Por Gustavo Burgos
Uno de los lugares comunes más celebrados por la intelectualidad progresista es que “la clase obrera ya no existe”. Según esta lectura, vivimos en una sociedad posindustrial, donde los grandes sujetos serían la “ciudadanía”, la “sociedad civil”, o una elástica “clase media empoderada”. Esta fantasía ha calado profundo en los sectores que hoy ocupan La Moneda. Para el gobierno de Gabriel Boric y su círculo, un círculo que abarca a buena parte de la izquierda aún aquella que no está en el Gobierno, el proletariado no es más que una nostalgia obsoleta. El nuevo sujeto sería una amalgama de “identidades múltiples”, tecnócratas progresistas y una burocracia sindical domesticada.
Pero esta es una falsificación histórica y teórica. Y lo que es más grave, una renuncia política. Porque detrás de esa tesis hay una justificación para el pacto con el gran capital, el imperialismo y el orden burgués.
¿Desapareció la clase obrera?
Desde los centros de pensamiento de la socialdemocracia hasta los artículos de CIPER, pasando por una parte importante de pequeñas agrupaciones de lo que se ha denominado la «microizquierda» chilena, se repite que la clase obrera fue sustituida por una “nueva clase media”. Se señala el crecimiento del sector servicios y de los empleos técnicos, administrativos o intelectuales como prueba de esta metamorfosis. Incluso se apoyan, de manera oportunista, en una cita de Trotsky de 1937 donde advertía el crecimiento de capas intermedias asalariadas en Alemania. En efecto, el propio Trotsky lo sostuvo: “… el desarrollo del capitalismo ha acelerado, hasta el extremo, el crecimiento de legiones de técnicos, administradores, empleados comerciales, en resumen, la llamada ‘nueva clase media’. Por tanto, las clases intermedias, a cuya desaparición se refiere tan categóricamente el Manifiesto incluyen, aun en un país tan altamente industrializado como Alemania, casi la mitad de la población” (“A noventa años del Manifiesto Comunista”, de 1937). Pero, como toda media verdad, esa cita sirve a una gran mentira.
La teoría de Marx no define la clase por el tipo de trabajo ni por el salario, sino por su relación con los medios de producción. La clase obrera está compuesta por todos aquellos que no poseen medios de producción y venden su fuerza de trabajo bajo condiciones de explotación capitalista. Esto incluye al operario fabril, pero también al técnico de red en una empresa de telecomunicaciones, la enfermera de un hospital privado, el trabajador estatal precarizado, e incluso al ingeniero que diseña software para una multinacional. Si generan plusvalía, si están subordinados al capital, son proletarios.
La situación en Chile
Los datos son irrefutables. En Chile:
- Más del 60 % del empleo se encuentra en el sector servicios, la mayoría asalariado y sin control sobre los medios de producción.
- El trabajo informal ronda el 26 %, pero gran parte de ese sector está también sometido a relaciones de explotación indirecta.
- El empleo público (educación, salud, servicios básicos) constituye un enorme contingente de trabajadores asalariados, muchos de ellos precarizados.
- La industria tecnológica crece rápidamente, subordinando capas profesionales a grandes conglomerados privados nacionales o extranjeros.
Esto no prueba la disolución de la clase obrera. Prueba su transformación y expansión. El capital chileno no ha eliminado al proletariado: lo ha redistribuido funcionalmente en nuevos nichos de acumulación. Incluso sectores que algunos llaman “clase media” no son más que trabajadores asalariados de cuello blanco con salarios mediocres y condiciones de vida precarias.
¿Y el gobierno de Boric?
El gobierno del Frente Amplio y el PC ha jugado todas sus fichas a un proyecto patronal de conciliación de clases. No cuestiona la gran propiedad privada, ni la dominación del capital financiero, ni los tratados internacionales que cementan el dominio del imperialismo. Su horizonte es el de una “mejor administración” del orden burgués, ahora bajo rostro progresista, identitario, ambientalista e incluso feminista, aunque la realidad destaque que no han hecho otra cosa más que hacer retroceder los derechos de las mujeres (caso Monsalve), la legislación ambiental (Ley de permisología), los derechos laborales (Ley de 40 horas y Reforma Previsional), los derechos de los trabajadores inmigrantes (proyecto gubernamental para quitarle derecho a voto a los inmigrantes) los derechos de los pueblos originarios (Estado de Excepción permanente en el Wallmapu) y los DDHH y la libertad de expresión (Ley Naín Retamal y nueva Ley Antiterrorista).
Es más, sorprendentemente, desde las filas del oficialismo y de quiénes repiten las grandes orientaciones de la política malmenorista, todo lo que no quepa en ese marco miserable y que importe sostener concepciones revolucionarias— como sostener la expropiación, la planificación socialista, la organización independiente del proletariado—es tachado de “infantilismo”, “radicalismo” o, peor aún, de “populismo”. Las ideas revolucionarias a esta gente le parecen «trasnochadas», «irreales», y hasta «dogmáticas». A su turno quiénes polemizamos con estas ideas somos a menudo tratados de «faltos de nivel político» o derechamente de «ridículos».
El resultado de este escenario político permite al Gobierno administrar el malestar social desde el Estado, con subsidios, promesas de “diálogo social” y políticas identitarias consolidando una clase trabajadora desorganizada, sin partido ni dirección, mientras los grandes capitales siguen acumulando y el imperialismo reordena sus fichas con total libertad.
¿Quién puede transformar Chile?
La clase obrera, en su sentido ampliado, sigue siendo el único sujeto capaz de liderar un proceso revolucionario. Ni los funcionarios del Estado ni los profesionales progresistas pueden sustituirla. Menos aún los aparatos policiales o judiciales, cuya función represiva los convierte en enemigos orgánicos del pueblo trabajador. El lumpen, por su parte, es un residuo social que solo en condiciones excepcionales puede alinearse al proletariado, pero no puede sustituirlo. La tan mentada “aristocracia obrera” chilena es, en el mejor de los casos, una delgada capa que, como todo privilegio en el capitalismo periférico, puede desaparecer en una crisis. En Chile no hay un bloque obrero imperialista; hay una clase trabajadora expoliada, precarizada, y en muchos casos, dispuesta a luchar.
Sin embargo esto no significa que la policía, los empleados judiciales, el lumpen y aún sectores pauperizados —no asalariados—del campo y la ciudad no puedan jugar un papel progresivo en el proceso de lucha de clases. De hecho, la única forma de que la clase trabajadora juegue un papel revolucionario es precisamente acaudillando al conjunto de la nación oprimida en su lucha contra el imperialismo y por la defensa de las conquistas democráticas y sociales, transformando estas luchas elementales transicionalmente en una lucha por el poder político.
Conclusión
El reformismo gobernante —Partido Comunista, Frente Amplio—niega a la clase obrera porque su estrategia necesita hacerlo. Necesita convencernos de que no hay alternativa a la dominación del capital, que solo queda “regular”, “reformar”, “administrar mejor”, «correr el cerco». Necesita que olvidemos que existen millones de asalariados explotados, capaces de paralizar la producción, bloquear los puertos, ocupar los liceos y hospitales, y dirigir un gobierno de los trabajadores.
La tarea no es adaptar el programa socialista a las ilusiones democráticas burguesas. La tarea es construir el partido revolucionario del proletariado, rescatar el programa histórico de la clase trabajadora , y prepararnos para una inevitable nueva ofensiva contra el orden capitalista, caracterizada por nuevos estallidos y levantamientos. Es imprescindible rescatar en un sentido político las conquistas de los trabajadores como los Cordones Industriales de 1972, los grandes paros nacionales que hicieron retroceder a Pinochet, las asambleas populares del estallido del 2019 y su Primera Línea. Debemos aquilatar aún las derrotas como las ,milicias de los años 30, la experiencias guerrilleras de los 70-80 y los torpes experimentos electorales empezando por el de la Unidad Popular. Todas estas cuestiones, críticamente, han de conformar la teoría, el programa de la clase trabajadora y el único camino para detener a la reacción y al fascismo.
La clase obrera no ha desaparecido, muy por el contrario, lo que desapareció fue la audacia de nombrarla como sujeto histórico y la voluntad de organizarla como dirección.
Es hora de recuperarlas.
Fuente: El Porteño