Por Rubén Andrés
- El Síndrome de hubris es un desorden psicológico de comportamiento que afecta a las personas que ostentan poder
- La deshumanización de las empresas suscitada por la competitividad contribuye a la desconexión de los directivos con respecto a la realidad de sus empleados
La tecnología está omnipresente en tu día a día, desde que te levantas hasta que te acuestas. Usas móviles llenos de aplicaciones, ordenadores, sistemas GPS, te desplazas en coches, usas servicios digitales. Esa omnipresencia digital ha encumbrado a los directivos y fundadores de las empresas tecnológicas a posiciones de poder que, hasta la fecha, estaban reservadas a autoridades políticas, religiosas o sociales.
El ascenso meteórico en la cotización de las tecnológicas ha convertido en multimillonarios a sus fundadores o directivos, y les ha dado un enorme poder que les lleva a desafiar a gobiernos de países e influir en las políticas de los mismos. Un ejemplo de ello puede ser el pulso que mantienen empresas como Apple, Google, Meta, Starlink, Tesla, Huawei o TikTok con gobiernos de EEUU, Europa o China o Rusia.
El poder que ostentan los dirigentes de esas empresas es tal que, como si de faraones o señores feudales se tratara, crea una distancia tan grande entre ellos y sus empleados, que desconectan de la realidad de lo que es el trabajo en sus empresas o de los retos diarios de sus empleados.
Aunque su comportamiento pudiera parecer el de unos déspotas millonarios, es probable que su poder les haya provocado algo más complicado: un desorden psicológico en su comportamiento. Una «enfermedad del poder».
«El poder a estas escalas tiende a distanciar a quien lo ostenta. Se elevan como en un pedestal y toman distancia de lo que los demás sienten. Ahí tenemos un problema, porque se psicopatízan», comenta Inés Bárcenas Taland, psicóloga clínica y profesora en la Universidad Francisco de Vitoria
Casos reales: conectados al éxito, desconectados de la realidad
Un ejemplo de hemeroteca: hace algunos meses, Spotify anunciaba el despido de un 17% de su plantilla. Cualquiera podría llegar a la conclusión de que prescindir de 1.500 personas tendría un impacto en el rendimiento de la compañía. Es decir, lo que sea que hicieran esas 1.500 personas iba a dejar de hacerse.
Sin embargo, y esto es lo llamativo, meses más tarde, Fortune publicaba un artículo en el que Daniel Ek, CEO de Spotify, se sorprendía de lo mucho que había afectado el despido en bloque de parte de la plantilla a las operaciones de la compañía. «Aunque no hay duda de que fue la decisión estratégica correcta, interrumpió nuestras operaciones diarias más de lo que esperábamos”, dijo Ek en su valoración frente a los accionistas. Es como quitarle una de sus ruedas a un coche y pretender que eso no afecte a su conducción.
En los meses posteriores al despido, la empresa disfrutó de un incremento en los beneficios ya que, al fin y al cabo, se había deshecho de un 17% de sus costes laborales. Sin embargo, Daniel Ek señaló a las dificultades operativas relacionadas con el personal como culpables de no alcanzar el objetivo de ganancias del primer trimestre de 2024.
Dicho de otro modo, Daniel EK no calculó que los 1.500 empleados que despidió hacían un trabajo y que esa ausencia iba a tener un impacto en los resultados de la empresa.
Hace unas semanas, Elon Musk despedía en bloque a todo el departamento de supercargadores de Tesla. 500 empleados que se encargaban desde pagar a los proveedores de la red de cargadores de la compañía hasta ingenieros que desarrollaban nuevos productos de carga y almacenamiento de energía.
Los efectos de este despido se dejaron notar en menos tiempo que los de Spotify. En menos de dos semanas, los proveedores de Tesla ya estaban llamando a la compañía para que alguien de Tesla pagara sus facturas o supervisara la construcción de nuevas estaciones. En definitiva, que alguien hiciera el trabajo de esos 500 empleados que habían sido despedidos. Obviamente, a Elon Musk no le quedó otra alternativa que volver a contratar a muchos de los que había despedido.
El caso de Musk es especialmente llamativo porque no es la primera vez que el millonario lo hacía. Durante la toma de posesión de Twitter a finales de 2022, el magnate terminó despidiendo al 80% de la plantilla de la red social. Eso hizo que muchos de los departamentos de Twitter, como el de moderación, quedaran desatendidos de la noche a la mañana. Al cabo de unos meses, Elon Musk tuvo que volver a contratar a buena parte de ese departamento para mantenerlo en funcionamiento.
«Enfermos» de poder: el Síndrome de hubris
Como apuntaba la doctora Bárcenas, tras las muestras de disociación de la realidad de sus empresas y empleados, encontramos un desorden de comportamiento (que no enfermedad) llamado Síndrome de hubris.
«El Síndrome de hubris describe cómo las posiciones de poder pueden afectar al comportamiento de los seres humanos, despojándonos de algo fundamental en nosotros como mamíferos y como especie, que es de la empatía y de la noción de que nuestros actos tienen efecto en otras personas», apunta profesora de Psicología Clínica.
El término lo acuñó en 2008 el neurólogo, miembro de la Cámara de los Lores y excanciller británico David Owen en su libro ‘En el poder y en la enfermedad’. El neurólogo, muy acostumbrado a manejarse en entornos de poder, investigó y describió una «patología» que afecta a las personas que ejercen el poder en cualquiera de sus formas. Sus síntomas se han identificado en campos tan dispares como la política, la religión, las finanzas e incluso la medicina.
El origen de su nombre proviene del griego ‘hubris’ o ‘hybris’, que significa ‘arrogancia’, describiendo una de sus manifestaciones más evidentes: la falta de humildad y empatía hacia los empleados, ciudadanos, pacientes o clientes. Lo curioso de este fenómeno es que, tan pronto desaparece esa exposición al poder, también desaparece el síndrome, y la persona recupera su conducta natural.
«El poder en sí no tiene por qué deformar al ser humano, pero hay personas a las que el poder les va a sentar especialmente mal porque ya muestran rasgos de personalidad narcisista y antisocial. Eso evolucionará no solo en un desorden de la conducta que les lleve a tomar decisiones arbitrarias, sino también un desorden de la percepción de sí mismos y del mundo», señala Bárcenas.
Este desorden de comportamiento describe una desconexión progresiva en la percepción de la realidad de quienes ostentan el poder. El síndrome les conduce a un narcisismo obsesivo y paranoide que les hace desoír consejos o discrepancias de su entorno, competitividad extrema y una tendencia a creerse en posesión de la verdad absoluta hasta que se desconectan totalmente de la realidad de su entorno. Sufren un proceso de radicalización del poder.
Aunque su descripción es reciente, los casos de Síndrome de hubris son tan antiguos como el ser humano. Cuando los generales romanos obtenían una gran victoria, se les homenajeaba con el Triumphus donde recibían una corona de laurel. Durante la celebración de su victoria, un esclavo situado unos pasos más atrás, no dejaba de susurrarle la expresión ‘memento mori’ (recuerda que morirás) para mantener a raya su ego. De poco sirvió. Césares y emperadores romanos como Claudio, Marco Antonio o Calígula mostraron claros síntomas del Síndrome de hubris.
Los papas de Roma también contaban con una figura “protectora” contra el Síndrome de hubris. Durante la coronación del nuevo papa, un monje intervenía y pronunciaba la alocución ‘Sancte Pater, sic transit gloria mundi’ (así pasa la gloria del mundo), que les recordaba que todo el poder que se le otorgaba era efímero. «Al igual que la fama, el poder es altamente peligroso, y a nivel psicológico es muy complicado gestionarlo porque la dopamina que genera lo convierte en adictivo. La cordura es algo que hay que labrarse día a día», señala la doctora Bárcenas.
Según David Owen, políticos como George Bush y el británico Tony Blair, o dictadores como Hitler o Stalin mostraron rasgos en su comportamiento que apuntaba a este síndrome, con claros síntomas de megalomanía. Como destaca el especializado Psichology Today, este síndrome se puede encontrar incluso en personajes de ficción como el malvado tío Jafar de ‘El Rey León’, o la evolución de Daenerys Targaryen desde el inicio de la serie, hasta que en la última temporada ya se muestra como una déspota tirana presa del Síndrome.
No es nada personal, son negocios
Algunas empresas fomentan la competitividad extrema entre empleados como sinónimo de éxito. Sin embargo, investigaciones del departamento de psicología de la Universidad de la Columbia Británica en Vancouver, han demostrado que esos comportamientos conducen a la deshumanización de las organizaciones.
Investigadores de la Universidad de Concepción en Chile, descubrieron que conseguir esa deshumanización deja vía libre para que quienes ostentan el poder puedan ejercerlo manteniendo una distancia psicológica. Así, el sufrimiento que generan sus decisiones no les afecta. Los empleados “persona” simplemente desaparecen de la ecuación. Los gritos o insultos de los superiores, las jornadas de 16 horas o los despidos no son nada personal, solo negocios.
Silvia Rivela, arquitecta, divulgadora especialista en futuro del trabajo y youtuber, nos comenta: «Más que de desconexión, yo hablaría de descontextualización. Son personas que están totalmente descontextualizadas del mundo porque su propósito, su visión, es tan fuerte que les hace estar a otro nivel contextual. Están descontextualizados de la realidad que nosotros entendemos, porque tienen una realidad propia, con sus propios parámetros distintos a los nuestros y, por tanto, no se identifican con sus empleados».
Esa deshumanización también se produce con el exceso de laminación en la estructura de las empresas. La excesiva jerarquía levanta un muro infranqueable entre quienes ocupan la base de masa laboral de la empresa y la cúspide de la pirámide de dirección. En Meta, el propio Mark Zuckerberg tuvo que tomar cartas en el asunto para aplanar la estructura jerárquica de la compañía, que estaba creciendo de forma artificial.
No obstante, como una muestra más de esa deshumanización, Silvia Rivela destaca que «[…] el aplanamiento tiene que ver con responder a los accionistas. Si por ellos fuera no cambiarían nada. Les ha funcionado durante años, ¿por qué iban a cambiar? Nos cuesta hacer las cosas diferentes, así que siempre hay un motivo económico detrás o una necesidad real que tiene que ver con necesidad de mercado y que si no cambian, mueren. Estas son las únicas motivaciones, no el bienestar de los de empleados».
Esa deshumanización contribuye a convertir a las plantillas en simples celdas de una hoja de cálculo que se pueden eliminar sin más problema del balance de gastos de un informe anual para inversores cuando las cifras no acompañan. «Una muestra de su descontextualización es que, para Elon Musk echar a 500 personas de su departamento más innovador no suponía un problema, porque si no, no los habría despedido. Del mismo modo, no le ha supuesto ningún problema volver a contratarlos. Evalúan sus riesgos en base a su propio contexto de realidad, que es totalmente distinto al nuestro», apunta Rivela.
La desconexión con la realidad de sus empleados provoca que los altos directivos desconozcan el alcance real del trabajo de cada puesto, y los reducen a datos abstractos como su productividad.
El problema, según declaraba Jason Furman, profesor de la Universidad de Harvard y exdirector del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, en un artículo de Bloomberg, es que las empresas no estaban midiendo correctamente la productividad de sus empleados. «Toman un valor propenso a errores—la producción—y lo dividen por un valor todavía más propenso a errores, las horas trabajadas».
Según Furman, es fácil contabilizar la productividad de una fábrica: se cuentan cuantos tornillos ha fabricado un obrero y se divide por las horas de su jornada. Pero, ¿cómo se mide la productividad de alguien de administración, de recursos humanos, o de alguien que cuida a un anciano? Jim Bartolomea, vicepresidente senior de Personas en ClickUp reflexiona sobre ello en este artículo.
Hay empresas que basan su estimación de productividad en encuestas sobre cómo de productivos se sienten sus empleados, e incluso miden la productividad de los empleados por el número de correos que responden. Según publicaba The Guardian, el Manchester United es una de esas empresas.
Todo esto indica que los datos sobre productividad de los empleados que manejan los directores son poco menos que estimaciones, no el fruto del conocimiento de cada puesto. Por ello no es raro que se sorprendan cuando, al despedir al 20% de una plantilla con una productividad baja, entre en escena la obstinada realidad, y la empresa se paralice.
Dirigir desde una atalaya salarial
Otro de los factores que contribuyen a esa desconexión entre los consejeros delegados y sus empleados, es la brecha salarial que existe entre ellos. Según datos del informe Evolución de indicadores de buen gobierno en las empresas del IBEX 35 elaborado por CCOO con datos de 2022, los directivos de empresas como Inditex registran unos salarios 191 veces superiores a sus empleados.
Cabe destacar que, en estos casos, hablamos de directivos que dirigen la empresa, no de fundadores o inversores que ponen en riesgo su capital. La ruptura con la realidad de la empresa se agrava cuando, como publica Fast Company en uno de sus artículos, los directores ejecutivos de las grandes corporaciones cobran salarios y primas millonarias independientemente de los resultados obtenidos por las empresas que dirigen.
Por citar uno de estos ejemplos, Stéphane Bancel, director ejecutivo de la farmacéutica Moderna recibió una bonificación de 17,07 millones de dólares, mientras la compañía que dirige registró una caída de beneficios del 41,2%, desvinculando a sus directivos de cualquier responsabilidad sobre las decisiones que tomen.
El Síndrome de hubris, en definitiva, es la punta del iceberg de un sistema empresarial con preferencia por determinados valores de liderazgo: competitividad, individualismo o falta de empatía. Eso no significa que toda persona que ostente un cierto poder vaya a convertirse en un déspota. Pero el poder, en sí mismo, tampoco es responsable de esa desconexión de la realidad.
Si una persona muestra predisposición natural, es más que probable que el poder le lleve hasta el borde del precipicio del Síndrome de hubris.