(1860/1994) de Julio Verne
Cuando uno habla de lo póstumo indefectiblemente debe cargar con el peso de esa sombra que siempre nos susurra algo sobre la finitud y la obsolescencia. La mayoría de las historias señalan que en el ulterior todo puede mejorar; y para los creyentes de alguna de las mitologías, que ya han pasado por el cedazo de la secta y se han convertido en religión, es cómodo creer fervientemente que luego de esa puerta que llamamos muerte, siempre dispuesta abrirse, comienza una vida nueva, una de verdad y que será la recompensa justa en el juicio perpetuo en el que vivimos desde que nacimos. En esa puerta una balanza nos destinará a un paraíso o, definitivamente, al inferno por toda la eternidad.
Sin dudas, es una buena manera de calmar las ansiedades ante el misterio, proyectando una recompensa que no podemos recibir en esta vida, ni siquiera constatar su validez. En fin, será para otros. Sin embargo, para algunos menos crédulos la muerte es sólo el olvido. De ahí que los artistas particularmente, no quiero hablar de héroes, antihéroes o de la infamia (que viene a ser casi lo mismo), saben que su obra puede trascenderlos y dialogar con quién sea, cinco años en el futuro, veinte, cien, etc., superando esa pequeña incomodidad que llamamos muerte, o como mejor lo expusiera el gran Nicolás Guillén en su poema “Che Comandante”.
No porque hayas caído
tu luz es menos alta […]
No por callado eres silencio […]
Y no porque te quemen,
porque te disimulen bajo tierra,
porque te escondan
en cementerio, bosques, páramos,
van a impedir que te encontremos.
Así me imagino lo que pasa con los autores o para ser más preciso, así quiero imaginar la muerte de los que dejan algo en esta vida. Además, siempre he considerado que casi no existe diferencia entre un autor vivo y uno muerto, cuando uno se sumerge en esa extraña experiencia que es velocidad y pulso en la quietud y que llamamos lectura, nos conectamos con un tiempo que no es el nuestro o mejor aún que haces desaparecer el límite de la física. Así imagino que cuando uno lee El Quijote, dialoga con Cervantes, no importando que esté disimulado bajo tierra. Él ha escrito un libro para esta época o para cualquier tiempo. En 1605 o 1615 ha puesto al servicio del mundo un mensaje inacabado que se completa en la lectura del otro y acá estamos, leyéndolo. Eso me da para seguir pensando que la muerte es detenida y retenida en las obras, entonces ¿cómo hablar de lo póstumo?
Es simple (pareciera), lo póstumo es toda obra publicada luego de la muerte de su autor. ¡Qué bello!, un muerto, que no puede morir, publica una obra que lo mantiene con vida, qué paradoja más literaria. Además, leer lo póstumo es imaginar que el autor que te envió un mensaje hace muchos años de pronto crea algo nuevo y te lo vuelve a enviar, incluso cuando él ya encontraba con una voz supuestamente limitada. Esto fue lo que me sucedió con esta obra de Julio Verne, obra escrita en 1860 y publicada recién en 1994. Una novela que es una de los textos más extraños de Verne, no sólo por su historia, sino también por su contenido, porque desmitifica la idea de un Verne como apóstol de la ciencia y del progreso a ultranza.
“París en el siglo XX” es una novela que escapa del optimismo clásico de Verne, en ella se sumerge en la proyección de cómo será el siguiente siglo de su línea temporal (siglo pasado para nosotros). Su visión es más bien desastrosa, porque se imagina un futuro sombrío donde todo lo humano ha caído en las fauces de la producción, la tecnocracia y la industrialización; y donde las humanidades y las artes ya no tienen cabida. Es ciencia ficción (cómo no), pero distópica. Nos muestra la ciudad luz en el año 1960. Por estas razones, a lo menos, su editor Pierre-Jules Hetzel, se negó a publicarla, por considerar que el éxito que habían logrado hasta ese momento, se les podía escapar de las manos y que la reputación de Verne se vería muy afectada con un texto tan pesimista. Peor aún, que traicionaba lo que hasta ese momento defendía: la idea de que la educación iba a cambiar al mundo y esta novela plantea casi lo contrario. A duras penas Verne aceptó el rechazo de su manuscrito, no podía no confiar en un editor que le había abierto las puertas del triunfo y que tenía un ojo editorial incuestionable hasta ese momento, había sido el principal editor de Victor Hugo y había editado también a Honoré de Balzac y Émile Zola.
Hetzel le envía una carta a Verne a propósito de esta novela en la que señala: “[…] No está usted maduro para un libro así, vuelva a intentarlo dentro de veinte años”, cuestión que se alargó por más de cien. De seguro Verne le metió muy poca mano a ese libro y lo dejó por ahí hasta que cogió el suficiente polvo como para ser olvidado. Sólo después de la muerte del escritor francés, cuando se confeccionó el listado oficial de los libros escritos que conformaban el canon verniano, es que su albacea se percató la falta de un libro que nadie conocía, titulado “París en el siglo XX”. Ahí comenzó una búsqueda y una investigación, pero de mala manera; al final se contentaron pensando que ese libro ya no existía y que probablemente nunca existió. Sin embargo, siempre quedó pulsando del por qué Verne lo incluía en su producción. La historia de ese escrito podría ser parte de una novela también, porque se mantuvo oculta por más de ciento treinta años, y llevó el mote de “la novela perdida de Verne” hasta que fue descubierto por el Jean Verne, bisnieto del escritor, al interior de una caja fuerte en 1989.
La novela es una de las primeras que escribió Verne y, como se mencionó, viene a desmitificar la idea del “apóstol del progreso científico”, como lo han llamado muchas veces, por el cuestionamiento que realiza justamente a ese “progreso científico”. Tiene como protagonista a Michel Dufrénoy, un joven poeta y escritor que intenta (sobre)vivir en una sociedad donde no tiene cabida. Una sociedad que vanagloria lo práctico, lo utilitario y lo económico; así el comercio, la tecnología y las ciencias se han transformado en los grandes dioses a los que todos rinden genuflexiones, en desmedro de la inutilidad que prestan para esa sociedad la música, la literatura, las artes, que navegan por la periferia de todo, haciendo que sus exponentes sean cada vez menos, sencillamente porque cuesta sobrevivir dedicado a estas actividades marginales. Si usted se sorprende y piensa: “¡Verne le apuntó a todo en este libro!”, permítame corregir: “Verne tiende a soñar lo que se vivirá después casi siempre, en todos sus libros”.
La novela se tiene como inicio el día 13 de agosto de 1960, día en el que se celebra la ceremonia anual de la Corporación Nacional de Crédito Instruccional (organismo que reemplazó al muy pasado de moda Ministerio de Educación), en ella se premian a los mejores estudiantes en disciplinas verdaderamente útiles para la vida, para la felicidad de los ciudadanos del mundo, como lo son la Ingeniería, las Ciencias Naturales, la Matemática, la Economía. Sin embargo, ese año sucede algo impensado, hay un premio en literatura. Cuando el protagonista sube a recibir su reconocimiento recibe pifias y sarcasmos de todo tipo. Verne abre el territorio en el que se desarrollará esa historia.
Michel, se ve arrojado a un mundo aún más terrible de lo que pensó, un mundo que lo humilla y en el que no tiene sentido su propia existencia. En algunos casos hace recordar a los mundos que luego creará Camus, en torno a lo absurdo de la vida, convirtiendo a este posible literato en un personaje trágico que lucha en contra de los elementos exteriores, que en este caso es la propia sociedad. Verne presume que en 1960 existirá una sociedad utilitaria que girará en torno a la acumulación, al desarrollo tecnológico, lo impersonal y a la angustia, en el que la cultura será el remanente de los procesos productivos, nada más. Y ésta se encontrará lejos de transgredir de cualquier manera, porque todos han caído presa de la maquinaria, incluso los artistas, escritores e intelectuales que se han transformado en burócratas y reciben un sueldo por parte del Estado a cambio de la pasividad y de textos de carácter celebratorio, donde la tragedia está prohibida, promoviendo una civilización de cuerpos dóciles, evitando a toda costa el cuerpo insurrecto pretendido por el arte. Sin dudas un texto necesario para vernos de frente.
No quiero obviar y comentar como una especie de anexo literario con respecto a lo póstumo, que en este último tiempo han aparecido, entre otras, dos obras musicales que vienen de otros tiempos y que fueron interpretadas y registradas recién en estos días. Me refiero a «Ganz kleine Nachtmusik» catalogada como KV 648, de Wolfgang Amadeus Mozart; descubierta en una biblioteca de Leipzig después de estar oculta tres siglos. Así como también, un vals de Frédéric Chopin que luego de 200 años, fue interpretada y grabada. Así la serendipia y no la voluntad ha sido el fenómeno de resistencia en contra de obsolescencia, permitiendo que definitivamente lo póstumo nos siga invadiendo desde todos flancos, para de señalar que aún hay diálogos con esas personas que pretendieron morir y no lo lograron.
Haga un experimento, viva una experiencia. Lea esta terrible novela, que en sus 216 páginas relata nuestra propia realidad. Y mientras la lee, escuche a Mozart y a Chopin y piense que alguien le ha dejado mensajes que han esperado 100, 200 y 300 años para ser disfrutados.