Por Igor Goicovic Donoso
La condena a 23 años de presidio efectivo que ha sido aplicada al dirigente de la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), Héctor Llaitul Carrillanca, constituye una arbitrariedad y un despropósito. Es una arbitrariedad, porque resulta inaceptable que se procese y condene a una persona en base al relato de «testigos protegidos» y se apliquen penas de prisión altísimas por delitos como el de alteración del orden público que le sumó 15 años a su condena. Y resulta un despropósito, ya que no se resuelve el actual conflicto político en el Wallmapu, encarcelando a uno de los principales líderes del levantamiento mapuche.
Pero no debemos extrañarnos. El Estado chileno ha enfrentado históricamente la conflictividad, apoyándose en una política represiva, clasista y racista. Efectivamente, la rebeldía obrera frente a la explotación capitalista ha sido sistemáticamente reprimida, al igual que los levantamientos indígenas que han intentado defender el territorio del Wallmapu. Es más, los promotores de la represión y los responsables operativos de la misma han sido amparados por el Estado e incluso, en muchos casos, han sido promovidos en sus carreras políticas o militares. En Chile constituye un mérito reprimir a los trabajadores y a las comunidades indígenas.
El entramado normativo en el que históricamente se han apoyado las políticas represivas es de antigua data. Sus primeros antecedentes se encuentran en la Ley de Residencia de 1918 que prohibía el ingreso al país de extranjeros que alteraran el orden social y político del régimen oligárquico. En el contexto de crisis económica e inestabilidad política de la década de 1930, se dictaron las primeras normas que luego dieron origen a la Ley de Seguridad del Estado (1937). Mientras que, en 1948, en pleno escenario de Guerra Fría, se proscribió al Partido Comunista de Chile a través de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (1948). Más tarde, en pleno proceso de agudización de los enfrentamientos de clase, se dictó la Ley de Control de Armas y Explosivos (1972), para luego, en Dictadura, imponer la Ley Antiterrorista (1984) y la aplicación de la jurisdicción militar a delitos cometidos por civiles. A través de todos estos instrumentos, el Estado racista y burgués ha pretendido darle un sesgo de legalidad a la política represiva que despliega sobre los sectores populares, sus organizaciones y sus líderes. El entramado normativo ha sido históricamente un engranaje más de la represión burguesa y es en base a esa normativa, que sirve a los intereses de las clases dominantes, que actualmente se condena al líder de la CAM.
Lo que el Estado chileno castiga hoy día en la persona de Héctor Llaitul Carrillanca es al conjunto del movimiento autonomista mapuche. Se castiga la demanda de recuperación del territorio ancestral y se castiga la reivindicación de soberanía política. Esta condena, en consecuencia, reafirma la voluntad política colonialista del Estado de Chile y la disposición predatoria del capital forestal. Se castiga, además, toda una trayectoria de lucha y consecuencia política. Esa conducta que resulta tan ajena a las actuales élites acomodaticias y genuflexas. Efectivamente, Héctor Llaitul destacó como un activo combatiente antidictatorial en la década de 1980 y, más tarde, como uno de los más tempranos líderes del levantamiento mapuche en Chile. Esa actitud coherente y ejemplar, ajena a las prebenda y dádivas del poder o al clientelismo de los salones burgueses, aterra a los actuales sirvientes del capital. Por ello no trepidan en imponer un estricto control mediático sobre la causa mapuche, criminalizan y judicializan todas sus expresiones de rebeldía y levantan un cerco militar y policial permanente sobre el territorio del Wallmapu.
En este peculiar escenario de agudización de las políticas represivas del Estado chileno sorprende el silencio de intelectuales, dirigentes políticos y representantes del mundo indígena. Su incapacidad para distinguir entre las diferencias políticas con la CAM y su liderazgo, respecto de la dimensión estratégica de la política represiva del Estado en el Wallmapu, resulta inaceptable.
Hoy, más que nunca, resulta indispensable asumir una postura clara y decidida de defensa del derecho del pueblo mapuche a su territorio ancestral y a su autonomía política, así como exigir la anulación de los juicios a los presos políticos mapuche. En esta tarea le corresponde un rol fundamental a las organizaciones sociales y políticas del campo popular. Aquellas y aquellos que al calor de la revuelta del 2019 enarbolaron orgullosamente la wenufoye; aquellas y aquellos que se identificaron con la lucha del pueblo mapuche; aquellas y aquellos que peregrinaron al Wallmapu a reencontrase con sus raíces; aquellas y aquellos que se comprometieron con la transformación de la sociedad y las relaciones de poder, tenemos hoy día la responsabilidad de sumarnos al combate contra la colonialidad.
Quilpué, 8 de mayo de 2024