Leigh Phillips y Michal Rozworski
Traducción: Florencia Oroz
El mercado nos conduce ciegamente hacia la calamidad climática. La salida está en la planificación democrática.
Lo que es rentable no siempre es útil, y lo que es útil no siempre es rentable. Peor aún, muchas cosas que socavan el florecimiento humano o incluso amenazan nuestra existencia siguen siendo rentables y, sin intervención reguladora, las empresas continuarán produciéndolas.
Esto —el afán de lucro del mercado, no el crecimiento o la civilización industrial— es la causa de la actual calamidad climática y la biocrisis más amplia que la acompaña.
Reducir la combustión de combustibles fósiles de nuestra especie, responsable de aproximadamente dos tercios de las emisiones de gases de efecto invernadero, sería muy útil. También aumentar la eficiencia de los insumos en la agricultura que, junto con la deforestación y el cambio del uso de la tierra, es responsable de la mayor parte del tercio restante.
Sabemos cómo hacerlo.
Una amplia acumulación de electricidad de carga base fiable procedente de centrales nucleares e hidroeléctricas, apoyada por tecnologías de energía renovable más variables como la eólica y la solar, podría sustituir a casi todos los combustibles fósiles en poco tiempo, limpiando la red y proporcionando suficiente generación limpia para electrificar el transporte, la calefacción y la industria. La descarbonización de la agricultura es más complicada y aún necesitamos mejores tecnologías, pero la trayectoria general está trazada.
Por desgracia, allí donde estas prácticas no generan beneficios, o no los suficientes, las empresas no las implantan.
Escuchamos con regularidad informes que afirman que la inversión en energías renovables está superando ahora a la inversión en combustibles fósiles. Esto es bueno, aunque a menudo es el resultado de las subvenciones a los agentes del mercado, derivadas de un aumento del precio de la electricidad para todos en lugar de gravar a los ricos, golpeando así a las comunidades de clase trabajadora. Incluso si en términos relativos se destina más dinero a la energía eólica y solar que al carbón, el aumento absoluto de la combustión procedente de los países en desarrollo probablemente nos empujará más allá del límite de 2°C que la mayoría de los gobiernos han acordado que es necesario para evitar un cambio climático peligroso.
En pocas palabras, el mercado no está generando suficiente electricidad limpia, ni abandonando suficiente energía sucia, ni tampoco lo está haciendo con suficiente rapidez.
La directiva relativamente sencilla de «limpiar la red y electrificar todo» que resuelve la parte de la ecuación relativa a los combustibles fósiles no funciona para la agricultura, que requerirá un conjunto de soluciones mucho más complejas. También en este caso, mientras una determinada práctica genere dinero, el mercado no la abandonará sin una regulación o una sustitución por parte del sector público.
Los liberales argumentan que deberíamos incluir los impactos negativos de la combustión de combustibles fósiles (y sus corolarios agrícolas: algunos sugieren un impuesto sobre el nitrógeno) en los precios de los combustibles. Una vez que estas externalidades eleven el precio del carbono a 200 o 300 dólares por tonelada, el mercado —ese asignador eficiente de todos los bienes y servicios— resolverá el problema.
Haciendo a un lado las grotescas desigualdades que se derivarían del aumento constante de los impuestos fijos cuando las clases trabajadoras y los pobres gastan una mayor proporción de sus ingresos en combustible, los defensores de la tasa del carbono ignoran que su solución al cambio climático —el mercado— es la causa misma del problema.
Pensar en grande
¿Cómo va a crear el precio del carbono una red de estaciones de recarga rápida de vehículos eléctricos? Tesla, por caso, solo las construye en las zonas donde puede obtener beneficios. Al igual que una empresa privada de autobuses o un proveedor de Internet, Elon Musk no prestará un servicio donde no gane dinero. El mercado deja que el sector público llene el vacío.
No se trata de un argumento abstracto. Noruega ofrece aparcamiento y recarga gratuitos para vehículos eléctricos, permite que estos coches utilicen los carriles exclusivos y recientemente ha decidido construir una red de recarga a escala nacional. Ahora, los vehículos eléctricos representan más de una cuarta parte del total de nuevas ventas, más que en ningún otro sitio. En comparación, apenas el 3% de los coches de la «ecológica» California son eléctricos.
Los costes iniciales de algunos cambios suponen un obstáculo. Desde la perspectiva de todo el sistema, la energía nuclear sigue siendo la opción más barata gracias a su enorme densidad energética. También es la que menos muertes causa por teravatio-hora y la que menos emisiones de carbono produce. Pero, al igual que los proyectos hidroeléctricos a gran escala, los costes de construcción son considerables.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) señala que, aunque la energía nuclear es limpia, no intermitente y su huella en el suelo es mínima, «sin el apoyo de los gobiernos, las inversiones en nuevas (…) no suelen ser atractivas desde el punto de vista económico en los mercados liberalizados». Las empresas privadas se niegan a iniciar la construcción sin subvenciones o garantías públicas.
Esto explica por qué el esfuerzo de descarbonización más rápido hasta ahora se produjo antes de que se afianzara la liberalización del mercado europeo. El gobierno francés invirtió aproximadamente una década en construir su parque nuclear, que ahora cubre casi el 40% de las necesidades energéticas de la nación.
Del mismo modo, tendríamos que construir redes de transmisión inteligentes, de alto voltaje, que equilibren la carga y se extiendan por todo el continente, capaces de hacer frente a las oscilaciones de la energía renovable variable. Tenemos que planificar este proyecto en función de la fiabilidad del sistema, es decir, de la necesidad. Un mosaico de empresas energéticas privadas solo pondrá en pie aquello que le resulte rentable.
El límite regulatorio
Muchos verdes piden que se abandone la escala y se vuelva a lo pequeño y local. Pero esto también diagnostica mal el origen del problema. Sustituir las multinacionales por mil millones de pequeñas empresas no eliminaría el incentivo del mercado para perturbar los servicios de los ecosistemas. De hecho, dadas las enormes deseconomías de escala de las pequeñas empresas, la perturbación no haría sino intensificarse.
Como mínimo, necesitamos regulación, ese ejercicio de planificación económica. Una política gubernamental que obligue a todas las empresas que fabrican un determinado producto a utilizar un proceso de producción no contaminante recortaría súbitamente las ventajas obtenidas por los grandes contaminadores.
Esta es la opción socialdemócrata, y tiene mucho a su favor. De hecho, deberíamos recordar lo fructífera que ha sido la regulación desde que adquirimos una comprensión más profunda de nuestros retos ecológicos globales.
Hemos parcheado nuestra deteriorada capa de ozono; hemos devuelto a Europa central las poblaciones de lobos y los bosques que habitan; hemos relegado a la ficción la infame niebla londinense de Dickens, Holmes y Hitchcock, aunque las partículas de carbón siguen asfixiando Pekín y Shangai. De hecho, gran parte del desafío climático al que nos enfrentamos procede de un Sur Global subdesarrollado que intenta, como puede, ponerse al día.
Pero la regulación solo amansa temporalmente a la bestia, y a menudo fracasa. El capital se escapa fácilmente de la correa. Mientras exista un mercado, el capital intentará capturar a sus amos reguladores.
Todo el mundo, desde los que bloquean los gasoductos con megáfonos hasta los que redactan el Acuerdo de París, reconoce que esta barrera fundamental paraliza nuestros intentos de frenar las emisiones de gases de efecto invernadero: si una jurisdicción, sector o empresa emprende el nivel de descarbonización vertiginoso necesario, sus bienes y servicios quedarán instantáneamente fuera del mercado mundial. Solo una economía global, democráticamente planificada, puede matar de hambre a la bestia, pero esta propuesta plantea algunas cuestiones básicas.
¿Podemos imponer una planificación democrática mundial de una vez, en todos los países y en todos los sectores? Restando de la ecuación una hoy improbable revolución mundial, parece poco plausible. Pero podemos mantener ese ideal como un punto de referencia, algo hacia lo que trabajar durante generaciones, extendiendo constantemente el dominio de la planificación democrática sobre el mercado.
Además, ¿deberíamos eliminar totalmente el mercado? ¿No sustituiríamos simplemente el dominio del mercado por el dominio del burócrata? La propiedad pública es insuficiente —tanto para la justicia social como para la optimización medioambiental— y el miedo al estatismo es racional.
Pero la planificación democrática no tiene por qué implicar la propiedad estatal. A menos que crean que la democracia tiene un límite superior, incluso los anarquistas clásicos deberían ser capaces de imaginar una economía global sin Estado pero planificada. Debemos asegurarnos de que cualquier modo de gobernanza global no mercantil se adhiere a principios genuinamente democráticos.
Sin duda, deberíamos debatir el papel y el tamaño del sector público. ¿Podríamos apoderarnos de los centros logísticos y de planificación —los Walmarts y Amazons del mundo— y reutilizarlos para una civilización igualitaria y ecológicamente racional? ¿Podríamos convertir estos sistemas en un «Cybersyn» global, el sueño de Salvador Allende de un socialismo computacional y democrático? Discutamos si eso es posible y deseable, y luego averigüemos cómo garantizar que gobernamos los algoritmos y que ellos no nos gobiernan a nosotros.
El cambio climático y la biocrisis general revelan que las múltiples estructuras locales, regionales o continentales de toma de decisiones están obsoletas. Ninguna jurisdicción puede descarbonizar su economía si otras no lo hacen. Aunque un país descubra cómo capturar y almacenar carbono, el resto del mundo seguirá enfrentándose a la acidificación de los océanos. Lo mismo ocurre con los flujos de nitrógeno y fósforo, el cierre de los circuitos de entrada de nutrientes, la pérdida de biodiversidad y la gestión del agua dulce.
Yendo más allá de las cuestiones medioambientales, podríamos decir lo mismo de la resistencia a los antibióticos, las enfermedades pandémicas o los asteroides cercanos a la Tierra. Incluso en ámbitos políticos menos existenciales, como la fabricación, el comercio y la migración, son demasiados los nodos interrelacionados que hacen de nuestra sociedad una comunidad verdaderamente planetaria. Una de las grandes contradicciones del capitalismo es que aumenta las conexiones reales entre las personas al mismo tiempo que nos anima a vernos unos a otros como individuos cada vez más aislados.
Todo esto demuestra el horror y la maravilla del Antropoceno. La humanidad domina tan plenamente los recursos que nos rodean que hemos transformado el planeta en apenas unas décadas a una escala que los procesos bio-geofísicos leviatánicos tardaron millones de años en lograr. Pero esta asombrosa capacidad se utiliza a ciegas, sin intención, al servicio del lucro y el beneficio y no de la necesidad humana.
El Antropoceno socialista
Los investigadores del clima hablan a veces de un «Antropoceno bueno» y un «Antropoceno malo». El segundo describe la intensificación y quizá aceleración de la perturbación involuntaria por parte de la humanidad de los ecosistemas de los que dependemos. El primero, sin embargo, da nombre a una situación en la que aceptamos nuestro papel como soberanos colectivos de la Tierra y empezamos a influir y coordinar los procesos planetarios con propósito y dirección, fomentando cada vez más el florecimiento humano.
No podremos alcanzar este valioso objetivo sin una planificación democrática y una constante superación del mercado.
La escala de lo que debemos hacer —los procesos bio-geofísicos que debemos comprender, seguir y dominar para prevenir el peligroso cambio climático y las amenazas asociadas— es casi insondable. No podemos confiar en el mercado irracional y sin planificación, con sus incentivos perversos, para coordinar los ecosistemas.
Contrarrestar el cambio climático y planificar la economía tienen una ambición comparable: si podemos gestionar el sistema terrestre, con todas sus variables y sus innumerables procesos, también podremos gestionar una economía global.
Una vez eliminada la señal de los precios, tendremos que realizar conscientemente la contabilidad que, bajo el mercado, está implícitamente contenida en los precios. La planificación tendrá que dar cuenta de los servicios ecosistémicos implícitamente incluidos en los precios, y de aquellos que el mercado ignora. Por tanto, toda planificación democrática de la economía humana es al mismo tiempo una planificación democrática del sistema Tierra. Así, la planificación democrática global no solo es necesaria para un buen Antropoceno. Es el buen Antropoceno.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/planificar-un-buen-antropoceno/