Cuando salí del armario en Boston a mediados de la década de 1970, no tenía forma de saber que el movimiento lésbico y gay que estaba descubriendo era único en muchos sentidos. Como lesbiana novata, no tenía nada con qué compararlo, mas tampoco había nada con qué compararlo en la historia. Stonewall había tenido lugar sólo seis años antes y la militancia, la irreverencia y la alegría de aquellos comienzos seguían siendo muy evidentes.
Como mujer negra políticamente activa en el movimiento por los derechos civiles durante mis años de instituto y posteriormente en la militancia estudiantil negra y en el movimiento contra la guerra de Vietnam a medida que avanzaban los años sesenta, me parecía natural que el hecho de estar oprimida como lesbiana suscitase la misma respuesta colectiva militante contra el statu quo que mis otras opresiones. El movimiento gay y lésbico de Boston alcanzó la mayoría de edad en un contexto de activismo estudiantil, una contracultura visible, una izquierda relativamente organizada y un vibrante movimiento feminista. La ciudad siempre había contado con su propia forma de racismo particularmente violento y este se había polarizado aún más debido a la crisis del transporte escolar. Todas estas influencias superpuestas reforzaron al movimiento gay y lesbiano, así como las ideas políticas de sus activistas.
Objetivamente, salir del armario y ser políticamente activa en los años setenta era lo más alejado que se podía estar de lo mainstream. El sistema no nos acogía, ni nosotres queríamos que lo hiciera. Además, recibimos muy poco apoyo de la gente que se suponía que era progresista. La izquierda sectaria blanca definía la homosexualidad como una «aberración burguesa» que desaparecería cuando lo hiciera el capitalismo. Los izquierdistas menos doctrinarios también eran homófobos, aunque ofrecieran una serie de excusas diferentes. Los activistas del Poder negro y los nacionalistas negros solían considerar a las lesbianas y gays como anatemas, traidores a la raza. Aunque el movimiento feminista era el único lugar donde a las lesbianas se les permitía hacer trabajo político, sus elementos más conservadores seguían intentando desvincularse de la «amenaza lavanda».
Dado que salí del armario en el contexto de la liberación negra, la liberación de la mujer y, lo que es más importante, el nuevo movimiento feminista negro que estaba ayudando a construir, partí de la base de que todos los «ismos» estaban conectados. Sencillamente, no era posible que ningún oprimido, incluidas las lesbianas y los gays, alcanzara la libertad en este sistema. Los perros policía, las picanas, las mangueras de incendios, la pobreza, las insurrecciones urbanas, la guerra de Vietnam, los asesinatos, la masacre de la Universidad de Kent, la violencia sin control contra las mujeres, la autoinmolación del armario y el daño emocional y a menudo físico que sufrimos les que nos atrevimos a salir del mismo pusieron de manifiesto todas las contradicciones. Nadie en su sano juicio querría formar parte del orden establecido. Era el sistema -supremacista blanco, misógino, capitalista y homófobo- el que nos había hecho la vida tan difícil en primer término. Queríamos algo totalmente nuevo. Nuestro movimiento se llamaba liberación lésbica y gay, y muches de nosotres, sobre todo las mujeres y personas racializadas, estábamos trabajando por una revolución.
La revolución parece ser un concepto en gran medida irrelevante para el movimiento gay de los noventa. Las políticas liberacionistas de la época anterior, basadas en estrategias radicales de base encaminadas a erradicar la opresión, han sido mayormente sustituidas por un programa asimilacionista de «derechos civiles». Los elementos más visibles del movimiento han confiado casi exclusivamente en las iniciativas electorales y legislativas, reforzadas por la cobertura de los principales medios de comunicación, para paliar la discriminación. Cuando llega a utilizarse la palabra «radical», esta se refiere a tácticas descaradas de confrontación, pero no a una organización estratégica dispuesta a combatir la opresión de raíz.
A diferencia de los primeros movimientos lésbicos y gays, quienes tenían vínculos ideológicos y prácticos con la izquierda, el activismo negro y el feminismo, los politicastros «queer» de hoy parecen operar en un vacío histórico e ideológico1. Les activistas «queer» solamente se centran en cuestiones «queer», de forma que el racismo, la opresión sexual y la explotación económica no cuentan, a pesar de que una mayoría de les «queer» somos personas racializadas, mujeres o proletaries. Cuando se citan otras opresiones o movimientos, es tan solo para construir un juicio paralelo de la validez de los derechos de lesbianas y gays o para facilitar alianzas con las organizaciones políticas dominantes. Construir coaliciones, unitarias y sostenidas en el tiempo, que desafíen al sistema y, en última instancia, preparen el camino para un cambio revolucionario, simplemente, no es lo que les activistas «queer» tienen en mente.
Cuando las lesbianas y gays de color instan a los adalides gays a establecer conexiones entre el heterosexismo y cuestiones como la brutalidad policial, la violencia racial, la falta de vivienda, la libertad reproductiva y la violencia contra mujeres y niñes, la respuesta despectiva habitual es: «Ésos no son nuestros problemas». En un momento en el que el movimiento gay está sometido a un escrutinio público sin precedentes, las lesbianas y gays de color, así como otras personas comprometidas con la militancia antirracista se preguntan: ¿Quiere el movimiento gay y lésbico crear una sociedad justa para todes? ¿O sólo quiere erradicar la última pequeña brecha que dificulta la vida de los queer (varones y blancos) privilegiados?
La Marcha sobre Washington del pasado 25 de abril [1993], a pesar de su importancia histórica, ofrece algunas respuestas inquietantes. Los comentarios que me han llegado en repetidas ocasiones desde el día de la marcha es que esta parecía más un desfile que una manifestación política, así como que la imagen general de los cientos de miles de participantes era abrumadoramente clasemediana, es decir, personas blancas y convencionales. Quienes eran identificables como queer -las drag queens, fetichistas del cuero, hadas radicales, bolleras moteras, etc.- estaban definitivamente en minoría, al igual que las personas racializadas, que nunca gozaremos de una posición respetable de clase media americana, sin importar qué drag nos pongamos o quitemos.
Una amiga de Boston comentó que el fin de semana en Washington lo vivió como estar en medio de una «ventisca». Yo sabía a qué se refería. A pesar de la presencia de un gran número de lesbianas y gays de color (quizás incluso mayor que en la marcha de 1987), nuestro impacto en el proceso organizativo no fue, ni remotamente, tan fuerte como hace seis años. El concepto noventero burocrático de «diversidad», con su objetivo superficial de garantizar la visibilidad de todos los lápices de colores de la caja, fue en gran medida la estrategia a seguir durante la jornada. Llenar espacios con personas racializadas o mujeres no afecta necesariamente a la política de un movimiento si nuestra participación no conduce a cambios programáticos, esto es, si se nos priva de un liderazgo militante.
Yo también tenía mis dudas sobre si asistir a la marcha de abril. Aunque participé en la primera marcha de 1979 y fui una de las ocho oradoras principales en la de 1987, no me decidí a ir a ésta hasta unas semanas antes de que se celebrara. Fue doloroso sentirme tan alienada del movimiento gay como para ni siquiera tener la certeza de querer estar allí; mi sensación de ser una extraña había ido creciendo durante un tiempo.
Recuerdo que en 1988 recibí un correo de la revista Outlook, la cual estaba realizando entonces una recaudación de fondos, con la frase «cutre, pero lo aceptaremos» escrita junto a la contribución potencial más baja de 25 dólares. Dado que 25 dólares es mucho más de lo que yo puedo donar en un momento determinado a aquellos grupos que apoyo, decidí que podía enviar mis 5 dólares a otra parte. En 1990 leí en Outweek el manifiesto de Queer Nation, «Odio a los heteros», y escribí una carta al editor sugiriendo que si les queer racializades seguíamos su ejemplo político, pronto publicaríamos una declaración titulada «Odio a los blancos», incluyendo a les queer blanques de origen europeo. Desde entonces he oído muy pocas críticas públicas a la estrechez de miras del nacionalismo gay y lésbico. Nadie adivinaría por los recientes reportajes sobre lesbianas blancas ricas y «poderosas» en la televisión y en revistas de moda que las mujeres ganan 69 centavos de dólar en comparación con los hombres, y que las mujeres negras ganamos todavía menos.
Estos ejemplos están directamente relacionados con presuposiciones sobre el privilegio de clase y raza. De hecho, estos privilegios de clase, raciales y de género de los hombres blancos homosexuales, siendo que un gran número de ellos se identifican con el sistema en lugar de desconfiar de él, motivan que la política del actual movimiento gay sea tan diferente a la de otros movimientos en torno a identidades oprimidas en lucha por un cambio social y político. En los años setenta, los movimientos progresivos -especialmente el feminismo- influyeron e inspiraron positivamente las visiones de lucha de militantes lesbianas y gays.
Desde los años ochenta, a medida que el SIDA ha contribuido a concienciar a algunos sectores de la clase dirigente sobre las problemáticas de los gays y que se han ganado algunas batallas contra la homofobia, el movimiento se ha ido posicionando, cada vez más, dentro del campo político hegemónico. El hecho de que Clinton cortejara el voto gay (al mismo tiempo que hacía todo lo posible por distanciarse de la comunidad afroamericana) también ha sido un factor crucial para convencer a los líderes nacionales del movimiento gay y lésbico de que un asiento en la mesa de la clase dominante es aquello que tanto habían estado esperando. Las personas que han quedado fuera de esta nueva ecuación política de aceptabilidad, poder y riqueza son, ni que decir tiene, las lesbianas y gays de color.
Nuestra condición de extrañes en el nuevo movimiento queer se hace aún más insostenible en tanto los heterosexuales supuestamente progresistas de todas las razas hacen entre poco y nada por apoyar la libertad de lesbianas y gays. Aunque puede que la homofobia aparezca mencionada cuando los izquierdistas heterosexuales redactan listas de opresiones, estos no realizan prácticamente ningún trabajo mínimamente arriesgado para conectar con nuestro movimiento o para combatir los ataques contra lesbianas y gays de su entorno. Muchos activistas heterosexuales cuya política es, por lo demás, legítima, simplemente se niegan a reconocer lo peligroso que es el heterosexismo, así como su propia responsabilidad en el proceso de acabar con él. A menudo se espera que las lesbianas y los gays que militan en contextos políticos heteronormativos permanezcan en el armario para que no se vean mermadas su propia «credibilidad» o la de sus colectivos. Con tantos heterosexuales evitando con esmero las oportunidades de informarse sobre la cultura y la lucha de lesbianas y gays, no cae por sorpresa que casi veinticinco años después de Stonewall tan pocos compañeros heteros pillen el quid de la cuestión. Teniendo en cuenta lo bien organizada que está la derecha cristiana, y que una de sus tácticas favoritas es la de enfrentar entre sí a diversos grupos oprimidos, ya es hora de que los activistas heterosexuales y gays vinculen sus problemáticas e impulsen un trabajo conjunto respetuoso.
La cuestión del acceso al ejército encarna la actual incapacidad del movimiento gay para encuadrar una problemática de formas que aúnen a varias colectividades en lugar de alienarlas, como ha ocurrido con segmentos de la comunidad negra. También revela una agenda política gay que no es meramente moderada, sino conservadora. Mientras exista un ejército, este debería estar abierto a todo el mundo, independientemente de su orientación sexual, en tanto representa oportunidades de empleo y formación para jóvenes empobrecidos y de clase trabajadora, entre quienes se incluyen una cantidad desproporcionada de personas racializadas. Pero, dado el papel del ejército estadounidense como fuerza policial del mundo, responsable de aplicar políticas exteriores imperialistas y asesinar a quienes se interponen en su camino (por ejemplo, el cuarto de millón de personas, en su mayoría civiles, que se calcula que murieron en Iraq como consecuencia de la Guerra del Golfo), un movimiento progresista de lesbianas y gays consideraría, al menos, las implicaciones políticas de organizarse tan frenéticamente para poder entrar en el ala mercenaria del complejo militar-industrial. Un movimiento radical de lesbianas y gays trabajaría, claro está, por el completo desmantelamiento del ejército.
Muchas personas racializadas (a pesar de Colin Powell) comprendemos demasiado bien la paradoja de que se nos envíe a países del Tercer Mundo para sofocar rebeliones que, comúnmente, son esfuerzos de las poblaciones indígenas por autogobernarse. La paradoja es aún más desgarradora cuando se envían tropas estadounidenses para sofocar «disturbios» en colonias internas como South Central Los Angeles. Afortunadamente, sí hubo algunos focos de disidencia en la marcha de abril, expresados en lemas como: «Levanten la prohibición-prohíban a los militares» y «Homosexuales, no homicidas – a la mierda los militares». Sin embargo, parece que a los líderes del movimiento no se les ha ocurrido que hay lesbianas y gays que se han opuesto activamente a la Guerra del Golfo, a la Guerra de Vietnam, a la intervención militar en Centroamérica y al apartheid en Sudáfrica. Necesitamos una política con matices y principios que luche contra la discriminación y al mismo tiempo critique el militarismo estadounidense y su efecto negativo sobre la justicia social y la paz mundial.
El movimiento que descubrí cuando salí del armario distaba mucho de ser perfecto. A veces era exasperantemente racista, sexista y elitista, pero lo que no era es monolítico. Teníamos, al menos, el espacio ideológico para señalar errores, y una variedad de aliados dispuestos a escucharnos que querían construir algo mejor. Creo que la homosexualidad encarna una inherente crítica radical a la familia nuclear tradicional, cuya función política ha sido constreñir la expresión sexual y los roles de género de todos sus miembros, especialmente de las mujeres, lesbianas y gays. Sin embargo, el hecho de que nuestra identidad se sitúe en oposición estructural al statu quo es algo muy distinto a un ejercicio consciente y activo de oposición al mismo, en tanto radicales que hemos entendido el funcionamiento del sistema.
Hablar con lesbianas y gays radicales fue lo que finalmente me convenció para ir a la marcha del 25 de abril. A principios de mes, tuve el placer de asistir a una extraordinaria conferencia sobre la izquierda lesbiana y gay en Delray Beach, Florida. Les organizadores habían adoptado un compromiso genuino con la paridad racial y de género; el 70% de les participantes eran personas racializadas y el 70% mujeres. Se comprometieron, también, a apoyar el liderazgo político de las personas racializadas y de las lesbianas -especialmente de las lesbianas de color-, algo que rara vez ocurre fuera de nuestras propias colectivas autónomas. Viví esa conferencia como un regreso a casa. Pude pasar tiempo con gente con la que había militado veinte años atrás en Boston, así como con activistas más jóvenes de todo el país.
Lo que hizo que el fin de semana fuera tan fructífero, aparte del humor, los cotilleos, el cariño y las acaloradas discusiones sobre sexo y política, fue el enorme alivio que sentí al no tener que cortar partes de mí misma, que son tan integralmente constitutivas de lo que soy como mi orientación sexual, como peaje para participar en la militancia lésbica y gay. Cualesquiera que fueran las preocupaciones que se plantearan, los debates nunca se silenciaron con el comentario: «Pero ese no es nuestro problema». Mujeres y hombres, personas racializadas y blancas, todes coincidían en la necesidad imperiosa de contar con una alternativa visible a la agenda, atada y bien atada, de la corriente política gay mainstream. Su energía y su visión, así como la astucia y tenacidad de las lesbianas y gays radicales que encuentro por todo el país, me convencen de que otro camino es posible.
Si, en definitiva, el movimiento gay quiere cambiar verdaderamente las cosas, en lugar de conformarse con limosnas, debe plantearse la creación de una agenda revolucionaria multitemática. No es una cuestión de corrección política, sino de luchar para ganar. Pues, como insistió la poeta y guerrera lesbiana negra Audre Lorde: «Las herramientas del amo nunca desmontaran la casa del amo». Los derechos gays no son suficientes para mí, y dudo que lo sean para la mayoría de nosotres. Francamente, hoy quiero lo mismo que hace treinta años, cuando me uní al movimiento por los derechos civiles, y hace veinte, cuando me uní al movimiento feminista, salí del armario y me sentí más viva de lo que jamás había soñado: libertad.
Barbara Smith ha participado activamente en movimientos por la justicia social, racial y económica desde la década de 1960. Es coautora de la Declaración feminista negra de la Colectiva del Río Combahee.
Este texto fue originalmente publicado en The Nation en su número de julio de 1993. Desde el Área de Disidencias LGBTIQA+ de Anticapitalistas lo recuperamos para fortalecer nuestros debates y luchas cotidianas desde una perspectiva anticapitalista queer y antirracista.
- 1NdT: Si bien es posible que el tono de sátira y distanciamiento con respecto a los nuevos activismos queer empleado por la autora no haya envejecido del todo bien, no creo que debamos de alinearlo con los discursos reaccionarios que actualmente ridiculizan, tanto dentro como fuera de la izquierda, nuestra liberación. En su lugar, ella está articulando una crítica intergeneracional a la blanquitud y a la ausencia de horizontes estratégicos de un movimiento que, pretendiéndose contestatario, en la práctica había abandonado (como tantos otros espacios de lucha tras la histórica derrota del bloque socialista) toda orientación política encaminada a una transformación radical e internacionalista de la realidad.
Fuente: Viento Sur