PATRICK LAWRENCE, CORRESPONSAL ESTADOUNIDENSE
Emprender un proceso de “desoccidentalización” personal e individual es absolutamente esencial si nos proponemos defender a la humanidad.
Las barbaridades del Israel sionista nos imponen preguntas fundamentales: ¿dónde está nuestra humanidad mientras los israelíes llevan a cabo sus campañas de terror ante nosotros a diario? ¿Qué haremos ahora que nos vemos impotentes para reaccionar de manera significativa porque ante la crisis de Asia occidental no cabe duda que nuestras instituciones han fallado?
Ahora muchos de nosotros reconocemos la necesidad de defender nuestra humanidad, la humanidad como yo la entiendo.
Ya he abordado anteriormente esta cuestión en relación con el espacio público y he argumentado que es hora de volver a examinar las instituciones multilaterales, entre ellas las Naciones Unidas, con vistas a revitalizarlas después de un largo período durante el cual han sido devaluadas.
Ahora quisiera llevar las preguntas que acabo de plantear en otra dirección y sugerir que consideremos el asunto desde una perspectiva personal, individual.
¿Qué debe hacer cada uno de nosotros, en la intimidad, por así decirlo, de su conciencia, de sus pensamientos, de sus conjeturas y de sus juicios, para emprender la tarea de defender la humanidad? En el fondo, se trata de una cuestión psicológica. Se trata, sencillamente, de «cambiar de opinión».
Me parece que debemos empezar por reconocer quiénes creemos ser. Obsérvese de inmediato que no hablo de quiénes somos, sino de quiénes creemos ser, de quiénes suponemos ser.
Vivimos en el “mundo occidental”, como se lo llama, y es lógico que seamos occidentales. ¿Quién puede discutirlo? Ser occidentales es absolutamente parte integral de nuestra identidad, creo que puedo decirlo sin más explicaciones.
Esto ha sido así durante muchos siglos. Mi fecha en este sentido es 1498, cuando Vasco da Gama pisó la costa de Malabar, en el sur de la India, convirtiéndose en el primer occidental moderno en llegar a un país que no fuera Occidente.
Lo siguiente se entiende con bastante facilidad: cuando declaramos lo que somos, declaramos lo que no somos. Acabo de sugerir el resultado: el mundo está dividido entre occidentales y no occidentales. Esta división, por fundamental que sea para nuestra manera de pensar, es en gran medida obra de Occidente. Tengamos cuidado de tomar nota de ello.
Esta línea entre Occidente y el no Occidente es muy antigua y se remonta a mucho antes de 1498. Data al menos del siglo V a. C., cuando Heródoto registró las guerras persas en su famoso Historias. Y es notable cómo esta línea entre Oriente y Occidente ha llegado hasta nosotros intacta.
El régimen de Biden y el resto de Occidente lo consideran hoy como la línea divisoria entre democracias y autocracias. Si se analiza la cuestión israelí-palestina en un contexto más amplio, se descubre que, sea lo que fuere, se trata de otro enfrentamiento entre Occidente y el resto del mundo.
Puede que no aceptemos la afirmación del régimen de Biden que afirma estár librando una guerra contra los autócratas no occidentales en nombre de los demócratas occidentales, pero eso no significa que no nos consideremos fundamentalmente “occidentales”. De esa manera, hemos heredado nuestro pasado, consciente o inconscientemente.
Llegamos a mi primer punto fundamental. Si queremos defender la humanidad, nuestra primera obligación es reconocer que la línea divisoria entre Oriente y Occidente es, como siempre ha sido, una construcción humana y nada más.
Heródoto, en su sabiduría, señaló lo siguiente: Incluso cuando registraba el medio siglo de enemistad entre el Imperio persa y las ciudades-estado griegas, calificó de “imaginaria” la línea divisoria entre ambos, que divide Oriente y Occidente.
En los últimos 2,500 años, nadie parece haberlo comprendido: hoy en día se da por sentado que esta línea está grabada de forma inmutable en la Tierra, como si fuera visible desde un satélite. Por lo tanto, debemos empezar por deshacernos de esta idea no examinada. Se trata, pues, de —muy literalmente— “cambiar de opinión”.
Esto significa –y vamos a inventar una palabra útil – que debemos “desoccidentalizar” nuestra conciencia. Les sugiero que embarcarse en un proceso de “desoccidentalización”personal, individual, es absolutamente esencial si nos proponemos defender la humanidad de la humanidad.
Las japoneses —las primeras feministas japonesas, en realidad— tenían una expresión maravillosa para este tipo de proyecto. Eran personas sumamente humanas —de principios, auténticas, que se sentían cómodas entre extraños como yo— y aprendí mucho de ellas. Hablaban del “edificio interior” y de la necesidad de desmantelarlo.
Tal como están las cosas, el régimen de Biden y sus clientes se dedican ahora, como ellos mismos le dirán, a defender a Occidente como su principal responsabilidad.
Cuando desoccidentalizamos nuestra conciencia, podemos ver fácilmente a través de este pensamiento y comprender cuán lamentablemente superficial y limitado es.
De inmediato, hemos abierto la puerta para defender, no a Occidente (lo que implica a Occidente contra el resto), sino a la humanidad y a la humanidad de la humanidad.
Permítanme decirlo de inmediato: Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, y Antony Blinken, secretario de Estado de los Estados Unidos, tienen una necesidad evidente de desoccidentalización. Pero no cometamos el error de suponer que son estos pocos supremacistas occidentales irredentos los que constituyen nuestro problema.
Me refiero a una nueva actitud interior, a una nueva manera de pensar, de ver y de actuar que todos debemos cultivar en nuestro interior. No es nada imposible, por si alguien se pregunta lo formidable de la tarea.
Hablo desde mi experiencia. Pasé casi tres décadas como corresponsal en el extranjero, casi todos los días en países no occidentales, sobre todo en Asia oriental (aunque no solo en ellos). Y cuando terminé esos años descubrí, para mi sorpresa, que ya no era verdaderamente occidental.
Mi fisonomía —ojos redondos, pelo rubio, etc.— no tenía nada que ver con eso. Yo era yo mismo, por supuesto: no había renunciado a nada ni había negado nada. Pero había “cambiado de opinión” —o la vida y la experiencia la habían cambiado para mí. Ya no era completamente occidental. Tenía que ver con mi manera de pensar, mi manera de ver el mundo y mi manera de actuar en él.
La idea de que Occidente era superior a todos los que se veía como no occidental me parecía ridícula. La insistencia occidental en la primacía del individuo me parecía, como mínimo, problemática, sobre todo tal como la concebían los estadounidenses.
No estoy sugiriendo que uno deba pasar tres décadas vagando entre los asiáticos para llevar a cabo el proyecto de desoccidentalizarse. En absoluto. Se trata de cultivar la propia conciencia. Lo que importa es la honestidad, la independencia de pensamiento y la determinación de no ser ni más ni menos que uno mismo, independientemente de las ortodoxias dominantes.
Friedrich Nietzsche escribió en alguna parte y lamento no poder ser más preciso, de “quitarnos el atuendo de Occidente”, una manera maravillosa de decirlo. Y en otro lugar escribió sobre remar en nuestros botes más allá de nuestras costas para que podamos mirar hacia atrás desde una distancia útil y vernos a nosotros mismos como somos.
Esto es parte de lo que quiso decir, y sólo en parte, cuando habló de “el pathos de la distancia”. Sólo desde la distancia, pensaba, podemos ver nuestros defectos y a nosotros mismos en su totalidad. Y esto es lo que quiero decir: reconsiderar quiénes somos, de arriba abajo. De nuevo, para Nietzsche, es parte de lo que quiso decir cuando escribió sobre “la revalorización de todos los valores”.
Nos instó, como lo expresé, a salir del delgado hielo de la era moderna y a repensar todo lo que hemos asumido como tal.
En este punto voy a referirme a algunos pasos concretos que creo que debemos dar. Todos ellos son aspectos de lo que considero que es el proceso fundamental al que debemos someternos como individuos. A esto podemos darle un nombre fácil: llamémoslo “el proceso de superación” o tal vez “autosuperación”.
Ya he mencionado el primero de estos temas. Se trata de la ideología que une a Occidente tal como lo hemos heredado, aunque esa ideología resida en nuestro inconsciente.
Defender a toda la humanidad requiere que superemos en nosotros mismos toda presunción de que nuestros modos de vida y nuestras instituciones son el paradigma superior al que otros aspiran, o, si no aspiran, deben aspirar, o en el extremo, hay que enseñarles o hacerles aspirar, y si no aspiran es sólo porque son primitivos y, por tanto, ignorantes.
La expresión más pura que conozco de esta presunción se llama “universalismo wilsoniano”, en honor al presidente que promovió esta idea a principios del siglo pasado. Nosotros —los estadounidenses— somos los más dotados de la humanidad, profesaba Woodrow Wilson, y es nuestra responsabilidad difundir nuestra luz a todos los rincones oscuros del mundo.
Es fácil engañarnos a nosotros mismos al considerar este punto. Es fácil decir: “Qué pensamiento tan tonto y extravagantemente narcisista”.
Lo sé porque durante mis años en Asia descubrí muchas veces, y siempre con amargura, que me había estado engañando a mí mismo cuando supuse que defendía la igualdad de las personas con las que vivía. Cuando miro hacia atrás ahora me avergüenzo de las muchas ocasiones en que mis verdaderas opiniones sobre los demás salieron a la luz y resultaron no ser nada parecidas a lo que yo creía. En las peores ocasiones, incluso parecían un poco wilsonianas.
Se necesita, como sugerí antes, una especie de honestidad cruda para mirarnos a nosotros mismos, para mirar dentro de nosotros y ver exactamente quiénes somos y qué es lo que tenemos que superar.
Se trata de desprenderse de una ideología en la que hemos estado inmersos toda nuestra vida. Y si hemos respirado un determinado tipo de aire o bebido un determinado tipo de agua durante toda nuestra vida, resulta difícil imaginar otro tipo de aire o de agua. Pero esto es lo que debemos hacer.
El segundo tema que quiero plantear tiene que ver con la política. Aquí tengo un par de puntos que señalar.
Hoy en día, escuchamos mucho sobre la inclusión y la diversidad. Escuchamos tanto sobre estas cosas que es difícil tomarlas en serio. Escuche con atención. Las personas que hablan más en voz alta sobre la diversidad y la inclusión suelen hablar sobre el color de la piel, el género o algún otro marcador superficial de identidad.
No tienen ninguna noción de inclusión o diversidad cuando se trata de algún valor sustancial. Uno puede ser diferente en todo tipo de aspectos, pero no, Dios no lo quiera, diferente en pensamiento, creencias, tradiciones o cultura.
Esto no sirve de nada. Si queremos defender la humanidad, debemos retirar estas palabras de manos de las personas arrogantes que más las usan (que las hacen significar lo contrario, en realidad). Hay que hacer que signifiquen algo nuevo y serio.
Esto requiere no sólo aceptar sino abrazar la verdadera diversidad y la verdadera inclusión, y esto significa, a su vez, abrazar a aquellos que tal vez no piensen como nosotros o cuyos valores están fundamentalmente en desacuerdo con los nuestros.
Y cuanto más descubrimos que los demás nos resultan extraños en estos aspectos, más importante es para nosotros superar nuestras propensiones.
Mi tercera preocupación es quizá la más importante. Quizá debería haberla puesto en primer lugar. Tiene que ver con la historia. La historia, como siempre comprobaremos en todas las circunstancias, vuelve a ser nuestra amiga.
En Occidente, compartimos la tendencia a ignorar o desestimar las historias de los pueblos no occidentales. Si dudan de que sea justo al decir esto, busquen un periódico importante y estudien cómo trata a los palestinos, iraníes, rusos y venezolanos.
Obsérvese mi elección de ejemplos. Nuestras sociedades tienden a borrar la historia de aquellos a quienes nos oponemos. Se trata de una práctica muy perniciosa que conduce a todo tipo de problemas. Si negamos la historia de otro pueblo, negamos a ese pueblo, su complejidad, sus aspiraciones y, en definitiva, su humanidad.
Nos permitimos etiquetarlos con etiquetas como “estado terrorista”, “oligarquía”, “teocracia”, etc., y ya no hay necesidad de comprenderlos. Su historia desaparece al instante. En una palabra, los hemos deshumanizado.
El proyecto obvio aquí es permitir que otros cuenten sus historias. Esto es instantáneamente transformador. Observen lo que sucede en el caso tan accesible de los palestinos de Gaza, cuando ponemos la crisis actual en el contexto de 1948.
Nuestra comprensión cambia de inmediato. En nuestros términos actuales, hemos desoccidentalizado nuestra perspectiva sobre esta cuestión. Y es por eso que, debo agregar, se nos alienta —incesantemente, implacablemente, todos los días— a dejar de lado la historia de esta crisis.
Si queremos defender debidamente la humanidad, debemos estar dispuestos a reconocer que la humanidad tiene innumerables historias diferentes, todas las cuales debemos honrar como válidas. Por esta razón, insto a que nos convirtamos en defensores vigilantes y vigorosos de la historia, insistiendo, en cualquier circunstancia en que nos encontremos, en que nunca podemos dejarla de lado.
Como otro ejemplo de lo que quiero decir, debemos observar el sistema de una nación, un sistema como el de China, y abstenernos de concluir sin elaborar ni reflexionar que es objetablemente “autoritario” y contentarnos con decir que está dirigido —como leí en The Times de Londres el otro día —“por una camarilla totalitaria”.
Si nos proponemos defender la humanidad y, de hecho, la nuestra, pensar de esta manera es un caso perdido. Es un fracaso desde el principio. Puede que así sea China para la mente occidental no reconciliada, pero equivale a una representación caricaturesca de la realidad. Ya no es aceptable, si es que alguna vez lo fue, por dos razones.
En primer lugar, si persistimos en cultivar nuestra ceguera hasta este punto, perderemos el contacto con el siglo XXI y todas sus corrientes. En segundo lugar, y más obviamente, fracasaremos por completo en la comprensión de los demás.
En el caso de China, no basta con mirar un solo mapa del continente, sino una gran cantidad de mapas de diferentes períodos. Entonces se ve que China tiene una larga historia de tensión y conflicto entre la integración y la desintegración, que se remonta a muchos siglos atrás, de modo que la China de un período apenas se parece a la China de otro.
Mantener la integridad territorial y defender la soberanía de China ha sido un desafío constante durante un largo período de tiempo. Con estos mapas y lo que aprendemos de ellos en mente, podemos entender por qué un gobierno centralizado fuerte ha sido parte de la realidad china durante tanto tiempo y por qué es ampliamente aceptado incluso entre los críticos internos de Beijing.
Y entonces podemos ver que la unidad e integración de la actual República Popular es un gran logro.
Como parte de este logro, añadiré, se encuentran los preceptos rectores por los que se rige la China moderna en su comportamiento. Me refiero a los famosos Cinco Principios de Zhou En Lai, formulados en 1954, sobre los que la mayoría de los occidentales saben tanto como saben de historia china: más o menos nada.
Respeto a la integridad territorial y a la soberanía, no agresión, no injerencia en los asuntos internos de otros, interacción en beneficio mutuo, coexistencia pacífica: son cinco ideas, y son innegablemente admirables.
Son también ideas del siglo XXI y surgen de la dilatada experiencia de China a lo largo de su historia.
Al reflexionar sobre ellos, me viene a la mente otro pasaje de Nietzsche. Hoy tengo mucho que decir sobre “Fritz”, como lo llamaba su familia, porque a él le interesaba mucho la cuestión de qué nos hacía occidentales y la necesidad de trascender nuestra “occidentalidad”.
Una palabra que se asocia a menudo con él es “perspectivismo”, que significa la capacidad de ver desde la perspectiva de los demás, y desde hace mucho tiempo sostengo que esto es primordial entre nuestros imperativos si queremos tener algún tipo de éxito en el siglo XXI.
Esto es de Crepúsculo de los ídolos. Tiene una relación más o menos directa con nuestra tarea de desoccidentalizarnos:
“En Occidente ya no existen los instintos de los que surgen las instituciones, de los que surge el futuro: quizá no haya nada que contradiga tanto su “espíritu moderno”. Se vive al día, se vive muy deprisa, se vive de forma muy irresponsable: eso es precisamente lo que se llama “libertad”. Lo que hace una institución es despreciado, odiado, repudiado: se teme el peligro de una nueva esclavitud en cuanto se pronuncia en voz alta la palabra “autoridad”. Asi ha llegado la decadencia en los instintos valorativos de nuestros políticos, de nuestros partidos políticos: instintivamente prefieren lo que desintegra, lo que acelera el fin.”
Piensen en esto. Son los comentarios de alguien que remó su bote más allá de la orilla, se dio la vuelta y vio algo diferente de lo que se suponía que debía ver.
Tengo un punto más que señalar en materia de historia.
Cuando insto a que la valoremos y la defendamos, no me refiero simplemente a que la recordemos. La memoria y la historia están estrechamente relacionadas, y esta relación es uno de mis temas favoritos. Aquí diré solamente que cuando hablamos de defender la historia y hacer uso de ella, me refiero a asegurarnos de que prestamos atención a la historia escrita.
Debemos insistir en desoccidentalizar nuestras historias insistiendo en que los acontecimientos que ahora se descuidan (como Al Nakba, un claro ejemplo) no se minimicen ni se distorsionen ni se excluyan por completo.
Cuando Nietzsche escribió sobre quitarse el manto occidental, no quería decir que tuviéramos que olvidar quiénes somos o renunciar de algún modo a nuestra identidad. Todo lo contrario. El ejercicio pretendía ser un proceso de autodescubrimiento, no de autonegación. La cultura es parte de lo que significa ser humano, y a medida que aprendemos a honrar las culturas de los demás, también debemos honrar la nuestra.
Y así, mientras pensamos en desoccidentalizar nuestra conciencia, debemos pensar también en “reoccidentalizarnos” a nosotros mismos.
Aquí quiero proponer una idea radical.
A mediados del siglo XIX, cuando Occidente se industrializaba y aprendía a confiar en la ciencia, la Ilustración, la Era de la Razón, dio paso a la Era del Materialismo. Nuestra era es una extensión de esta última, es justo decirlo. El consumo material es un valor perdurable hoy en día. Honramos al mercado como si siempre supiera más, como si pudiera pensar por nosotros, como si lo que dicta el mercado siempre producirá el resultado correcto.
En otras palabras, hemos perdido más o menos de vista los ideales de la Ilustración. Pretendemos vivir según ellos, pero, como señalé en una conferencia anterior, cada época profesa, de manera bastante hueca, honrar los valores de la época anterior, aunque los haya abandonado.
Aquí invocaré la noción de Nietzsche de la revalorización de todos los valores.
Cuando hablo de la reoccidentalización como compañera de la desoccidentalización, y ambas en defensa de la humanidad, estoy proponiendo nada menos que la trascendencia de los valores que heredamos de la Era del Materialismo y un retorno a los ideales que nuestras sociedades dejaron atrás cuando, a medida que las naciones occidentales se industrializaban, el “progreso” adquirió aspectos de un culto ideológico. Desde entonces hemos confundido el progreso material con el progreso de nuestros valores: el progreso de la humanidad en su conjunto.
Ahora tenemos todos los aparatos que se nos ocurran, pero, como nos recuerdan con tristeza los sionistas, nuestra conducta hacia los demás sigue siendo tan bárbara como siempre. Steve Jobs solía jactarse de que Apple iba a “cambiar el mundo”. ¿Hasta qué punto puede empobrecerse nuestro pensamiento?
Las tecnologías –los teléfonos móviles y todo lo demás– no han cambiado nada que tenga que ver con los valores humanos. Si se considera el caso de Gaza, las tecnologías han cambiado el mundo destruyendo los valores humanos.
Los ideales de la Ilustración —el humanismo, el pensamiento racional, la ley natural, la tolerancia, la “libertad, la igualdad, la fraternidad”, etcétera— son lo que nosotros, los occidentales, podemos aportar al mundo, de un modo similar a como China ofrece al mundo sus Cinco Principios. No me refiero, me apresuro a añadir, a ningún tipo de retorno nostálgico al pasado, sino a un retorno a nosotros mismos.
Aquí tengo que tener cuidado de cualificar mi pensamiento.
Hay gente muy inteligente que nos dice que el proyecto de la Ilustración fue, de hecho, un fracaso mal concebido y la fuente de muchos de los problemas que la humanidad ha enfrentado desde entonces. Según este argumento, fue a partir de la Ilustración que surgió el impulso de universalizar la civilización occidental como el destino glorioso de toda la humanidad. Otro problema me parece hasta qué punto los pensadores de la Ilustración, como Thomas Jefferson, elevaron al individuo a una posición de soberanía.
John Gray, un intelectual británico, publicó un libro llamado El despertar de la Ilustración En 1995, contribuyó en gran medida a demoler las ideas comúnmente aceptadas sobre lo que era la Ilustración. No sólo reconozco esta línea de pensamiento, sino que apoyo muchos aspectos de ella.
Por eso traigo a colación la idea de Nietzsche de revalorizar nuestros valores. Los ideales de la Ilustración perduran. La forma en que se interpretaron y aplicaron fue lo que produjo los fracasos. Ho Chi Minh admiraba la Declaración de Jefferson, pero Estados Unidos lo traicionó, no lo olvidemos. Jefferson, para ir directo al grano, era dueño de esclavos.
Hablo, pues, de la manifestación de los valores de la Ilustración en un nuevo contexto, el del siglo XXI. Puede parecer una idea audaz, pero no hay nada terriblemente complicado en ello. Avanzar más allá de los valores de la Era Materialista es, sí, una idea nueva. Pero estoy hablando simplemente de revalorizar —y, por tanto, vivir a la altura— de los ideales que seguimos profesando pero que no logramos honrar al actuar de forma abyecta.
Vivir a la altura de esos ideales significa, antes que nada, actuar de acuerdo con ellos sin imponérselos a nadie más. No se puede profesar la libertad —y, por cierto, no la democracia— mientras se insiste en que los demás acepten nuestra versión de ellos.
Esto es lo que quiero decir con “re-occidentalización” como complemento de nuestro proyecto de desoccidentalización, y tanto en defensa de la humanidad de la humanidad.
* Conferencia dictada por Patrick Lawrence, corresponsal en el extranjero durante muchos años, principalmente para El Herald Tribune Internacional.