Existen tragedias que se perpetúan en el tiempo y se trasforman en arquetipos a los cuales podemos echar mano a la hora de citar o referenciar lo que queramos, sencillamente porque están en el imaginario social. Cuando hablamos de arquetipo y tragedia pareciera que nuestra mente nos llevara inmediatamente a la antigüedad, a la Grecia clásica, y la distancia temporal y geográfica transforma cualquier idea en algo meramente teórico. No obstante, la tragedia puede ser una constante, y una tragedia narrada y persistente cae en el imperio de lo ominoso, por la cantidad de realidad que hay en ella. Es lo que sucede con este libro, que a mi juicio aún está sub valorado.
Escribo a pocos kilómetros de aquel infierno narrado en Sub Terra, escribo estas líneas pocos años después de lo que cuenta el libro y una mancha negra comienza a aparecer en mi ojo izquierdo, la cual va cobrando la forma del mapa de lo que llamamos, acá en Chile, la Zona del Carbón. Lugar que no fue más que el espejo traidor del mundo obrero que se gestó en esta parte del mundo a finales del siglo XIX y principios del XX. Esta obra devela la realidad tormentosa en la que vivían los mineros de esa zona que lastimosamente se ha convertido en el epítome de la explotación. Baldomero Lillo es una voz autorizada para narrar aquel contexto, simplemente porque fue el suyo también; recordemos que nació en la ciudad de Lota en 1867 cuando la actividad minera llevaba algunos años de desarrollo en la región y que en esa década comenzaba a la idea de proyectar una producción más agresiva.
A partir del agotamiento de los mantos subterráneos de Punta de Puchoco, en el extremo norte de la bahía de Coronel, en 1869, las empresas inician la extracción del carbón en los mantos submarinos, lo que implicó “contratar” mayor mano de obra y abaratar los costos de cualquier modo. Lamentablemente ese modo, como siempre, lo pagó el trabajador, porque fue explotado a más no poder, no importando la edad, el cansancio, incluso la muerte; la única efervescencia era la producción, era la idea de progreso que se tenía en esos tiempos y, por cierto, prebendas para algunos privilegiados.
Lillo, con claras influencias de escritores como Turguéniev, Maupassan, Dostoyevski, Zola, Balzac y Dickens; desarrolló un ejercicio escritural basado en la observación directa, con descripciones precisas y lenguaje riquísimo que hoy en día sufre, a veces, la incomprensión por el uso de algunas palabras que ya constituyen arcaísmos. Pero, definitivamente, nada interfiere en la fuerza de su narrativa, la cual tributa a la memoria del carbón, de la mina, de los pabellones y de las pulperías donde tuvo la oportunidad de trabajar. En este libro, que su nombre original es “Sub Terra: cuadros mineros”, plasma una serie de cuentos referidos a Lota y a la minería del carbón que en su primera edición (1904) contaba con ocho relatos: “Los inválidos”, “La compuerta número 12”, “El grisú”, “El pago”, “El Chiflón del Diablo”, “El pozo”, “Juan Fariña” y “Caza mayor”. Y que en la segunda edición (1917) son incorporados cinco más: “El registro”, “La barrena”, “Era él solo…”, “La mano pegada” y “Cañuela y Petaca”; dejándolo como lo conocemos el día de hoy.
Sub Terra transmite vívidamente la realidad de los mineros del carbón y de sus familias, sumidos en la precarización total, en la pobreza extrema, en la opresión y peor aún, en la habitabilidad de un territorio que se encuentra más allá de los linderos donde alcanza la condición humana. En estos relatos encontramos la lucha diaria que llevan estas personas que tienen menos valor que los animales para el patronaje de la época haciéndolos pasar por vicisitudes terribles y temibles. Además, el animal, en tanto figura metafórica, también sirve para armar relatos que están cargados, quizás, de demasiada realidad, haciendo patente que la ficción literaria es capaz de develar verdades profundas. Por ejemplo, en el primer texto del libro (“Los inválidos”), un caballo es sacado de la oquedad de la mina, donde ha trabajado por años sin ver la luz del sol y, que ya sin fuerzas se ha trasformado en sólo carne para los buitres. Los viejos mineros, los que sus cuerpos ya están agotados, mochos, escupiendo la negrura de la silicosis, con certificados de muerte a cuestas, ven a ese animal como uno de los suyos, viéndose reflejados en él y haciendo que se contraiga en sus corazones, esa distancia mínima (si es que existe) entre el trabajo que realizan y la esclavitud.
Así abre este libro Baldomero, con esa imagen que es una bofetada a la alienación, para luego hacer circular en él personajes inolvidables: huérfanos maltratados que ansían la muerte; niños que tratan de ser niños en ese campo minado; capataces despiadados y genuflectos, dispuestos a cualquier cosa para sentir la sonrisa aprobadora del empresario que no tiene ningún empacho en denigrar y explotar a su mano de obra. Mujeres que lo han parido y perdido todo, y lo siguen perdiendo; trabajadores timados por un sistema siniestro como lo fue el de las pulperías. Maldad, no hay otra palabra. Acumulación, no hay otra palabra. Rabia, hasta el día de hoy. Por aquella razón pareciera que todo se encuentra demasiado cerca cuando incorporamos la temporalidad, y nos percatamos que somos los ruines herederos de esas mismas prácticas, quizás un poco más sofisticadas y camufladas hoy por luces de colores y exitismo, creando una y otra vez, nuevas justificaciones para la explotación. Es el mundo oscuro al que nos enfrentamos en ese este libro, nuestro propio mundo, un mudo infierno que perduró por décadas mientras los chilenos mirábamos para otro lado y que tan bien Lillo pudo retratar con su pluma haciendo emerger ese fragmento de la historia que es otro patrimonio de la vergüenza de esta copia feliz del Edén.
Sub Terra ofrece una incisiva crítica a las injusticias sociales y económicas de la época, y a la lucha de los trabajadores. Hoy, a más de 100 años de este libro podemos decir, sin equivocarnos, que es una obra vigente y que impacta terriblemente, haciendo que Baldomero Lillo sea considerado como uno de los grandes exponentes del realismo social de Latinoamérica. Junte rabia y léalo…