sido dispar, dependiendo de la voluntad de cada casa de estudios. La ley, además, excluye explícitamente a la educación básica y media, donde se producen múltiples y reiteradas situaciones de violencia, sin mecanismos de protección eficaces.

La ausencia de una política nacional de educación sexual integral con enfoque de género y derechos humanos constituye una deuda histórica del Estado chileno. A pesar de ser una demanda sostenida de los movimientos feministas y estudiantiles, el Ministerio de Educación ha optado por una postura ambigua, cediendo ante las presiones de sectores conservadores y religiosos, y limitándose a la elaboración de guías optativas, desactualizadas y sin obligatoriedad.

En los establecimientos particulares subvencionados y privados, la situación es aún más alarmante. La autonomía institucional y la influencia de ideologías religiosas ultraconservadoras obstaculizan cualquier intento serio de abordar la violencia de género, reforzando el control moral sobre los cuerpos y afectividades de las y los estudiantes y negando la posibilidad de construir una educación no sexista, inclusiva y liberadora.

El rol docente: entre la reproducción de la autoridad patriarcal y la construcción de una pedagogía emancipadora

El rol de las y los docentes en el contexto de la violencia de género dentro del sistema educativo chileno es profundamente contradictorio y políticamente situado. Las y los educadores ocupan una posición ambivalente: pueden actuar como agentes reproductores del orden patriarcal dominante o bien como sujetos transformadores que cuestionan y desestabilizan las estructuras de poder que sostienen la violencia de género. Esta tensión expresa, en última instancia, la disputa ideológica al interior del campo educativo entre una pedagogía conservadora, vertical y normativa, y una pedagogía crítica, feminista y emancipadora.

Por una parte, numerosas prácticas docentes refuerzan relaciones jerárquicas y autoritarias, en las que el saber se presenta como un bien exclusivo del profesorado, consolidando una figura de autoridad incuestionable. Esta lógica es particularmente aguda en el ámbito universitario, donde la distancia entre el cuerpo docente y el estudiantado se legitima como parte del “rigor académico”. En este escenario, el conocimiento se convierte en una herramienta de poder que silencia, subordina y, en muchos casos, facilita prácticas de abuso de poder, acoso y violencia simbólica o sexual. La verticalidad no solo genera relaciones pedagógicas distantes, sino que favorece contextos de impunidad, donde las víctimas —mayoritariamente mujeres y disidencias— enfrentan obstáculos estructurales para denunciar o incluso reconocer las violencias vividas.

Sin embargo, esta no es la única posibilidad. El ejercicio docente también puede constituirse como un espacio político de intervención transformadora y resistencia feminista. Desde una pedagogía con perspectiva de género, es posible disputar los sentidos dominantes que sustentan el patriarcado escolar y habilitar otras formas de relación educativa basadas en el reconocimiento, la horizontalidad y la justicia social. Un enfoque pedagógico feminista, crítico e interseccional permite:

  • Identificar signos de violencia en estudiantes, tales como cambios en la conducta, retraimiento, disminución en la participación o expresiones indirectas de malestar, que muchas veces son ignoradas o patologizadas por las instituciones.

  • Acompañar procesos de denuncia y reparación, desde una ética del cuidado, la escucha activa y el respeto por la autonomía de las víctimas, promoviendo un entorno seguro y libre de represalias.

  • Reconfigurar las relaciones pedagógicas tradicionales, problematizando la noción de autoridad como dominación y promoviendo vínculos horizontales, afectivos y empáticos en el aula, donde la palabra del estudiantado sea escuchada y legitimada.

  • Transformar el currículum y la práctica educativa, integrando autoras, experiencias y saberes feministas, antirracistas, disidentes y populares, que han sido históricamente excluidos del canon académico. Esta tarea implica una crítica radical al currículo hegemónico y una reapropiación del conocimiento como herramienta de liberación.

A pesar de este potencial transformador, la formación docente en género, diversidad sexual y derechos humanos es, en la mayoría de los casos, marginal, fragmentaria o inexistente. Las carreras de pedagogía, tanto en su formación inicial como en los programas de formación continua, tienden a omitir de manera sistemática estos contenidos, reproduciendo una idea tecnocrática de la educación centrada en la gestión, la eficiencia y los resultados estandarizados. Esta omisión no es accidental: responde a una lógica neoliberal que despolitiza el acto educativo y neutraliza la capacidad crítica del profesorado.

Así, la carencia de herramientas teóricas, éticas y pedagógicas para enfrentar la violencia de género no solo desprotege al estudiantado, sino que convierte a muchos docentes en agentes involuntarios (o, en algunos casos, conscientes) de su reproducción. En el peor de los casos, legitiman discursos discriminatorios, naturalizan estereotipos y desestiman las denuncias, reforzando la cultura de la impunidad. En este sentido, repolitizar la formación docente desde una perspectiva feminista y decolonial se vuelve una urgencia histórica si se pretende construir una educación verdaderamente democrática, inclusiva y emancipadora.

Masculinidades en disputa: hacia la construcción de espacios críticos para varones en contextos educativos

La erradicación de la violencia de género no puede recaer exclusivamente en las víctimas o en los sectores históricamente marginados por el patriarcado. Resulta urgente interpelar a los varones como sujetos activos y responsables en la reproducción de esta violencia, pero también como agentes con capacidad de transformación. En este marco, los espacios de reflexión crítica entre varones, orientados desde una perspectiva de nuevas masculinidades o masculinidades disidentes, constituyen una herramienta política fundamental para desmontar la cultura patriarcal al interior de las instituciones educativas.

En contextos escolares y universitarios, los varones han sido históricamente socializados en prácticas de dominación, control emocional, negación de la vulnerabilidad y ejercicio del poder como forma de validación subjetiva. Estas formas de ser y estar en el mundo, lejos de ser naturales, son construidas y reforzadas por el sistema patriarcal, que produce una subjetividad masculina hegemónica funcional a la violencia. Por tanto, la transformación de estas formas requiere espacios seguros, pero también desafiantes, don de los varones puedan interrogar críticamente su lugar en la estructura de género, confrontar sus privilegios y romper el pacto de silencio que históricamente ha garantizado su impunidad.

La creación de espacios no mixtos para varones, guiados por facilitadores con formación feminista, puede ser un dispositivo pedagógico clave para:

  • Cuestionar los mandatos tradicionales de la masculinidad, como la autosuficiencia, el desprecio por lo emocional, la competencia violenta, la heterosexualidad obligatoria y el control del cuerpo de otres.

  • Reconocer y desnaturalizar las prácticas cotidianas de violencia simbólica, verbal, psicológica o física, que muchas veces son legitimadas bajo la lógica de la “normalidad masculina”.

  • Fomentar la autocrítica sin caer en la culpabilización paralizante, entendiendo que el objetivo no es moralizar a los varones, sino promover su responsabilidad ética y política en la construcción de relaciones igualitarias y libres de violencia.

  • Desarticular el pacto patriarcal, visibilizando las redes de encubrimiento, complicidad y silencio entre varones que sostienen la impunidad en casos de acoso, abuso o discriminación.

  • Fortalecer una práctica pedagógica corresponsable, en la que los varones docentes, estudiantes y funcionarios se comprometan activamente en la prevención, denuncia y reparación de la violencia de género.

No obstante, estos espacios deben cuidarse de caer en lógicas individualistas o terapéuticas despolitizadas. Su propósito no es meramente introspectivo ni de “reconciliación emocional”, sino profundamente político y estructural: se trata de construir una masculinidad crítica, consciente de sus privilegios, anticapitalista, antipatriarcal, antirracista y comprometida con la justicia de género. En este sentido, dichos espacios no deben competir con los espacios feministas, ni ocupar el centro del debate, sino posicionarse como un ejercicio de corresponsabilidad y de desmantelamiento activo del poder masculino.

Además, el fomento de estos espacios debe estar articulado con políticas institucionales más amplias: formación obligatoria en género para todos los actores del sistema educativo, protocolos claros de prevención y sanción de la violencia, y transformación curricular desde una perspectiva crítica de las masculinidades.

En suma, promover espacios de varones desde una perspectiva de nuevas masculinidades no es un gesto simbólico, sino una estrategia concreta para avanzar hacia una transformación cultural radical del sistema educativo, que deje atrás el modelo patriarcal de formación y permita imaginar colectivamente un futuro sin violencias.

La irrupción del feminismo estudiantil: organización, denuncia y transformación ante la violencia patriarcal en la educación

El ciclo de movilizaciones feministas que emergió con fuerza en 2018 —con tomas, paros y asambleas en decenas de universidades chilenas— constituyó un punto de inflexión histórico. Lo que comenzó como la denuncia de casos específicos de acoso sexual, pronto se convirtió en una crítica transversal al patriarcado universitario: el modelo jerárquico de las aulas, la impunidad de profesores abusadores, la ausencia de educación sexual integral, la invisibilización de autoras en los programas de estudio y la exclusión sistemática de las disidencias sexo-genéricas.

Las tomas feministas no fueron solo ocupaciones físicas de los espacios universitarios, sino procesos de reapropiación política de esos lugares. En ellas se gestaron formas nuevas de convivencia, discusión y producción de saber: asambleas horizontales, talleres de autodefensa, comisiones de autocuidado, círculos de lectura feminista, y redes de contención frente a las violencias. Esta dimensión pedagógica de la revuelta feminista es clave: las estudiantes no solo exigieron cambios, sino que comenzaron a construir alternativas concretas desde abajo.

De la autogestión al reconocimiento institucional: logros y tensiones

Como resultado de estas movilizaciones, muchas universidades y centros educativos se vieron forzados a modificar su forma de abordar la violencia de género. Se elaboraron protocolos contra el acoso, se crearon direcciones o unidades de género, se realizaron jornadas de formación y se instalaron comités triestamentales. En algunos casos, estas iniciativas contaron con la participación directa de estudiantes feministas, quienes exigieron procesos con enfoque interseccional, reparador y no revictimizante.

Sin embargo, este tránsito desde la autogestión a la institucionalización no ha estado exento de tensiones. Por un lado, ha implicado avances significativos en la visibilización y atención de las violencias. Pero por otro, ha generado procesos de cooptación, burocratización o despolitización de las demandas feministas. La implementación de protocolos sin presupuesto, la precarización de los equipos de género, o el uso propagandístico de estas políticas por parte de las autoridades, revelan los límites del enfoque institucional si no se sostiene una vigilancia crítica y autónoma desde los movimientos estudiantiles.

Un feminismo popular, interseccional y en resistencia

Lejos de agotarse, el feminismo estudiantil trató de articularse con otras luchas, como el movimiento secundario, las luchas por el derecho a la educación, el antirracismo, la defensa de la salud mental, la lucha trans y la crítica al neoliberalismo académico. Esta articulación había empezado a posicionarse como un feminismo interseccional y popular, que denunciaba  tanto las violencias patriarcales como las desigualdades de clase, raza, origen y sexualidad que estructuran el sistema educativo.

Sin embargo, estos esfuerzos decayeron luego de la masiva marcha del 8M de 2020, y el desafío por sostener estos espacios de organización autónoma, se atomizaron con la pandemia y la potencia política de las tomas feministas de 2018 mutaron a hitos centrados en protocolizar todo y llevarlo al cascarón vacío del discurso oportunista de las nuevas autoridades progres que accedieron al gobierno. La lucha contra la violencia de género en la educación no se resuelve con protocolos vacíos, sino con una transformación profunda de las relaciones sociales, del saber pedagógico y de las formas de habitar colectivamente la escuela y la universidad.

De la revuelta a la inercia institucional: crítica al vaciamiento del feminismo universitario y el simulacro de las políticas de género

El ciclo feminista de 2018 marcó un punto de inflexión en el mundo universitario chileno. Las tomas lideradas por estudiantes —principalmente mujeres, lesbianas, trans y no binaries— visibilizaron con fuerza la violencia patriarcal sistemática que permeaba (y permea) las instituciones de educación superior. La revuelta feminista no solo denunció el acoso sexual, la impunidad profesoral y la complicidad institucional; también instaló una praxis política profundamente transformadora, centrada en la organización autónoma, el apoyo mutuo y la democratización de los espacios educativos.

Sin embargo, a seis años de ese hito, muchas de las conquistas simbólicas de 2018 han sido absorbidas y neutralizadas por una institucionalidad que aprendió a hablar en el lenguaje del feminismo, pero no a desmontar sus lógicas patriarcales. La creación de Direcciones de Género, Comités de Equidad o Unidades de Diversidad ha servido más como coartada institucional que como herramientas efectivas para prevenir, erradicar o reparar la violencia. Lo que debía ser un avance se ha transformado, en muchos casos, en un simulacro tecnocrático del cambio.

La feminización de la burocracia y el vaciamiento de la política

Uno de los procesos más alarmantes ha sido la burocratización del feminismo universitario. Las Direcciones de Género —pensadas inicialmente como espacios de acción preventiva, formativa y transformadora— han terminado convertidas en oficinas burocráticas, con atribuciones mínimas, escasos recursos y personal precarizado. En lugar de responder con celeridad y compromiso ético a las denuncias, estas direcciones operan bajo lógicas administrativas que prolongan los tiempos, revictimizan a quienes denuncian y protegen el prestigio institucional por sobre el bienestar de las comunidades estudiantiles.

Lo grave no es solo la ineficacia, sino el vaciamiento político de lo que fue una lucha colectiva. El feminismo radical que cuestionaba las bases patriarcales del saber, la jerarquía profesoral, la violencia epistémica y la verticalidad institucional, ha sido reemplazado en muchos espacios por un feminismo institucional de superficie, domesticado, que se limita a aplicar protocolos, emitir comunicados y organizar jornadas simbólicas una vez al año. Las estructuras no han cambiado; solo se han maquillado con lenguaje de género.

Universidad de Concepción: la revuelta que reaparece

Lo ocurrido en 2024 y ahora en 2025 en la carrera de Historia y Geografía de la Universidad de Concepción da cuenta del fracaso estructural de este modelo. Ante denuncias de acoso, violencia y encubrimiento, fueron nuevamente las estudiantes organizadas quienes han levantado tomas, paros, vocerías feministas y asambleas, en cerca de 70 carreras,  denunciando no solo los hechos específicos, sino el funcionamiento general de la universidad como una maquinaria de silenciamiento.

La inacción de las autoridades, la lentitud de las investigaciones, el ninguneo a las víctimas, y la ausencia de mecanismos de acompañamiento y reparación efectivos, son síntomas de una universidad que optó por la gestión superficial del conflicto antes que por la transformación profunda de sus estructuras patriarcales.

Es especialmente grave que estas denuncias se hayan dado en una carrera ligada a la formación docente, en la que se reproduce una lógica de poder autoritaria, adultocéntrica y sexista. La academia, lejos de ser un espacio seguro para las estudiantes, sigue siendo un campo de batalla, donde quienes se atreven a denunciar enfrentan la represión policial, aislamiento y desgaste emocional profundo.

La urgencia de una nueva politización feminista desde abajo

Frente a este escenario, resulta imprescindible recuperar la potencia política del feminismo estudiantil desde una autonomía radical. No basta con exigir que las instituciones funcionen mejor: hay que cuestionarlas en su raíz. La universidad chilena —como expresión del capitalismo académico y del patriarcado ilustrado— no está diseñada para ser feminista. Por eso, toda transformación real solo podrá venir de la organización desde abajo, desde los cuerpos y voces históricamente silenciadas, desde las alianzas interseccionales que vinculen el feminismo con el antirracismo, el anticapacitismo, la disidencia sexual y la lucha contra la mercantilización del saber.

Los paros y tomas actuales en la Universidad de Concepción no son una anécdota local: son una reactivación del conflicto, una advertencia política. La memoria del 2018 no puede ser reducida a efeméride; debe ser reactualizada como horizonte de lucha. Si el feminismo institucional se volvió una parodia de sí mismo, entonces la respuesta debe venir desde los márgenes: desde las y los estudiantes que se organizan sin permiso, desde las y los docentes críticas que debieran romper el silencio cómplice, desde quienes entienden que el aula también es un espacio de disputa política.

Educación Sexual Integral como horizonte transformador: desafíos y urgencias frente a la reproducción estructural de la violencia de género

La persistencia de la violencia de género en el sistema educativo chileno no es únicamente resultado de omisiones o malas prácticas individuales, sino de una estructura formativa que, en su diseño mismo, reproduce jerarquías patriarcales, mandatos de género normativos y formas naturalizadas de discriminación. Ante este escenario, una de las propuestas más consistentes, profundas y transformadoras ha sido —y sigue siendo— la implementación de una Educación Sexual Integral (ESI) con enfoque de género, derechos humanos e interseccionalidad. Esta no solo constituye una herramienta pedagógica, sino también una apuesta política, ética y cultural por una escuela que enseñe a habitar el mundo desde la dignidad, la autonomía y el respeto mutuo.

A diferencia de las aproximaciones restringidas y biologicistas a la sexualidad —aún dominantes en muchas aulas chilenas—, la ESI propone una comprensión compleja de los cuerpos, los afectos y los vínculos, integrando dimensiones como el consentimiento, el placer, la diversidad sexo-genérica, la prevención de las violencias, los derechos sexuales y reproductivos, y la crítica a las normativas heteropatriarcales que han estructurado históricamente la vida escolar. Su horizonte no es la mera “información” sobre lo sexual, sino la formación ética, política y emocional de sujetos libres, críticos y capaces de transformar las relaciones sociales desde la igualdad sustantiva.

Numerosas investigadoras feministas y educadoras críticas, han insistido en la urgencia de implementar una ESI que trascienda el enfoque médico-reproductivo y se convierta en una política educativa transversal y obligatoria. No obstante, esta propuesta ha sido sistemáticamente postergada y boicoteada por los  gobiernos neoliberales hasta el día de hoy que, amparados en una falsa “neutralidad valórica”, han cedido ante los sectores conservadores que ven en la ESI una amenaza a sus proyectos morales y religiosos. Esta neutralidad, sin embargo, no es tal: en la práctica, constituye una política activa de perpetuación de las desigualdades de género y la ignorancia estructural, especialmente en las infancias y juventudes más precarizadas.

En este contexto, la ausencia de una ESI efectiva se convierte en un factor estructural que facilita y legitima la violencia de género. Lo que no se nombra, no existe; lo que no se enseña, se aprende por otras vías, muchas veces desde el machismo, la pornografía, la cultura de la violación o los discursos religiosos dogmáticos. Sin una formación sexual integral y crítica, el sistema educativo continúa operando como reproductor de un “currículum oculto” que normaliza la desigualdad de género, censura los disensos y silencia las vivencias no normativas.

Además, la implementación efectiva de una ESI implica disputar el sentido mismo de la educación. Se trata de repolitizar el aula, entenderla como espacio de disputa cultural y no como simple escenario de transmisión de contenidos. Esto exige formar a las y los docentes no solo en contenidos específicos, sino también en marcos éticos y epistémicos que permitan desarmar las violencias cotidianas naturalizadas y construir pedagogías afectivas, emancipadoras y disidentes.

En países donde la ESI ha sido implementada con políticas públicas robustas —como Argentina o Uruguay—, se ha evidenciado un descenso en los índices de violencia y embarazos no deseados en adolescentes, así como un aumento en la conciencia crítica y el respeto por la diversidad. Chile, sin embargo, sigue rezagado, atrapado en un falso dilema entre lo “técnico” y lo “valórico”, y bajo la presión de sectores ultraconservadores que instrumentalizan la educación como campo de batalla ideológica.

Frente a este escenario, la lucha por la ESI debe ser comprendida como parte de la lucha más amplia por la democratización de la educación, por una escuela que deje de ser espacio de reproducción de violencias y se convierta en territorio fértil para el cuestionamiento del poder, la afirmación de los derechos y la creación colectiva de otros modos de vivir.

A modo de reafirmación podríamos plantear que sin Educación Sexual Integral con enfoque de género, transversal, obligatoria y crítica, no habrá erradicación posible de la violencia de género en el sistema educativo. La ESI no es un complemento, ni una “opcionalidad” dentro del currículo: es una condición política y pedagógica para una educación verdaderamente transformadora y emancipadora.

Su implementación no puede seguir dependiendo del azar institucional, de la voluntad de sostenedores o de la sensibilidad de los equipos directivos. La ESI debe convertirse en un derecho garantizado por la lucha de los pueblos, y una exigencia irrenunciable de las comunidades educativas organizadas. Solo así será posible quebrar el pacto de silencio que ha protegido históricamente la violencia de género, por ende, al capitalismo- patriarcal- colonial, y abrir paso a un nuevo horizonte educativo, donde cada cuerpo, deseo e identidad tenga lugar, dignidad y palabra.

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