Ben Burgis y Kuba Wrszesniewski
Traducción: Natalia López
¿Cuán malo podría ser un segundo mandato de Donald Trump? Eso depende de la seriedad con la que sustituya a los burócratas de carrera que dotan de personal al Estado actual por gente propia dispuesta a llevar a cabo sus políticas más demenciales.
Durante el reciente debate presidencial, Kamala Harris volvió a describir el Proyecto 2025 de la Fundación Heritage como el plan de Donald Trump para un segundo mandato. El propio Trump ha barrido repetidamente al think tank y su plan bajo de la alfombra, a pesar de que muchas de las personas que trabajaron en él desempeñaron funciones en su primera administración. Ha afirmado que no lo leyó, lo cual es bastante plausible. Es difícil imaginar a Donald Trump leyendo un documento de 920 páginas de cualquier tipo. Si aplicará o no las propuestas que contiene es una cuestión completamente diferente.
Cada cuatro años, Heritage elabora una lista de deseos maximalistas de la derecha sobre lo que le gustaría de cada futura administración republicana. En ese sentido, este programa en particular no tiene nada de especial. En realidad, las advertencias liberales sobre el Proyecto 2025 son un sustituto de un conjunto mucho más amplio de ansiedades sobre lo malo que podría ser un segundo mandato de Trump.
En 2016, muchos progresistas creían que Trump representaba una amenaza «fascista» inminente para la existencia misma de la democracia estadounidense. Su primer mandato pareció revelar que este discurso era histeria infundada. Hizo muchas de las cosas que haría cualquier republicano, como recortar impuestos a los ricos, debilitar las protecciones medioambientales y nombrar antisindicalistas para la Junta Nacional de Relaciones Laborales y jueces antiabortistas para el Tribunal Supremo. Todo esto es bastante malo, por supuesto, pero la prometida distopía trumpista nunca llegó. Su fracaso a la hora de cumplir su promesa de 2016 de «construir el muro» es emblemático en este sentido. Su administración reforzó o sustituyó barreras en algunos tramos de la frontera, pero menos de ochenta kilómetros recibieron barreras completamente nuevas.
¿Significa esto que la distopía trumpista nunca llegará? Demos por hecho que un Estado policial clásico en el que todos los partidos de la oposición y los sindicatos están prohibidos (es decir, fascismo real) está fuera de la mesa, y que las analogías con la historia alemana e italiana no arrojan mucha luz sobre estas cuestiones. No obstante, Trump puede hacer que el Estado estadounidense sea mucho más autoritario de lo que ya es.
¿Primero la farsa, luego la pesadilla?
Los logros políticos de Trump cuando ocupó el cargo por primera vez parecen los de un republicano relativamente normal. En las ocasiones en las que intentó ir más allá de la zona de confort del establishment, no consiguió mucha tracción.
Una explicación de ello es que Trump nunca tuvo la intención de ir mucho más allá de esta línea de base, a pesar de que su verborragia durante la campaña sugiere lo contrario. Para evaluar con seriedad el potencial de un segundo mandato de Trump mucho más distópico, sin embargo, tenemos que entender la hipótesis que ha adoptado el propio Trump y muchos de sus aliados y partidarios: que sus intentos de avanzar más allá fueron sistemáticamente bloqueados por el «Estado profundo» [deep state] (a veces «Estado administrativo») de los burócratas de carrera en Washington, especialmente los del Estado de Seguridad Nacional.
No se trata solo de echar la culpa a otros. Hay una solución estándar propuesta para este problema en el campo trumpista, y en este punto el Proyecto 2025 y los propios pronunciamientos incoherentes del candidato (y los más coherentes y directos de J. D. Vance) están en perfecta armonía. Esta vez —todos están de acuerdo— el Estado profundo necesita ser purgado a conciencia. Una vez que esté poblado por gente leal a Trump, podrá empezar la verdadera diversión.
Trump contra el Estado profundo
Trump hace afirmaciones extravagantes de su tiempo en el Despacho Oval. La mejor economía de la historia, el temor y el respeto de las potencias extranjeras, la renovación de Estados Unidos en todas las dimensiones y, por supuesto, la mayor audiencia en la toma de posesión de la historia de Estados Unidos. Pero esta fanfarronería va acompañada de un sentimiento de agravio aún más profundo. Entre los conservadores trumpistas existe la creencia generalizada y no infundada de que el ejercicio del poder de su presidente fue deliberadamente frustrado por personal del Gobierno, tanto de alto como de bajo rango.
Los miembros del gabinete manipularon a Trump, alejándolo de sus prioridades manifiestas y orientándolo hacia políticas de su preferencia, llegando en ocasiones a negarse a cumplir órdenes directas. El FBI, el Departamento de Justicia y las investigaciones y enjuiciamientos a nivel estatal comenzaron antes de que Trump jurara su cargo, y culminaron con dos procesos de destitución, penas de cárcel para varias personas de su confianza y daños económicos e incluso condenas por delitos graves para el propio Trump una vez que dejó el cargo.
Todos estos resultados fueron generados por el debido proceso, y es casi seguro que Trump sea culpable de gran parte de lo que se le acusa. Aun así, él y sus seguidores pueden quejarse plausiblemente de un trato diferenciado. Otros presidentes lo han hecho igual o peor de mal y han escapado a cualquier consecuencia real. Si ponemos todo esto junto tenemos la narrativa sobre la obstrucción y la persecución que resuena poderosamente en la base de Trump, lo que ayuda a explicar una de las cosas más genuinamente extrañas de una campaña que ha tenido que lidiar con varias de ellas.
Uno de los pocos puntos unificadores de la vida estadounidense es la admiración —cuidadosamente avivada, deliberadamente fomentada— por el Ejército y las agencias de seguridad nacional. El 61% de los encuestados en el último sondeo de Gallup les otorgaron «mucha» o «bastante» confianza (solo las «pequeñas empresas», con un 68%, superaban esta cifra). En una encuesta similar, que desglosaba la confianza en los organismos gubernamentales, los estadounidenses otorgaron al Departamento de Defensa un 53% de buena o excelente calificación, mientras que el FBI y la CIA empataron con un 46%, cifras saludables a la luz de la falta general de confianza pública en las principales instituciones.
Esa confianza en el Estado de Seguridad Nacional se ve alimentada y reflejada en los medios de comunicación que consumen los estadounidenses. Pensemos en las interminables franquicias multimedia de «Jack» (Ryan y Reacher por igual). Los veteranos son venerados en todos los medios de comunicación, y los actuales y antiguos funcionarios de inteligencia son considerados regularmente fuentes de perspicacia y orientación política; consideremos la repetida invocación de Joe Biden a la carta abierta de la comunidad de inteligencia denunciando a Trump. Incluso después del cuestionable momento en que anunció la investigación sobre Hillary Clinton, el exdirector del FBI James Comey siguió siendo respetado públicamente, incluso por los empleados demócratas cuyas carreras hundió.
A la luz de todo esto, la abierta hostilidad de Trump y su movimiento hacia muchas de estas agencias es notable. También tiene mucho sentido dadas las secuelas de su primer mandato, y teniendo en cuenta algunos de los planes aterradoramente ambiciosos que ha anunciado para su segundo turno (sobre todo lo que, en la plataforma 2024 del GOP, llama a gritos «EL PROGRAMA DE DEPORTACIÓN MÁS GRANDE DE LA HISTORIA AMERICANA»). Cualquier intento serio de llevar a cabo un programa de este tipo requeriría una amplia operación de gestión de datos, el rastreo de residentes indocumentados y la localización, detención, procesamiento y deportación de las personas seleccionadas, todo esto superando cualquier resistencia, especialmente por parte de las ciudades, condados y Estados.
Del mismo modo, la plataforma republicana promociona planes para militarizar la frontera con México, endurecer las restricciones a los visitantes extranjeros (es decir, la «prohibición musulmana», que Trump quiere traer de vuelta y «ampliar») y aumentar la aplicación de la ley federal. Además, declara querer imponer la vigilancia ideológica en colegios y universidades. Finalmente, hay una tabla en esa plataforma que llama —de nuevo en mayúsculas— a «DEPORTAR A LOS RADICALES PRO-HAMAS Y HACER NUESTROS CAMPUS UNIVERSITARIOS SEGUROS Y PATRIÓTICOS DE NUEVO».
Una de las razones por las que el primer mandato de Trump nunca llegó a materializar plenamente el paisaje infernal distópico predicho por sus críticos liberales fue la falta de un brazo coercitivo motivado y capaz. Los funcionarios reticentes de nivel medio y alto, aculturados al estilo de gobierno relativamente más moderado de Barack Obama o George Bush y ansiosos por su futuro luego de Trump, retrasaron efectivamente la aplicación de las políticas más resonantes. Buscaron largas revisiones legales y discutieron sobre los límites de su autoridad. Sus actitudes fueron compartidas por los abogados del gobierno que llevaron a cabo esas revisiones. Los secretarios del gabinete y los jefes de agencia nombrados políticamente podían ser (y eran) destituidos, aunque sus sustitutos rara vez eran capaces y estaban motivados, pero los funcionarios de carrera disfrutaban de la protección de un sistema de personal dotado de colegas y demasiado opaco para que los relativamente escasos cuadros de Trump pudieran navegar por él.
No es de extrañar entonces que la plataforma oficial, que suena más que un poco como un conciso Proyecto 2025 en este punto, incluya planes para «hacer rendir cuentas a aquellos que han abusado del poder del Gobierno para perseguir injustamente a sus oponentes políticos», proponiendo «erradicar a los malhechores y despedir a los empleados corruptos». Más allá de las motivaciones de venganza y lealtad, existe una necesidad sustantiva de un considerable aparato federal de seguridad y aplicación de la ley, sin escrúpulos morales o legales, para llevar a cabo las promesas draconianas de la plataforma.
Los dos roces de Trump con el asesinato solo refuerzan el deseo de asegurarse de que el Estado de Seguridad Nacional ha sido purgado de cualquier sospechoso de deslealtad. El aparente intento del pasado domingo estuvo al nivel de los numerosos atentados contra la vida de Barack Obama hace una década, pero el de julio fue mucho más dramático. Trump estuvo literalmente a unos centímetros de perder la vida, y el incidente subraya el hecho de que los mismos servicios de seguridad a los que Trump ha acusado de tramar su caída son también responsables de su protección.
El hecho de que un asesino fuera capaz de reconocer el lugar del mitin, calcular la distancia hasta el estrado de Trump, colocarse en posición de disparo en un tejado no protegido y efectuar el disparo que rozó la oreja del candidato presidencial, ciertamente plantea interrogantes. La incompetencia puede ser una respuesta más probable a esas preguntas que la conspiración, pero el propio Trump puede inclinarse en sentido contrario. Y esto podría agravar su deseo preexistente de limpiar la casa.
Si a esto le sumamos sus frustraciones por la obstrucción durante su primer mandato, desde el Departamento de Defensa y sus generales supuestamente «despiertos» que ralentizaron el despliegue en la frontera con México, la enérgica persecución del Departamento de Justicia de casos en su contra, o la lista de antiguos jefes de agencia que lo calificaron públicamente de no apto para gobernar, una reforma radical del Estado de Seguridad Nacional podría parecer una necesidad urgente para su programa político e incluso para su supervivencia personal. Y una versión vengativa de Trump manejando un Estado mucho más flexible ideológicamente podría ser muy peligrosa.
¿Significa todo esto que las predicciones más sombrías sobre una segunda administración Trump serán correctas? No necesariamente, pero esta vez hay un plan. Así que no es posible descartar todavía que aquella distopía trumpista esta vez sí se cumpla.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/trump-quiere-purgar-el-estado-para-militarizarlo/