Entre la traición programática, la gestión neoliberal y la administración de la impunidad
POR NAHUEL
Introducción
La experiencia del gobierno de Gabriel Boric Font representa, para vastos sectores de la izquierda chilena y del movimiento popular, una profunda decepción. Surgido apropiándose oportunistamente de la rebelión popular de octubre de 2019 y legitimado por un programa que prometía transformaciones estructurales, su administración ha devenido en una co-gestión del modelo neoliberal, con políticas públicas que refuerzan las estructuras de dominación históricas en el país. Este documento aborda críticamente las principales dimensiones en las que se expresa esta deriva conservadora, abordando el incumplimiento de su programa original, su alineamiento con los intereses del capital extractivista y forestal, su militarización del Wallmapu, su política laboral funcional al empresariado, su respaldo irrestricto a Carabineros y su complicidad con la impunidad en relación con las violaciones de derechos humanos cometidas durante la rebelión.
I. El abandono del programa y la renuncia a la transformación

Uno de los aspectos más vergonzoso para las y los que votaron por Gabriel Boric ha sido su temprano y progresivo abandono del programa de transformaciones sociales con el que accedió a La Moneda. Las promesas de un nuevo pacto social basado en derechos universales —educación, salud, pensiones y vivienda— han sido sistemáticamente postergadas o desdibujadas en nombre de una «responsabilidad fiscal» dictada por los mismos sectores económicos que el programa original pretendía cuestionar. La reforma tributaria, piedra angular de su programa, fue rápidamente sacrificada sin mayor resistencia institucional. A su vez, la promesa de una nueva Constitución —insigne bandera del progresismo y la izquierda neoliberal— terminó reducida a un proceso tecnocrático y capturado por los sectores más conservadores del país, sin que el Ejecutivo utilizara su liderazgo político para defender un texto mínimamente progresista, en el papel.
Este abandono del ideario transformador expresa no solo una derrota institucional, sino una claudicación política y moral ante los poderes fácticos. Se configura así un gobierno que, al priorizar la estabilidad por sobre la justicia social, perpetúa las condiciones de desigualdad estructural y deslegitima la posibilidad de un proyecto emancipador dentro de su propio marco institucional.
II. Educación pública gratuita y de calidad: la traición al horizonte de derechos sociales y el blindaje del CAE

La promesa de avanzar hacia una educación pública, gratuita, de calidad y desmercantilizada fue uno de los compromisos más emblemáticos del programa de Gabriel Boric, herencia directa de las luchas del movimiento estudiantil que él mismo protagonizó en 2011. Sin embargo, al igual que en otras áreas clave, su gobierno ha optado por abandonar esta demanda histórica, administrando el sistema educativo bajo los mismos criterios de mercado que han profundizado la segregación, el endeudamiento y la desigualdad.
En lugar de avanzar hacia un sistema verdaderamente universal y gratuito en todos sus niveles, el gobierno ha ratificado el modelo de financiamiento competitivo basado en la lógica de “voucher” (subvención por estudiante), perpetuando la dependencia de las instituciones públicas respecto de la matrícula y el rendimiento. No se ha avanzado en una reforma estructural que fortalezca la educación pública, ni en un plan robusto de financiamiento basal para las universidades estatales, ni en un proceso de desmunicipalización que democratice la gestión escolar. Por el contrario, se ha naturalizado el abandono estatal de los territorios, dejando a su suerte a comunidades educativas precarizadas, particularmente en zonas rurales y periféricas.
A esto se suma el abandono explícito de la promesa de condonar la deuda educativa contraída a través del Crédito con Aval del Estado (CAE), uno de los mecanismos más perversos de la mercantilización del derecho a la educación. Tras meses de ambigüedad, el Ejecutivo reconoció que no impulsaría la condonación universal del CAE —tal como lo comprometía el programa de gobierno—, optando por una “solución focalizada” y de largo plazo que, en la práctica, significa la perpetuación del endeudamiento de más de 700 mil personas, muchas de ellas pertenecientes a sectores populares que vieron en la educación una vía de movilidad social y que hoy enfrentan la ruina económica.
Este viraje no es una simple omisión técnica: es una renuncia deliberada a una de las principales banderas del ciclo de movilización estudiantil y una señal de subordinación total a los intereses del sistema financiero, que ha lucrado durante años con la desesperación de jóvenes endeudados por estudiar. El CAE, lejos de ser desmantelado, se ha consolidado como una herramienta de disciplinamiento social, y el gobierno de Boric ha decidido proteger ese engranaje en lugar de desmontarlo.
Este abandono constituye no solo una traición programática, sino una traición ética a toda una generación movilizada que luchó por una educación como derecho y no como mercancía. Al legitimar el endeudamiento estructural y renunciar a la desmercantilización de la educación, el gobierno reafirma el carácter neoliberal del sistema educativo chileno y vacía de contenido una de las principales demandas sociales que dieron origen a su propia candidatura.
Así, la política educativa del actual gobierno no representa una transición hacia un nuevo modelo, sino la profundización del modelo existente. La educación pública no ha sido prioridad, el CAE no ha sido desmontado, y las promesas de gratuidad universal y justicia educativa han sido archivadas en nombre de una gobernabilidad que sigue privilegiando los intereses de los bancos y las universidades privadas. En el Chile de Boric, estudiar sigue siendo un lujo que se paga con años de deuda, frustración y precariedad.
III. Extractivismo, acuerdos comerciales y alianza con el empresariado forestal

Lejos de cuestionar el modelo económico basado en el extractivismo, el gobierno de Boric ha consolidado y expandido la lógica neoliberal de acumulación por desposesión. En el plano internacional, ha suscrito nuevos tratados de libre comercio, como el TPP-11, pese a que en campaña había manifestado una oposición abierta a este tipo de instrumentos. La firma de estos acuerdos profundiza la dependencia de Chile del capital transnacional, limita la soberanía regulatoria del Estado y pone en jaque los derechos laborales, ambientales y territoriales de las comunidades.
Internamente, la política extractivista se ha expresado en una colaboración activa con el empresariado forestal, especialmente en el Wallmapu. Las zonas devastadas por monocultivos de pino y eucalipto siguen siendo gestionadas con un enfoque mercantil que ignora los derechos históricos del pueblo mapuche y acelera la degradación ecológica. El gobierno ha legitimado este modelo bajo un discurso de «desarrollo sostenible», sin alterar en lo más mínimo la arquitectura productiva que ha convertido al sur del país en un enclave extractivo de alto rendimiento para unos pocos grupos económicos.
IV. El pacto con Soquimich: legitimación del extractivismo y blanqueamiento de Ponce Lerou
La alianza anunciada entre el gobierno de Gabriel Boric, a través de Codelco, y la empresa Soquimich (SQM) para la explotación del litio representa una de las claudicaciones más significativas de su administración frente al poder económico neoliberal. Este acuerdo no solo consolida la continuidad del modelo extractivista, sino que reintroduce en la esfera pública a una de las figuras más desprestigiadas del empresariado chileno: Julio Ponce Lerou, ex yerno de Pinochet y símbolo de la corrupción estructural del modelo económico chileno.
Pese al discurso sobre el “control estatal del litio”, lo cierto es que este pacto perpetúa el dominio privado sobre uno de los recursos estratégicos del país. La participación de Codelco en calidad de socio minoritario y sin control efectivo sobre la gobernanza del proyecto refuerza la subordinación del Estado a los intereses del capital. Esta decisión contradice las aspiraciones de soberanía económica, autonomía territorial y transición justa que el propio Boric levantó en su campaña presidencial. Al avalar este acuerdo, el gobierno no solo perpetúa la lógica del saqueo ecológico, sino que legitima la impunidad de quienes construyeron sus fortunas mediante el despojo, la colusión y la corrupción.
V. Reforma previsional: salvataje a las AFP y continuidad del negocio de las pensiones

La reforma al sistema previsional impulsada por el gobierno ha sido presentada como un avance hacia un sistema mixto, solidario y más justo. Sin embargo, en su arquitectura real, la propuesta mantiene intacto el corazón del modelo heredado de la dictadura: la capitalización individual y la hegemonía de las AFP como gestoras privadas de los fondos de pensiones. Lejos de eliminar a las AFP, como prometía el Frente Amplio y el Partido Comunista en su origen, el gobierno ha optado por una reforma que les garantiza un flujo continuo de dineros frescos, con la promesa de una supuesta competencia con entidades estatales que aún no existen ni tienen garantizado su control mayoritario.
La reforma no enfrenta el problema estructural del sistema previsional chileno: que las pensiones son bajas porque los fondos se utilizan para enriquecer al sistema financiero y no para asegurar jubilaciones dignas. La separación entre el seguro social y la cotización individual opera como una forma de contención simbólica, pero no como una transformación real del modelo. Los principales conglomerados empresariales —propietarios de las AFP— han expresado su satisfacción con la reforma, lo que refleja su naturaleza conservadora y su funcionalidad para perpetuar un sistema injusto y lucrativo para unos pocos.
VI. El perdonazo a las Isapres: rendición ante la industria de la salud
Otro de los episodios más alarmantes del actual gobierno ha sido su intervención directa para asegurar la continuidad del sistema privado de salud a través del llamado «salvataje» o «perdonazo» a las Isapres. Frente al fallo de la Corte Suprema que obligaba a estas entidades a devolver cobros ilegales por la aplicación indebida de la tabla de factores, el Ejecutivo optó por intervenir legislativamente para diluir los efectos de la sentencia, extendiendo plazos y flexibilizando los mecanismos de pago. Esta decisión no solo atenta contra el principio de legalidad y el respeto al poder judicial, sino que representa una subordinación explícita a los intereses de un sector económico que ha lucrado durante décadas con un derecho fundamental.
La lógica detrás del perdonazo no es nueva: se trata de la idea de que el «colapso del sistema» debe evitarse a toda costa, incluso si esto implica violar el principio de justicia y sacrificar a millones de usuarios. En lugar de utilizar esta crisis como una oportunidad para avanzar hacia un sistema público, universal y solidario de salud, el gobierno ha optado por estabilizar al mercado sanitario. Así, Boric abandona nuevamente su promesa de “terminar con el negocio de la salud”, prefiriendo garantizar la continuidad de un modelo privatizado, desigual y mercantilizado.
VII. Militarización del Wallmapu y criminalización del pueblo mapuche

Una de las políticas más contradictorias con el discurso de derechos humanos que levantó Gabriel Boric ha sido la profundización de la militarización del Wallmapu. El estado de excepción constitucional en el Wallmapu, renovado una y otra vez por el Ejecutivo, constituye una grave regresión autoritaria y una forma de administración colonial del conflicto territorial.
Boric no solo ha mantenido, sino que ha fortalecido la presencia de las Fuerzas Armadas en territorio mapuche, reproduciendo el enfoque securitario instalado por los gobiernos de Piñera y Bachelet. A ello se suma la criminalización de los líderes mapuche, la utilización de la prisión preventiva como mecanismo de castigo político y la mantención de una justicia penal sesgada que reproduce el racismo estructural del Estado chileno. Lejos de avanzar hacia un diálogo con autodeterminación y reconocimiento de las comunidades autónomas, el gobierno ha optado por la represión y la judicialización del conflicto, avalando de facto la ocupación violenta de tierras por parte del capital forestal.
VIII. Reforma laboral de las 40 horas: la domesticación del horizonte emancipador

La reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales fue presentada como uno de los principales logros de la administración Boric. Sin embargo, esta medida —pese a su progresividad relativa— fue implementada con un enfoque profundamente funcional al empresariado, que participó activamente en su diseño e implementación. La gradualidad extrema, las excepciones contractuales y la flexibilidad pactada entre empleadores y trabajadores diluyen el potencial transformador de la medida.
Esta política evidencia una tendencia del gobierno a construir reformas desde el consenso con los sectores dominantes, incluso cuando se trata de materias históricamente impulsadas por el movimiento sindical. Lejos de confrontar el poder empresarial o de fortalecer la negociación colectiva, Boric ha buscado una «armonía» que termina subordinando las conquistas laborales a la lógica de la competitividad capitalista.
IX. Blindaje al alto mando de Carabineros y legitimación de la violencia institucional

Otra de las grietas fundamentales entre el discurso y la práctica del gobierno de Boric se expresa en su trato con Carabineros de Chile. A pesar del amplio consenso social sobre la necesidad de reformar estructuralmente esta institución tras su papel represivo durante la revuelta de 2019, el gobierno optó por blindarla política, comunicacional y presupuestariamente.
Lejos de avanzar hacia la disolución de las corruptas instituciones policiales, el Ejecutivo ha incrementado el gasto en equipamiento, ha fortalecido las facultades represivas de la institución y ha normalizado la impunidad de sus mandos. La promoción del general Yáñez, imputado por su rol durante la represión de la rebelión, es una muestra palmaria de la complicidad del gobierno con la lógica de la impunidad institucionalizada.
X. La impunidad de los crímenes de la rebelión: entre el olvido y la traición

El gobierno de Boric asumió con la promesa explícita de justicia para las víctimas de la rebelión de octubre de 2019. Sin embargo, al día de hoy, los casos de mutilación ocular, tortura, asesinatos y detenciones arbitrarias siguen impunes. La Fiscalía ha cerrado causas por falta de pruebas, y el Ejecutivo ha evitado interceder de manera decidida a favor de las víctimas. Las reformas en materia de seguridad han priorizado el fortalecimiento policial y militar por sobre cualquier agenda de verdad, justicia y reparación.
Asimismo, las y los presos de la rebelión han sido abandonados por el Estado, mientras se refuerzan las medidas punitivistas y se elude el debate sobre una amnistía real y efectiva. Esta omisión constituye una traición ética a los sectores populares que protagonizaron la histórica movilización popular y que, en muchos casos, depositaron sus esperanzas en un gobierno que prometía justicia y reparación.
El testimonio de quienes han sido emblemas de la lucha por los derechos humanos durante y después de la revuelta corrobora esta decepción. La senadora Fabiola Campillai —víctima directa de la represión estatal en 2019— lo expresó de forma contundente tras su ruptura pública con el gobierno:
“He decidido no participar en esta Cuenta Pública, ya que, como muchos de ustedes, me siento decepcionada de este gobierno. Nos prometieron justicia y reparación, pero no han hecho nada por las víctimas del estallido social”.
Esta declaración no es solo una denuncia política, sino un testimonio que refleja el profundo malestar de los sectores sociales que creyeron en la promesa de un nuevo trato democrático y humano, y que hoy constatan el abandono.
XI. El desmontaje del relato progresista: feminismo de cartón, ecologismo de fachada y corrupción estructural
A medida que se desarrolla el gobierno de Gabriel Boric, se vuelve cada vez más evidente la distancia entre los discursos simbólicos que lo encumbraron y las prácticas políticas que efectivamente despliega desde el Estado. Los pilares identitarios que dieron sustento a su proyecto —el feminismo, el ecologismo y la transparencia— se han transformado en elementos de una narrativa progresista vaciada de contenido transformador. Lejos de representar una ruptura con el modelo neoliberal, estas banderas se han instrumentalizado para sostener una legitimidad discursiva que se desmorona en los hechos. En este apartado se abordan tres dimensiones clave de este desmontaje simbólico: el feminismo institucionalizado, el ecologismo de vitrina y la corrupción estructural.
1. El feminismo institucionalizado y su vaciamiento político
Desde el inicio de su mandato, Gabriel Boric se ha autoproclamado como el impulsor del “primer gobierno feminista de la historia de Chile”. La composición paritaria del gabinete y la instalación de una retórica de género en el espacio público han sido promovidas como símbolos de avance y transformación. No obstante, bajo esta superficie se esconde una profunda contradicción: el feminismo promovido por el Ejecutivo se ha limitado a una estética performativa que no ha sido capaz de traducirse en transformaciones materiales sustantivas para las mujeres y disidencias.
En la práctica, numerosas denuncias de violencia de género dentro de instituciones públicas, universidades, ministerios e incluso partidos del oficialismo han sido objeto de encubrimiento, minimización o gestión tecnocrática. Lejos de encarnar un compromiso con la justicia feminista, el gobierno ha optado por priorizar la estabilidad política y la protección de sus cuadros, incluso cuando estos están acusados de conductas graves, reproduciendo el mismo pacto de silencio que históricamente ha protegido a los agresores en el poder.
Uno de los ejemplos más elocuentes de esta complicidad estructural es el caso de Manuel Monsalve, subsecretario del Interior, quien fue acusado públicamente de violación. En lugar de generar una respuesta institucional firme —que implicara la apertura de una investigación independiente, la suspensión preventiva del cargo y el respaldo a la denunciante— el gobierno ha optado por el silencio y la omisión. El caso ha sido invisibilizado en los discursos oficiales y descartado del debate público por las autoridades, reafirmando que, cuando se trata de figuras clave dentro del aparato de poder, el feminismo institucionalizado prefiere callar antes que incomodar.

La actitud del Ejecutivo frente al caso Monsalve pone en evidencia que el supuesto compromiso con los derechos de las mujeres y disidencias no resiste la prueba de la práctica cuando se enfrentan a acusaciones que interpelan directamente a los sectores de poder político. Este silencio cómplice no solo vulnera el principio básico de justicia feminista —escuchar, creer y proteger a quienes denuncian—, sino que reafirma una cultura de impunidad que sigue protegiendo a los agresores en nombre de la gobernabilidad.
En el plano legislativo, los avances han sido escasos y superficiales. No se han promovido políticas públicas estructurales que aborden la precarización laboral femenina, el acceso universal a derechos sexuales y reproductivos o la construcción de un sistema nacional de cuidados que reconozca y redistribuya el trabajo doméstico y de cuidados históricamente feminizado. Tampoco se ha avanzado en el reconocimiento de las violencias específicas que viven mujeres indígenas, migrantes, rurales y disidentes sexuales, perpetuando su exclusión del ejercicio real del poder.
Así, el lenguaje feminista ha sido cooptado por el aparato institucional, convirtiéndose en una herramienta de legitimación simbólica más que en un instrumento de transformación social. Este “feminismo de cartón” responde a una lógica performativa que reproduce las jerarquías tradicionales de poder bajo una apariencia inclusiva, diluyendo el carácter subversivo del feminismo como proyecto político emancipador. Casos como el de Monsalve no son excepciones: son síntomas de un modelo que ha vaciado de contenido el feminismo, reduciéndolo a un sello comunicacional mientras preserva intactas las estructuras patriarcales del poder.
2. El ecologismo discursivo y la complicidad con el extractivismo

El relato ecologista ha sido otro eje discursivo central del gobierno de Boric. La promesa de una “transición ecológica justa” y la supuesta voluntad de enfrentar la crisis climática desde una perspectiva de justicia ambiental se han reiterado en múltiples discursos presidenciales. Sin embargo, esta narrativa ha chocado frontalmente con las decisiones políticas adoptadas por el Ejecutivo, que evidencian una profunda continuidad con el modelo extractivista neoliberal heredado de los gobiernos anteriores.
Uno de los ejemplos más contundentes es la aprobación del TPP-11 y la firma de nuevos tratados de libre comercio, los cuales refuerzan el carácter primario-exportador de la economía chilena y limitan la soberanía ambiental del país al subordinar las normativas nacionales a tribunales internacionales de arbitraje. Estas decisiones contradicen flagrantemente cualquier aspiración de autonomía ecológica y refuerzan la dependencia de los intereses corporativos transnacionales.
Asimismo, la continuidad y profundización de proyectos contaminantes en zonas de sacrificio como Quintero y Puchuncaví, sumada al reciente acuerdo con SQM para la extracción de litio en el Salar de Atacama, expone una política de transición energética completamente subordinada al capital global. En lugar de proteger los territorios y comunidades, el gobierno ha optado por una estrategia de “extractivismo verde” que perpetúa la lógica de saqueo y devastación ambiental bajo un nuevo ropaje discursivo.
La criminalización de activistas socioambientales y la ausencia de mecanismos efectivos de participación comunitaria en los procesos de toma de decisiones dan cuenta de una profunda desconexión entre el relato oficial y la realidad de las luchas territoriales. El gobierno, lejos de posicionarse como aliado de los pueblos que defienden sus ecosistemas, ha preferido aliarse con el gran empresariado minero, forestal y energético, reforzando así la matriz extractivista que sostiene al capitalismo chileno.
3. Corrupción estructural: del “gobierno distinto” a la repetición del guion neoliberal
El escándalo del “Caso Convenios” ha sido un punto de inflexión para el gobierno de Gabriel Boric, al desnudar la fragilidad ética de su promesa de cambio. Fundaciones vinculadas a partidos del oficialismo recibieron millonarios traspasos de recursos públicos sin control efectivo ni rendición de cuentas, evidenciando la existencia de redes clientelares que operan dentro del Estado bajo la lógica de favores políticos, nepotismo y uso instrumental del aparato público.
Lejos de representar un hecho aislado, este caso ha involucrado a ministerios, gobernaciones regionales y municipalidades, revelando un patrón sistémico de desviación de recursos y captura del Estado por parte de operadores políticos. El progresismo institucional que prometía “hacer las cosas de manera distinta” ha terminado replicando —e incluso perfeccionando— los vicios que históricamente se atribuían a la Concertación y la derecha: opacidad, acomodos partidarios y corrupción normalizada.
La respuesta del Ejecutivo ha sido a todas luces insuficiente. Más preocupada por evitar el desgaste político que por asumir responsabilidades, la administración ha optado por una estrategia defensiva: minimizar la magnitud del escándalo, proteger a los cuadros comprometidos y restringir el alcance de las investigaciones. Esta actitud no solo socava la confianza pública, sino que refuerza la percepción de que el proyecto de cambio se ha disuelto en el pragmatismo y el cálculo electoral.
En definitiva, la promesa de un gobierno éticamente superior y transformador ha quedado desmentida por una realidad donde el poder sigue funcionando con las mismas lógicas estructurales de siempre. El relato de transparencia y renovación institucional ha sido reemplazado por una gestión que reproduce —y en algunos casos intensifica— los mecanismos de corrupción y cooptación típicos del modelo neoliberal chileno.
Conclusión
El gobierno de Gabriel Boric ha consumado una traición histórica: no solo ha claudicado ante los poderes económicos y políticos que prometió combatir, sino que ha desmantelado la posibilidad misma de una transformación emancipadora desde dentro del Estado. En nombre de la “gobernabilidad” ha blindado a las élites, ha cooptado el lenguaje de los movimientos sociales para vaciarlo de contenido, y ha administrado con eficiencia tecnocrática el continuismo neoliberal.
Este no es simplemente un gobierno que fracasó en cumplir su programa: es una administración que se alineó conscientemente con las estructuras de dominación heredadas de la dictadura y reforzadas durante la transición pactada. Cada decisión —desde el pacto con las forestales y las mineras, hasta el blindaje a Carabineros y el salvataje de las Isapres— demuestra que el progresismo institucional no solo ha perdido el rumbo, sino que se ha convertido en un obstáculo activo para cualquier proyecto de justicia social real.
En este contexto, la izquierda rebelde y popular debe asumir una ruptura definitiva con el reformismo neoliberal y con sus administradores disfrazados de cambio. Es urgente construir un nuevo horizonte político desde abajo, radicalmente autónomo del Estado y de los partidos que lo sostienen, capaz de recuperar la fuerza insurgente de octubre de 2019, no para mendigar reformas, sino para disputar el poder real: económico, territorial y cultural. La lección que deja el gobierno de Boric no es de desilusión, sino de clarificación: la transformación no vendrá desde arriba, ni con sus instituciones, ni con sus líderes domesticados.
En cambio, solo la movilización popular organizada, crítica e irreverente —articulada en formas concretas de Poder Popular Comunitario— podrá abrir el camino hacia una nueva sociedad justa, solidaria y profundamente democrática. Esta apuesta no se trata solo de resistir, sino de construir desde los territorios otras formas de vida, de organización y de reproducción social, donde las comunidades decidan sobre lo que les afecta y recuperen el control sobre sus recursos, sus cuerpos y sus futuros.
El Poder Popular Comunitario no es una consigna vacía ni una utopía abstracta: es la experiencia acumulada de las ollas comunes, los comités de vivienda, las asambleas territoriales, las redes feministas y socioambientales que florecieron en la revuelta y que siguen dando batalla en cada rincón del país. Allí donde el Estado abandona o reprime, el pueblo organiza; donde el capital destruye, la comunidad reconstruye. De ahí debe emerger la fuerza para una transformación real, sostenida por la autonomía, la horizontalidad y la acción colectiva.
Hoy más que nunca, el desafío es político y cultural: reconstruir el tejido social desde abajo, desde la memoria de lucha y desde la esperanza activa de los pueblos. La tarea es enorme, pero también irreversible. Octubre no fue una excepción, fue un anuncio. Y el Poder Popular Comunitario puede ser su continuación organizada y consciente.
