9 lecciones sobre competencia capitalista, economía estatal y política sindical
El 20 de marzo de 2024, el directorio de la productora de acero Huachipato, anunció la “suspensión indefinida” de su producción. Un clamor desesperado se transmitió a través de los medios de comunicación. Grupos sociales afectados se concertaron inmediatamente bajo una sola petición: que el Gobierno de Boric intervenga para que se establezcan altas sobretasas arancelarias a la importación del acero chino. Un clima de unidad nacional se tendió como telón de fondo y, en el escenario, la puesta en escena del Estado al rescate de una industria que ha perdido competitividad.
Los principales involucrados en esta batalla por la “competencia justa”, son quienes ordenan la operación de suspensión, los accionistas del grupo CAP; junto a ellos, un centenar de contratistas. Y, por último, el sector obrero, cuyos sindicatos asumen un papel simbólicamente protagónico. Simbólico, porque no tienen un plan propio ni pretensión de decidir sobre nada. Un grupo social inerme, aislado de los suyos y afiliado a un sindicalismo de empresa, sujeto a la voluntad de un patrón inescrupuloso.
La suspensión de la producción se realizó junto a anuncios de despidos y de potenciales impactos sobre empresas vinculadas. Políticos, sindicatos y ejecutivos pusieron el énfasis en la proximidad de una catástrofe social que, seguramente, golpearía a una ciudad portuaria e industrial ya suficientemente pobre.
De este modo, somos testigos de un nuevo episodio del proceso desindustrializador y probamos los frutos que dejó la liquidación de la empresa pública. Un paso más para la ganancia del capital que no representa mejora alguna para la clase trabajadora. Otro episodio en que, además, las pérdidas del capital se traspasan al Estado y, en definitiva, a la sociedad. Es la fatalidad de la tragedia liberal en la que los obreros de Huachipato, así como toda la clase asalariada del país, enfrentan un orden tal de las cosas que, a sus propios ojos, parece imposible de ser modificado. Peor aún, un orden de las relaciones del poder en el que la sociedad cree imposible siquiera influir para obtener mínimas consideraciones de sus antagonistas de clase, el capital y el Estado.
La crisis de Huachipato se comprende en su momento histórico, en determinadas condiciones de Chile y del mundo, y en un proceso global. Si bien el primer momento del impulso liberalizador parece agotarse, no se ha frenado la loca disputa por los mercados. Al contrario, ésta parece alentarse. En tanto, esta fase capitalista ha reconfigurado la producción y el mercado mundial, expandiendo aceleradamente el sistema financiero. Las grandes factorías de la etapa industrial del capitalismo han sido destruidas y se han relocalizado sus actividades. Las condiciones del proletariado han cambiado en forma de una abierta precarización del empleo y nuevas formas de súper explotación.
Es el momento que le toca atravesar a grandes masas sociales en la búsqueda de un salario o en la vulnerabilidad de su conservación. Pero la carencia fundamental de la clase asalariada es la incerteza sobre un devenir por el que valga la pena luchar, por el que tenga sentido dedicar esfuerzos y tomar riesgos. Los explotados necesitan certezas para actuar.
A la vez, la capacidad de organizar y lanzar luchas por intereses colectivos, no es simplemente un problema de sindicatos. Ni se reduce a explicaciones morales con voluntarismos y purezas. La orfandad de la clase ocurre en tanto no hay una causa colectiva definida y en cuanto ninguna expresión dirigente señala un camino que, necesariamente, debe ser de largo aliento. Toda defensa del interés colectivo requiere constituir una fuerza propia capaz de imponer condiciones. Es la consciente trascendencia de los individuos en el ser colectivo. Entonces, el caso de Huachipato como expresión de una pérdida de empleos sistemática por causa de la desindustrialización, no puede ser resuelta a favor de la clase asalariada sin un plan propio, sin certezas. De la certeza resultará que los trabajadores se puedan unir por la conservación inmediata del empleo y por garantías laborales. Sin embargo, esta misma capacidad implica “ver más allá”, entendiendo el movimiento de las relaciones de clases de un modo inteligente.
Entregamos este documento al activo revolucionario y a los militantes de las organizaciones clasistas, para trascender un conflicto social particular, representativo de una problemática mayor y sistémica. Proponemos estas tesis sobre la crisis de Huachipato, en el espíritu de llevar adelante un debate de ideas sobre formulaciones concretas y serias. El análisis y la discusión resultan elementales para determinar el estado de la lucha de clases. Esta tarea, aunque parezca pasiva y silenciosa en medio de la tormenta capitalista, resulta fundamental para las y los revolucionarios, y es condición previa a ofrecer caminos para la unidad, la organización y la lucha.
1. En Chile, la industria del acero se creó gracias a una política estatal de desarrollo económico que se sostuvo durante tres décadas. Esta política se conoció como industrialización por sustitución de importaciones. Su objetivo consistió en liberar a la economía nacional de la dependencia que sufría ante las economías desarrolladas que, al controlar los mercados internacionales, sometían a la economía del país a asumir una función específica en la economía global: ser una mera exportadora de materias primas y consumidora de productos manufacturados en el extranjero. Desde un cálculo económico estatal, fue una política exitosa. Se logró industrializar una parte significativa de los procesos productivos de sectores estratégicos de la economía nacional, como la explotación y manufactura de materias primas, la producción y abastecimiento de energía, la infraestructura del sistema logístico o la obra pública, entre otras áreas. Esta nueva matriz productiva sentó las bases necesarias para una política de diversificación productiva que se tradujo en la fundación de nuevas fábricas e instituciones educativas especializadas en la formación profesional de la fuerza de trabajo requerida para este propósito. Ello hizo posible el desarrollo y coordinación de una importante cadena de producción y consumo industrial que se proponía avanzar hacia un modelo de crecimiento que llegase a ser capaz de autoabastecerse. Huachipato fue una de las tantas industrias que nacieron de esta política. Una industria que adquirió un rol estratégico respecto a los planes de desarrollo de las principales ramas industriales. La dictadura que siguió al golpe cívico militar de 1973, significó una reversión radical de todo lo que la política económica estatal había logrado hasta entonces en materia de industrialización. Amparada en la impunidad que le ofrecía la dictadura militar, una nueva fracción capitalista se hizo con el control de las relaciones de producción e impuso un violento proceso de acumulación originaria que se concretó a través privatizaciones, cierre de fábricas, desmantelamiento de la infraestructura pública, desregulación de la economía y una apertura radical del mercado nacional en favor de los intereses del capital financiero. Este conjunto de medidas puso en marcha un violento proceso de desindustrialización. Huachipato fue una de las pocas industrias privatizadas que se mantuvo en funcionamiento. En su nuevo rol de empresa privada, su producción dejó de estar sometida al plan de desarrollo de la vieja y corta economía estatal, y pasó a regirse solo por el cálculo de crecimiento corporativo de sus propietarios. Con el modelo económico que impuso la nueva fracción capitalista dominante, la economía política del Estado fue forzada a volver a su matriz extractivista: exportadora de materias primas y consumidora de productos manufacturados por las economías desarrolladas. El terrorismo de Estado aseguró que este violento giro en materia de economía estatal ocurriera sin sobresaltos, sin resistencia y en total impunidad. Los defensores del nuevo modelo económico argumentaron que la política industrializadora del Estado, su rol como principal capitalista industrial de la economía nacional, así como su política altamente proteccionista, habían afectado a la economía del país, frenando su crecimiento, apertura y expansión hacia el mercado global. Pero el Estado proteccionista no desapareció del todo. Cabe recordar que se conservó de él una función de vital interés para la clase capitalista: el fomento de la empresa -ya no pública, sino privada- mediante subvenciones, licitaciones e incentivos fiscales.
2. Tras décadas de acumulación privada exitosa, los nuevos propietarios de Huachipato han anunciado el cierre inminente de la empresa, argumentando que esta ha dejado de ser rentable a sus fines corporativos. De por sí, el cierre de una fábrica por baja o insuficiente rentabilidad no es una noticia novedosa en materia de competencia capitalista. Lo novedoso -más bien, lo tragicómico- del asunto, consiste en las explicaciones técnicas que ofrece el directorio de la empresa para justificar su cierre. En resumen, la empresa ya no sería rentable para sus propietarios debido a que el Estado no ha logrado asegurarle una posición de ventaja competitiva en los mercados locales e internacionales que le garantice un crecimiento sostenido. Los mismos capitalistas que abolieron la política económica estatal industrializadora y proteccionista, e impusieron un modelo económico de libre mercado radical, explican ahora su bancarrota, acusando la ausencia de un Estado proteccionista. Aunque con ello solo se refieren a un aspecto del clásico proteccionismo estatal: la restricción de las importaciones mediante barreras aduaneras, cuotas de importación, aranceles o reglamentos gubernamentales. Al parecer, la acusación consiste en que el Estado chileno ha operado con negligencia al ceñirse fanaticamente a su línea liberal y no haber adoptado medidas pertinentes y a tiempo, ante las consecuencias predecibles de algo que es propio de la competencia capitalista entre naciones: las economías desarrolladas imponen un orden de relaciones económicas internacionales que les permite administrar las ventajas y desventajas del resto de las economías nacionales como un medio más para su propio enriquecimiento.
3. Al explicar su crisis en términos de rentabilidad, Huachipato reconoce que la finalidad misma del capital es el crecimiento constante, y la rentabilidad, la vara que mide el éxito de tal propósito. La demanda de una intervención proteccionista por parte del Estado, demuestra hasta qué punto el éxito de la clase capitalista depende de la fortaleza de su Estado, de la capacidad de éste para posicionarse en la competencia internacional e imponer los intereses de la economía sobre la que domina. Es decir, los intereses de sus propios capitalistas. La urgencia con la que el directorio de Huachipato busca separar sus capitales de la empresa, liberándolos para invertir donde sea más rentable (so pena de un cierre definitivo y la consecuente cesantía para sus trabajadores), demuestra que la producción de mercancías y la creación de puestos de trabajo no son el fin de la iniciativa privada, sino sólo medios necesarios para la reproducción del capital, requeribles sólo a condición de que sean rentables para propietarios, es decir, para quienes acumulan las ganancias a título privado.
4. La crítica que el directorio de Huachipato hace contra el Estado, no consiste en que éste lleve a cabo una política que resulte negativa para el bienestar de sus ciudadanos, sino en que no es positiva para lo que debería ser el cálculo económico estatal: el éxito corporativo de los capitalistas sobre los que domina. En concreto, Huachipato se queja ante el Estado chileno de que este no garantiza para sus capitalistas lo que el Estado de China sí: una ventaja competitiva que asegura cuotas de mercado cada vez mayores.
5. Huachipato demanda una solución estatal a su problema privado y ha sido exitoso en sus negociaciones. La clase capitalista parece haber aprendido lo suficiente de las luchas de la clase asalariada y adopta estrategias similares ante el Estado. En su campaña por la intervención estatal a su favor, logró coordinar a todos los sectores que dependen directa e indirectamente de su existencia, incluso a las organizaciones sindicales y políticas. Supo articular una amenaza efectiva contra los intereses de la economía nacional, recurriendo a dos de los principales mecanismo de fuerza de los que dispone: a) el control de mando sobre una enorme masa de trabajadores asalariados y sus organizaciones sindicales (que utiliza estratégicamente como palanca de fuerza, amenazándoles de cesantía y obligándolos a presionar al Estado a favor de los intereses de la empresa), y b) su rol estratégico en la cadena de suministros que sustenta la estructura productiva y de desarrollo de infraestructura, (amenazando con desabastecimiento y la apertura de un ciclo de dependencia aún más aguda que la ya existente).
6. En tanto principal capitalista de la sociedad capitalista, el Estado asegura un balance positivo de la economía sobre la que domina, incentivando y favoreciendo el crecimiento de determinados grupos de capitales, por sobre el resto. Para el cálculo económico estatal, algunas empresas son más importantes que otras, ya sea por la magnitud del capital que administran en su economía o por el rol estratégico que ocupan en el mercado respecto a la competencia capitalista entre naciones. Este trato especial que el Estado reserva para algunas empresas se vuelve aún más evidente en situaciones de crisis del capital. La plena conciencia sobre esta relación de mutua dependencia y del derecho de poder movilizar sus capitales hacia negocios más rentables, si lo desearan, motiva a estas empresas a utilizar las crisis como una instancia de negociación con el Estado para conseguir nuevos o mayores privilegios y ventajas competitivas: como absorción de deuda, subvenciones, inyección de capitales, incentivos fiscales o nuevas licitaciones. Tendencialmente el Estado cede ante estas demandas y las justifica aludiendo al interés nacional común. Lo que de hecho, no es más que el rescate de los negocios privados de un pequeño grupo de propietarios, es disfrazado por el Estado como una intervención a favor de un amplio segmento de la sociedad: los trabajadores y sus familias, que dependen de sus puestos de trabajo y de los respectivos salarios para asegurar su subsistencia, y por extensión, la compleja red de actores en el mercado que dependen de la capacidad de consumo de los asalariados, a fin de mantener sus negocios en funcionamiento.
7. Las decisiones económicas del Estado tienen consecuencias contradictorias para el mundo capitalista. Ninguna de estas consecuencias es desconocida para el cálculo económico estatal. Lo que sucede de hecho es que el Estado planifica su economía según los mismos principios a los que se atienen los capitalistas, en tanto privados. La ley que prima es el aumento del poder económico del capital (algo necesario además para todo Estado en el constante intento de asegurarse ventajas en la competencia económica contra otras naciones). En lo que respecta al Estado, no es para nada desconocido que, cada cierto tiempo, la economía capitalista requiere de intervenciones, y que el responsable de ello es él mismo. Además de favorecer a los grupos capitalistas que resultan convenientes para la economía sobre la cual gobierna, y para lo que espera de ella en la competencia internacional, el Estado también procura un desarrollo constante de políticas que estimulen el empleo y el consumo. Que el Estado deba asumir la tarea de estimular el consumo y el empleo resulta muy revelador respecto de las contradicciones de la economía capitalista, que evidentemente, los capitalistas mismos son incapaces de resolver. En la sociedad capitalista no resulta para nada raro que el Estado reclame de la gente un mayor volumen de consumo con el fin de promover el crecimiento económico, o que promueva políticas para estimular el empleo, sin el cual el consumo sería imposible. Después de todo, la demanda de consumo es el medio a través del cual las empresas realizan su propósito real: el crecimiento económico corporativo. Lo que debería resultar por lo menos curioso –en el mejor de los casos revelador– , es que las políticas destinadas a estimular el consumo y el empleo no consideren para nada necesario el aumento de los ingresos como medio para impulsar el crecimiento. La razón para ello radica en la lógica que subyace al cálculo del negocio capitalista, y que revela una constante contradicción estructural. En el mercado, los ingresos de los asalariados son reclamados como medio para transformar las mercancías en dinero, y en función de ese interés, nunca son lo suficientemente altos. Pero por otro lado, los ingresos son costos para el balance empresarial, un gasto necesario para llegar a la ganancia, pero que a su vez la reduce, y en este sentido, siempre son calculados lo más bajo posible.
8. La crisis de Huachipato es un recordatorio de que para la clase asalariada, las consecuencias de la crisis son comunes: la amenaza de perder la única fuente de subsistencia. Las crisis del capital hacen aún más visible la verdadera función de la clase asalariada en la economía capitalista: ser una fuente de enriquecimiento para empleadores, calculada como factor de costo y demandada solo si resulta rentable para los propósitos corporativos. La crisis podría ser la última y definitiva instancia de claridad para quienes dependen del salario, respecto a que -en la economía capitalista- solo pueden asegurar su fuente de existencia, sometiéndose a los intereses de los propietarios del capital y que, por ende, entre empleadores y empleados priman intereses antagónicos e irreconciliables. Contrario a toda expectativa, incluso en un contexto de crisis, la clase asalariada prefiere ignorar que -a pesar de todos los esfuerzos productivos a lo largo de su vida- nunca llegará a liberarse de su dependencia del salario y que, por lo tanto, no dispone de otra alternativa para conquistar su libertad, sino aboliendo el dominio de la clase capitalista. Esto es, el régimen de propiedad privada, el sistema del salario y el monopolio de violencia que sostiene ese orden, el Estado. En lugar de aspirar a un control de la producción, los asalariados aceptan con resignación su dependencia del salario y todo lo que ello significa. Aún peor, se posicionan del lado de las empresas privadas, defendiendo sus intereses y apelando a su rescate, sin más objetivo que la simple conservación de puestos de trabajo. Si bien una defensa exitosa de los puestos de trabajo es un logro colectivo decisivo ante la necesidad de disponer de una fuente de ingresos, quienes dependen del salario, saben que solo han ganado tiempo hasta que la próxima crisis o una nueva decisión empresarial afecten sus intereses o, definitivamente, los condene a la pobreza absoluta.
9. El que los asalariados deban organizarse y recurrir a medidas de presión colectiva contra las empresas a fin de conseguir mejoras en sus condiciones laborales y salariales, dice mucho sobre la relación antagónica entre capital y trabajo. Las organizaciones sindicales no surgen como un capricho de los trabajadores, sino como una necesidad real. No obstante, estas han sido incapaces de articular una política de amplia unidad que organice los intereses objetivos de la clase asalariada en un todo común que trascienda las simples demandas sectoriales. El sindicalismo se ha acomodado a los límites impuestos por el marco legal que regula la explotación asalariada. Y en ese marco, no hay espacios para otros intereses que no sean los del capital. Esta conformidad con el dominio burgués, ha transformado a las organizaciones sindicales en verdaderas burocracias abocadas a administrar las expectativas de la clase asalariada. Esto es, la falsa ilusión de que se puede llegar a acuerdos justos entre capital y trabajo, acuerdos duraderos igualmente convenientes para ambas partes. En nombre del “salario justo”, las organizaciones sindicales promueven la falsa idea entre la clase asalariada, de que en las negociaciones colectivas se negocia la “distribución de la riqueza”. Nada más equivocado. Lo cierto es, que la productividad del trabajo (que alegan como buena razón para demandar aquella quimera que llaman salario justo) no es más que la cuota de ganancia del capital. Para la política sindical, el régimen del sistema salarial no es un problema en sí, que deba ser superado. Y, por ende, tampoco lo es que capitalistas generen y aumenten sus riquezas a costa del trabajo ajeno, siempre y cuando el enriquecimiento privado se traduzca en una estabilidad laboral o, en el mejor de los casos, en mejoras salariales. Los sindicalistas no se equivocan al argumentar sus demandas en el hecho de que el trabajo asalariado es la fuente de enriquecimiento de la empresa privada y, por ende, de la economía estatal. Se equivocan en sus demandas. Y es que, ni los salarios ni la creación de puestos de trabajo son la finalidad de la economía privada, sino solo un medio al que capitalistas deben recurrir para la reproducción del capital. Incluso en un escenario de estabilidad laboral y con salarios que permitan un consumo relativamente alto, los salarios permanecen como un factor de costo para los empleadores. Uno que estarán dispuestos a pagar, siempre y cuando ese costo asegure su propio enriquecimiento. Las aspiraciones actuales del sindicalismo llevan a la derrota de la clase dependiente del salario.
Colectivo de pensamiento y acción marxista
“Teresa Flores”
Concepción, 13 de mayo, 2024