ANDRÉS PIQUERAS, PROFESOR de la UNIVERSIDAD JAUME I
Los aldabonazos del movimiento comunista durante el siglo XX (1917, 1949, 1954, 1959, 1979…), lejos de haber supuesto meros interludios de ida y vuelta al capitalismo, podrían verse hoy, con la ventaja de la perspectiva histórica, de bien diferente manera, como los primeros destellos de una era post-capitalista, socialista.
Cuando un orden económico, como el capitalista, ha impuesto un mecanismo “automático” de funcionamiento, la dictadura del valor-plusvalor o de la tasa de ganancia, y por tanto la subsunción real del conjunto de la población a su dinámica, se puede permitir cierta apertura sociopolítica (limitada a su esfera de la circulación, eso sí), como “sociedad abierta”, dado que los principios de vida en torno al mecanismo autonomizado del valor se mantendrán intocados, y por tanto su Política metabólica (la Política en grande, la verdaderamente importante) prevalecerá sobre cualquiera de las formas políticas que adquieran sus instancias de mando social, así como por encima de las distintas expresiones que alcancen los conflictos en su seno.
A partir de ahí, el mayor o menor grado de tiranía explícita o, por contra, de apertura democrática que disimule la dictadura de la tasa de ganancia del capitalismo, está asociado principalmente a tres factores capitales, vinculados a su vez entre sí:
- la menor o mayor consecución de una masa de ganancia –a través de una “saludable” dinámica del valor–
- la capacidad de reemplazo de la fuerza de trabajo (mayor o menor ejército laboral de reserva)
- la fortaleza organizativa de la fuerza de trabajo.
En la fase histórica de acelerado crecimiento en las formaciones sociales de capitalismo primigenio o avanzado, gran parte de las formas de la Política (tocantes a la explotación, opresión, marginación y subordinación) han podido pasar más desapercibidas porque previamente el vigoroso metabolismo del valor-capital ha fabricado sus individuos, al quedar subsumidos realmente a él y dependiendo del mismo sus condiciones de existencia, sus vidas enteras [A veces nos olvidamos de hacernos preguntas básicas del tipo de ¿cómo se pasa de la resistencia a la expropiación del tiempo de vida, al deseo afirmativo de vender voluntariamente el tiempo de vida por dinero?, o dicho con Marx, ¿cómo los trabajadores transforman el tiempo de su vida en tiempo de trabajo para otros? (…)
Sabemos bien que esta inversión característicamente moderna ha requerido siglos de civilización, modelación de conciencias, colonización, movimientos masivos de población para su concentración en núcleos industriales-urbanos, leyes de pobres y retención forzada de la fuerza de trabajo, guerras e imperialismo, entre otros muchos procesos violentos]. Pero aun así, siempre que la dinámica del valor desfallece y la tasa de ganancia se resiente, la política institucional, explícita, de las personificaciones del capital (la clase capitalista y sus agentes), vuelve a hacer acto de presencia con toda su contundencia.
Muchos análisis han tratado la violencia capitalista como una expresión de su inmadurez, propia en exclusiva de las primeras fases de la expansión del capitalismo, para dejar paso después exclusivamente también a una “coacción sorda” de las relaciones sociales de producción.
Con ser cierta esta última, como metáfora del dominio abstracto del valor y su expresión en la mercancía, y como base del constreñimiento estructural capitalista, necesita en todo momento ser “ayudada”, como decimos, por las personificaciones del capital y su poder de clase. Y es evidente, en relación con ello, que ningún proceso inicial de desarrollo masivo de las fuerzas productivas, ningún proceso de arranque de la industrialización-modernización, se ha dado de forma democrática, ni siquiera en sus expresiones más superficiales.
Así, los albores industriales europeos que costaron la vida y unas condiciones infrahumanas a la población de la Europa atlántica durante al menos dos siglos. Así, los procesos de industrialización intermedia y tardía del resto de Europa occidental y Japón, que se vieron acompañados de una prolongación duradera del autoritarismo o cerrazón de la gobernanza, desembocando a medio plazo incluso en fascismos. Son especialmente llamativos los casos de Alemania e Italia (además de Japón), y más tarde aún los de España, Portugal y Grecia, con sus dictaduras militares.
Así también ocurrió en EE.UU., con un tiempo de industrialización intermedio llevado a cabo a través de un drástico disciplinamiento y control de la fuerza de trabajo, con enormes reservas de población exogeneizada o dejada al margen de la ciudadanía (tanto interna -sobre todo negra e indígena, pero también proveniente de amplias bolsas de marginación- como externa -ingente masa de inmigrantes-), a menudo servil e incluso esclava hasta los albores de la segunda revolución industrial. Conformando en total un monumental ejército laboral de reserva nunca agotado hasta hoy.
Todas estas formaciones socioestatales que se convirtieron en centros rectores del Sistema Mundial capitalista por ellas originado, basaron su desarrollo de las fuerzas productivas en una amplia colonización y explotación del resto del mundo, abundando por doquier en condiciones de servidumbre, esclavismo y asalarización miserable. Condiciones que han mantenido bajo distintas formas (neocolonialismo, reglas internacionales de mercado, deuda, programas de ajuste estructural, tratados de libre comercio, imperialismo descarnado…) hasta la actualidad. Lo importante siempre y en todos los casos, ha sido impedir la auténtica democracia, la económica y social, que el capitalismo no se puede permitir jamás porque es antitética con su existencia (con su detentación privada de los medios de vida de la sociedad y consiguiente explotación del trabajo ajeno).
Cuando la continuidad del crecimiento de la masa de ganancia (sobre todo derivada del valor como nuevo valor productivo) ha comenzado a sufrir profundos y estructurales contratiempos en las formaciones centrales que habían conseguido aparentemente dejar atrás la versión despótica del capitalismo, ésta vuelve a hacer aparición con toda su crudeza, como hoy mismo comprueban las perplejas poblaciones del “primer mundo” que se creían a salvo ya de ese pasado, y como el planeta entero está experimentando con la acentuación y aceleración de la Barbarie.
Volviendo al curso histórico del capitalismo, también las formaciones sociales del capitalismo periférico de este Sistema Mundial, en sus procesos de industrialización entre el siglo XIX y el XX, desplegaron sus respectivas y variadas formas autoritarias o directamente despóticas con su fuerza de trabajo.
Así que no, tampoco las formaciones sociales que pretendieron desligarse del capitalismo y emprender su propio desarrollo industrial en el siglo XX: URSS y la Europa oriental, China, etc., pudieron eludir del todo la férrea tendencia.
Si no se ha “automatizado” ningún funcionamiento social, esto es, una Política Sistémica nueva, porque todavía no se han construido las bases metabólicas de un nuevo orden, la política de mando de la sociedad tiene que ejercerse con más intensidad y puede permitir menos margen de discrepancia. Incluso en la construcción de caminos de emancipación no se puede eludir esa tendencia. Ignorar esto es querer construir castillos en el aire y luego decir que no se sostienen, preguntarse siempre qué falló, buscar traiciones o dictadores surgidos espontáneamente, por todas partes. Cualquier elemento desvirtuador de la pureza revolucionaria, en cualquier caso.
A diferencia de la Política insertada en el metabolismo del valor, en gran medida naturalizada, la política operativa de la transición tenía y tiene por fuerza que construirse trabajosamente contra aquél, por lo que tuvo y tiene que expresarse de forma más rígida, más férrea, más evidente. Eso conllevaba menos margen para la “pluralidad” y la “disensión”. A menudo estos procesos han sido tildados de “voluntaristas” y algunos autores les han señalado como constituyentes del “primer socialismo” o “socialismo burdo”, como Marx llamó a ese socialismo voluntarioso que irrumpía cuando no estaban maduras aún las condiciones de superación del capitalismo.
Como quiera que históricamente se dio en formaciones sociales de capitalismo atrasado, ese “primer socialismo” tuvo que atender a cuestiones tan perentorias (que hoy damos por hechas en las formaciones centrales del capitalismo) como dar de comer a la población, acometer la industrialización y, en general, el desarrollo acelerado de las fuerzas productivas, crear infraestructuras mínimas para hacer viable cualquier proyecto de mejora social, dignificar la condición laboral, elevar la condición social de las mujeres y universalizar el derecho al voto.
No hay que perder de vista que en el momento en que todo ello se desarrolla en la URSS, por ejemplo, el capitalismo distaba todavía de haber abierto su particular vía democrática en la esfera de la circulación. En el momento de llevar a cabo la revolución política en las después formaciones en transición, la población trabajadora en las formaciones capitalistas tenía muy escaso acceso al consumo de mercancías ni al mercado electoral (menos aún a la participación de las decisiones en la esfera de la producción, algo impensable para el capitalismo).
Es decir, para esas primeras experiencias de transición se trató en primer lugar de “eliminar los remanentes de las estructuras premodernas asociadas con las desigualdades monstruosas” para con ello levantar un Estado Social (aspirando a “Obrero”) de la nada, en un lapsus brevísimo y sin precedentes históricos.
La desproporción entre los objetivos, las circunstancias de partida (un capitalismo incipiente, subdesarrollado), los recursos con los que se contaba y las condiciones del tiempo histórico en el que se afrontó tamaña empresa en el caso de la URSS (en buena parte de las propias formaciones centrales el capitalismo todavía no sólo no había adquirido su versión “reformista” o “socialdemócrata”, sino que había empezado a propagar su versión despótica, nazi-fascista, y la globalización de la guerra), muy difícilmente podían ser compatibles con una democracia social avanzada. [En tiempos de agresión (y nunca jamás se ha dejado construir un proceso alternativo sin masiva agresión capitalista), las dinámicas de todo o nada entran en juego.
Las propias capas revolucionarias de la sociedad miran con recelo la discrepancia, porque cualquier error en la apreciación de las medidas a tomar, cualquier fallo en la evaluación de peligros y correlaciones de fuerza, cualquier equivocación estratégica, puede resultar en el derrumbe de todo el proceso –por eso la facilidad con la que se dan las luchas internas, incluso con derivación en algo parecido a una “contienda civil”-.
El socialismo pudo fungir como ideal movilizador y aglutinador, pero de lo que se trataba en realidad era de, al menos, garantizar unas mínimas condiciones de vida contra el capitalismo, que venía condenando a la pauperización generalizada de la población. Veremos si el “socialismo del siglo XXI”, que a mí me gusta más llamar “socialismo en el siglo XXI” cuando ya sí han madurado las condiciones objetivas de comenzar la superación del capitalismo, es capaz de saltar por al menos ciertas de las carencias y varios aspectos negativos del ‘socialismo primitivo’].
En las experiencias de transición socialista vigesimonónicas algunos de los procesos y objetivos se malograron en gran medida, otros experimentaron avances y retrocesos intermitentes, pero hubo rotundos logros de esos primeros intentos de desconexión respecto del valor-capital : no sólo alfabetización masiva sino amplia participación de la población en los niveles educativos medios y superiores, así como en el ámbito cultural en general, garantía de vivienda, sanidad, infraestructuras, adelanto tecnológico, enorme desarrollo económico (https://www.elsaltodiario.com/urss/urss-fue-exito-economico-respuesta-juan-r-rallo)… Y todo a fuerza de política. Y sin explotación colonial por medio.
Es decir, se trataba de una política de emprendimiento revolucionario que pretendía erigir las bases de un nuevo metabolismo social (con su Política mayúscula incardinada). Sin conseguir eso, y a partir de las paupérrimas condiciones de partida y las brutales circunstancias de agresión de las fuerzas internas y externas del capital, no había muchas posibilidades de permitirse grandes lujos democráticos. Y sin embargo es en ese contexto que se lograron avances que fueron inéditos en ese momento histórico y que incluso obligaron a reformar el propio capitalismo, “democratizándole” hasta donde este modo de producción permite hacerlo (capitalismo keynesiano).
En los procesos transicionales, agredidos en todos los frentes mientras construyen condiciones históricas y seres humanos nuevos, la política se manifiesta, tiene que hacerlo, y deviene inevitablemente más “rígida” porque debe enfrentar radicalmente el metabolismo del valor y la alienación social que a éste le es propia; tiene, por eso, que “desprogramar” (des-subsumir) el tipo de individualidades y subjetividades anejas al valor-capital.
Cuando el valor campa a sus anchas por el planeta entero, la política en una sola formación social en transición tiene todas las de perder (al socialismo sólo se puede llegar de forma combinada a escala tendentemente universal o con la subordinación de la ley del valor ampliamente conseguida, mas no se puede renunciar a comenzarlo en algún lugar porque de lo contrario no se empieza nunca), pero aun así la ruptura parcial con el capital protagonizada por Revolución Soviética proporcionó la planificación que no sólo permitió la supervivencia de millones de personas que de otra forma hubieran sido masas sacrificadas “periféricas” del Sistema Mundial capitalista, sino que elevó la calidad de vida de esas poblaciones a cotas impensables antes de los cortes revolucionarios.
La URSS fue un proyecto sin precedentes, el primero de transformación social planificada a gran escala acometido por la humanidad, ante todo para intentar frenar la implantación efectiva del capitalismo, y como consecuencia derivada, para dotarse de un nuevo modo de producción, sin experiencias previas de tal dimensión de las que aprender, erigiéndose en el mayor logro de consecución material y moral de una nueva sociedad, a pesar de todos sus errores y deformaciones.
El gran desafío del proyecto (de transición) socialista fue, y sigue siendo, poner a la política (léase aquí, a la sociedad) al control de la economía. A efectos prácticos del momento que vivieron las experiencias de transición del siglo XX, eso equivale a acometer la osadía de intentar someter al valor. Fijémonos, en ese sentido, en que a la postre los objetivos rupturistas pasaban por levantar una sociedad ya no gobernada por mecanismos abstractos e impersonales generadores de explotación tanto como de sometimiento y alienación, sino sustentada por procesos y acciones autoconscientes.
Lo que resulta hiriente para la inteligencia es la hipocresía de los medios de propaganda del mundo capitalista (con sus izquierdas incluidas), que se rasgan las vestiduras ante “la falta de democracia” en los procesos de desarrollo acelerado de las fuerzas productivas emprendido por las formaciones socioestatales en transición al socialismo (mientras que para las formaciones de capitalismo atrasado o dependiente emplean la conmiseración despectiva para con su ‘subdesarrollo democrático’).
Como si el capitalismo hubiera nacido democrático y limpio y así se hubiese desplegado por el planeta, como si no basase sus «logros» de desarrollo en el subdesarrollo de los demás y como si no fuese profundamente antidemocrático a escala planetaria y sólo parcialmente democrático en la esfera de la circulación en las formaciones centrales del Sistema Mundial.
Todo esto no quiere decir que los procesos de transición no estén obligados a asumir la democracia, ante todo porque el socialismo es incompatible con la falta de ella. Pero el que siempre se emprendiera en las formaciones de capitalismo más atrasado y dependiente, reducía mucho, de entrada, las opciones; más aún siendo permanentemente agredidos, como aquí se viene diciendo.
Aun así, la democracia económica en el acceso a recursos, en la redistribución de la plusvalía social y en las oportunidades de vida fue mucho mayor que la que permite el capital, aunque sus formas democráticas de base no tuvieron correspondencia a escala macrosocial, consecuentemente por otra parte, con el hecho de que no se realizara la socialización de los medios de producción (sólo su estatalización).
El capitalismo tardó al menos 4 siglos en imponerse sobre el orden feudal, a lo largo de un pavoroso proceso lleno de muerte y violencia. La transición al socialismo será larga, con avances y retrocesos, estadios ambiguos y combinados (un modo de producción permanece vivo en el nuevo durante mucho tiempo, aunque sea como “forma de producción subordinada”). Y sólo hemos asistido a los primeros ensayos.
A diferencia de las transiciones habidas entre modos de producción a lo largo de la historia, por primera vez se trata de una transición planificada. Es un salto civilizatorio y evolutivo de la humanidad que requiere de la conjunción de un gran número de circunstancias, como la propia maduración de fuerzas productivas, incluida la conciencia social, que deberá enfrentar siempre la tenaz, brutal y poderosa oposición de las fuerzas del capital y de la clase que obtiene sus privilegios de él, para que ni las condiciones objetivas ni las subjetivas se materialicen de forma emancipadora.
Quienes nos definimos y nos sentimos comunistas, no debemos equivocarnos nunca de trinchera, sí analizar críticamente los procesos de transición de manera que lo que salga de esos análisis no sea para tirar por tierra o renegar sin más de todo lo habido, sino para ayudar a que lo próximo sea mejor. Es decir, para apoyar los procesos en curso, tirando de ellos hacia el socialismo.
En eso mismo deberían estar también quienes dicen luchar por el bien de la humanidad, quienes se esfuerzan por un futuro mejor. Aunque sólo sea por el simple hecho de que con el capitalismo no hay futuro, al menos uno que valga la pena de vivir.
Los aldabonazos del movimiento comunista durante el siglo XX (1917, 1949, 1954, 1959, 1979…), lejos de haber supuesto meros interludios de ida y vuelta al capitalismo, podrían verse hoy, con la ventaja de la perspectiva histórica, de bien diferente manera, como los primeros destellos de una era post-capitalista, socialista.
De sus grandes errores y de sus enormes logros debemos aprender, no para unir nuestras voces al miserable coro de los agentes del capital y de farsantes que denigran y reniegan de esos intentos de iniciar el camino al socialismo, sino para realizar mejor ese tránsito en adelante.