Por Sarah Babiker
Otra vez Israel nos demuestra que puede hacer lo que quiera. Sus tentáculos de intereses económicos y sus sofisticadas bombas son capaces de asesinar a la justicia misma. En sus fosas comunes, junto a miles de palestinos, yace la dignidad humana.
He pasado la noche abrazada a mi hija menor, pensando en las hijas de otras madres, en las madres de otras niñas pasar la noche bajo las bombas en Rafah. Cada tanto tomaba el móvil y me metía en las redes, y allí encontraba a otras como yo, en una insomne constatación de la impotencia y el horror. Aún con restos improcedentes de incredulidad ante este nuevo salto adelante en el genocidio, que llega una vez más en la impunidad más absoluta.
En nuestras vigilias se ha enquistado un duelo universal, una elegía por los cánticos y los gritos y las pancartas de millones de personas en el mundo, acalladas una vez más por el ruido de la artillería. Una pena histórica por el esfuerzo pisoteado de miles de personas que han bloqueado fábricas de armas, que se han organizado en interminables asambleas, redes de activistas incansables que han hecho una gran labor de pedagogía social, señalando el colonialismo, enterrando el mito de los dos bandos, empujando el boicot, la desinversión y las sanciones. Un luto punzante por aquellas esperanzas efímeras que los procesos contra Israel y su gobierno ante la Corte Internacional de Justicia o la Corte Penal Internacional nos dieron.
Otra vez Israel nos demuestra que puede hacer lo que quiera. Sus tentáculos de intereses económicos y sus sofisticadas bombas son capaces de asesinar a la justicia misma. En sus fosas comunes, junto a miles de palestinos, yace la dignidad humana. Su próspera industria de armamento y vigilancia, las redes clientelares que ha sabido urdir en todo el mundo, la compra de voluntades políticas y medios de comunicación, parecen tener siempre la última palabra. Decreta el exterminio para una población de resistentes, un pueblo superviviente a 75 años de ocupación, a siete meses de implacable masacre. Dirige la represión violenta de quienes ponen el cuerpo contra la complicidad de sus gobiernos. El sionismo ha infectado el organismo de una democracia que ya venía anémica y sin defensas, y amenaza con acabar de rematarla.
Llevo semanas queriendo escribir un artículo que fuese una oda a los valientes, a quienes gritan en mitad de una junta de accionistas o del mitin de un político mercenario, rompiendo la farsa con su voz y sus agallas, llamando genocidio al genocidio rodeados de hostilidad o silencio. Esa gente que aparece en las redes, desgañitándose mientras un guardia de seguridad o la policía —que parece en todos los países al servicio del sionismo— se los lleva de ahí esposados, de malos modos, sin conseguir callarlos. Llevo días empezando frases en la que palpita la fe en esas multitudes que organizan el grito y lo hacen permanecer y expandirse en acampadas y sentadas, el reconocimiento hacia los cuerpos jóvenes que prefieren jugarse su integridad y su futuro a dejar que se normalice el genocidio. He soñado como tantas otras, con una primavera antisionista.
Pero ayer Israel quiso mostrar que es capaz de arrasar cualquier primavera. Hizo lo que lleva meses amenazando con hacer sin que nadie con poder haya querido detenerlo. Empezó su ofensiva final de una masacre que nunca acaba, expulsó de nuevo a los expulsados, bombardeó de nuevo a las bombardeadas, aniquiló cualquier posibilidad de refugio. Los gobiernos que no han roto sus relaciones con Israel están también aniquilando a niños en Gaza, la retórica que no se traduce en hechos está impregnada de sangre, la diplomacia inútil de quienes no han querido, teniendo el poder para hacerlo, darle un golpe a la mesa, volcar el tablero, es un idioma de muerte.
Yo quería escribir una oda a los valientes, una carta de amor a quienes sobreviven a las bombas y a quienes cayeron, una plegaria laica para las multitudes que no pueden soportar el genocidio y siguen desgañitándose en las calles o en una miriada de insomnios. Pero hoy, solo puedo pensar en la cobardía y el fracaso. Es incomprensible, inasumible que nuestro gobierno, como tantos otros, no haya roto relaciones diplomáticas y comerciales con Israel, que su embajadora continúe impunemente en el país. Es inconcebible que romper relaciones diplomáticas con el supremacismo psicópata sea la excepción y no la regla. Es insoportable pensar que en unos días Israel va a tener una ocasión más de blanquear su colonialismo asesino en un espectáculo de luz, música y color, de la mano de todos los países europeos. La banda sonora del genocidio contará con una solista israelí y un coro cómplice internacional financiado con nuestros impuestos.
Yo quería escribir una oda a los valientes, invocar a la esperanza que traen las multitudes habitadas de dignidad que perseveran en las calles y en los campus. Pero ahora solo me inunda el desprecio a los cobardes, el odio a la complicidad. Gracias a esa complicidad indigna y cobarde, Israel puede una vez más inscribir su mensaje para el mundo sobre los cuerpos de los palestinos, entre las ruinas de Gaza: que el fascismo es una máquina de matar que se mofa del valor o la justicia, es el fin de todo lo humano, es el destino que nos espera a todas si el sionismo sigue imponiendo su mandato en el programa de las elites.
No basta entonces con escribir odas a las valientes, mirar con admiración a las multitudes que permanecen. Tenemos que ser valientes todas, multitud todas, porque la alternativa es la política de la muerte, la cultura del genocidio. Porque somos gobernados por cómplices y cobardes, y de ellos ya nada queda esperar.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/palestina/israel-deja-dignidad-refugio