Traducción: Natalia López
Es crucial analizar dos experiencias clave del siglo XX en contraste con la estrategia leninista: Mayo del 68 y la Unidad Popular de Allende. Ambas ofrecen enseñanzas sobre los límites y las posibles alternativas a la estrategia revolucionaria clásica. Es urgente una revisión de la estrategia de la izquierda, adaptándola a las realidades políticas y sociales actuales, con el fin de abordar los desafíos contemporáneos de forma más efectiva.
Este artículo forma parte la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
Ed Rooksby, un joven escritor e investigador socialista, falleció prematuramente a los 46 años durante la pandemia de COVID-19. Sus trabajos se distinguieron por su originalidad, lucidez, rigor e inteligencia, y su blog recopila muchas de sus valiosas contribuciones a la teoría socialista. En Jacobin, hemos traducido algunos de sus textos y publicado una semblanza tras su lamentable fallecimiento. En este caso presentamos una confrontación crítica de la estrategia leninista con dos experiencias clave: mayo del 68 en Francia y el gobierno de la Unidad Popular en Chile.
Hacia el final de Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976) Perry Anderson hace algunas observaciones interesantes sobre lo que él considera el problema central del análisis de Lenin sobre el Estado capitalista y la democracia burguesa en términos de su aplicabilidad en un escenario «occidental». Merece la pena citarlas íntegramente:
Lenin comenzó su actuación política reconociendo la fundamental diferencia histórica entre Europa occidental y Europa oriental en ¿Qué hacer? En varias ocasiones posteriores (sobre todo en El «izquierdismo», enfermedad infantil del comunismo) aludió nuevamente a ella. Pero nunca hizo seriamente de ella un objeto de reflexión política marxista. Es notable el hecho de que en El Estado y la revolución, quizá su obra más importante, se mantenga en un plano de total generalidad su examen del Estado burgués, pues por la forma en que lo considera podría referirse a cualquier país del mundo. De hecho, el Estado ruso, que acababa de ser eliminado por la revolución de Febrero, era absolutamente distinto de los Estados alemán, francés, inglés o norteamericano, a los que se referían las citas de Marx y Engels en las que se basó Lenin. Al no delimitar inequívocamente una autocracia feudal de la democracia burguesa, Lenin originó involuntariamente una constante confusión entre los marxistas posteriores, confusión que iba a impedirles elaborar una estrategia revolucionaria eficaz en Occidente. Esta sólo podía haberse forjado sobre la base de una teoría directa y sistemática del Estado representativo democraticoburgués en los países capitalistas avanzados y de las combinaciones específicas de su maquinaria de consenso y coerción, que eran ajenas al zarismo. La consecuencia práctica de esta deficiencia teórica fue la incapacidad de la III Internacional, fundada y guiada por Lenin, para lograr arraigo en las masas de los mayores centros del imperialismo moderno en los años veinte (…) En estas sociedades se necesitaba otro tipo de partido y otro tipo de estrategia, que no fueron inventados.
Estos comentarios son tanto más notables cuanto que en el momento en que Anderson los escribió se aferraba a una orientación más o menos leninista; y de hecho llegó a afirmar unos años más tarde en su maravilloso libro Teoría, política e historia: Un debate con E. P. Thompson «la mayor coherencia y realismo», en comparación con el «reformismo» de figuras como Nicos Poulantzas y Geoff Hodgson al menos, «de la tradición de Lenin y Trotsky». Sin embargo, incluso en este caso, la afirmación de Anderson no es tan rotunda. En concreto, admite que «la debilidad crítica» de esta tradición es:
su dificultad de demostrar la plausibilidad de unas contrainstituciones de doble poder que surjan en democracias parlamentarias consolidadas: todos los ejemplos de soviets o consejos hasta ahora han surgido en autocracias decadentes (Rusia, Hungría, Austria), regímenes militares fracasados (Alemania) y Estados fascistas en ascenso o derrocados (España, Portugal).
Así que, de nuevo, el problema central de este planteamiento estratégico es la forma en que la evidencia histórica indica que no encaja en sociedades en las que las instituciones y tradiciones de la democracia parlamentaria están relativamente consolidadas y han echado raíces profundas. Anderson tiene, sin duda, toda la razón al respecto. Pensar que es posible trasplantar el modelo de doble poder de la revolución socialista de las circunstancias específicas de la Rusia de febrero a octubre de 1917 (un Estado autocrático en condiciones de colapso virtual en una sociedad agotada por una guerra desastrosa) a las condiciones muy diferentes de, digamos, la Europa occidental de hoy, simplemente no toma en serio la fuerza hegemónica de la democracia burguesa; cualesquiera que sean las limitaciones de esta última e incluso dado el avanzado estado de su «vaciamiento» en condiciones de neoliberalismo, crisis y austeridad.
Esto no quiere decir, por supuesto, que este problema necesariamente valide la alternativa «reformista» clásica (en la medida en que esta putativa orientación alternativa haya sido alguna vez realmente coherente – véase la entrada del blog más abajo) – no lo hace (y por supuesto está claro que Anderson no lo hace). Pero sí sugiere -especialmente teniendo en cuenta, por supuesto, que las condiciones de democracia liberal consolidada se dan ahora en casi todos los países «capitalistas avanzados»- que la estrategia de doble poder tal y como se concibe normalmente necesita una revisión fundamental.
Basta con observar la trayectoria típica de la izquierda insurgente en los últimos tiempos para convencerse de ello. Una y otra vez, cuando surgen desafíos izquierdistas, si van más allá de la mera protesta, se cohesionan en términos de algún tipo de movilización centrada electoralmente (es decir, «reformista» o quizás socialdemócrata de izquierdas). Es decir, una y otra y otra vez, incluso en condiciones de lucha relativamente intensificada (como en Grecia hace unos años), la clase obrera no cumple -ni se acerca a cumplir- las funciones que tiene asignadas en la secuencia revolucionaria prevista en la mitología leninista. No crea soviets espontáneamente, no proporciona las condiciones anheladas en las que x o y núcleo autoproclamado del futuro partido revolucionario de masas pueda de repente ampliar su militancia y apoyo activo a pasos agigantados, superando a los reformistas y ganando la dirección de la clase, no empieza a construir un aparato protoestatal paralelo y a poner en marcha la parálisis y descomposición de la maquinaria estatal burguesa. La reedición de 1917 -incluso una aproximación embrionaria- simplemente se niega a materializarse.
Muchos lectores estarán familiarizados con la narrativa leninista típica de hoy en términos de los diversos «casi fracasos» históricos y «situaciones prerrevolucionarias» que se obtuvieron en diversas épocas (todas ellas hace ya mucho tiempo) y que se toman como signos de esperanza (o artículos de fe) en relación con la continua relevancia del escenario clásico de poder dual y la astucia subterránea de la historia que, por alguna razón, está segura de volver a lanzar tales explosiones sociales en un relámpago de la nada. Porque…. ¡Ajá! Nadie espera el escenario del doble poder. Entre los favoritos aquí están la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial (un desastre total) y Portugal 1974-5 (contenido, finalmente, dentro de los límites de una «transición» abiertamente socialdemócrata de la dictadura a la democracia parlamentaria, a pesar de los mejores esfuerzos del PCP -quizás el único PC en Occidente en aquel momento que se tomaba realmente en serio la revolución, para gran vergüenza de sus partidos hermanos eurocomunistas). La mayoría de estos ejemplos están entre la lista que Anderson expone arriba en relación con la ‘debilidad crítica’ del esquema leninista.
Pero hay un ‘casi fallo’ que Anderson no menciona, probablemente porque no arrojó soviets como tales más allá de unos pocos casos rudimentarios. Sin embargo, esto ha pasado al panteón leninista de las casi revoluciones frustradas y fue de hecho un importante catalizador para la revigorización de la izquierda revolucionaria de Europa occidental, permitiendo a la tradición trotskista en particular ganar un nicho más seguro en el ecosistema de la izquierda europea, escapando hasta cierto punto del sofocante confinamiento al que había sido confinada en los días del mismo Viejo. Me refiero, por supuesto, a los « eventos de mayo » en Francia 1968.
Francia, mayo de 1968
No cabe duda de que el mes de mayo fue una eclosión social que rompió moldes y cambió por completo el panorama político; sus diversos significados y efectos se propagaron mucho más allá de la propia Francia. En muchos sentidos, «los eventos» supusieron la sentencia de muerte del orden social de posguerra: mayo presagiaba el próximo colapso del compromiso de clase que se había cohesionado en una forma más o menos socialdemócrata en el contexto del largo boom. Ciertamente anunciaba una crisis para el «nuevo revisionismo» de la izquierda socialdemócrata europea, que desde los años 50 había asumido que el antagonismo social intenso y la agitación habían quedado confinados a la historia con la llegada de la «economía mixta» y el Estado del Bienestar. Para muchos, las batallas callejeras, las manifestaciones y las huelgas generales masivas y sin precedentes de mayo parecían haber reivindicado por fin la perspectiva insurreccional de la izquierda revolucionaria. Pero entre las cosas realmente notables de mayo estaba la facilidad con la que, al final, esta crisis política y social aparentemente existencial de la Quinta República se contuvo dentro de los límites constitucionales y electorales.
El 29 de mayo, De Gaulle huyó de París. Muchos observadores creyeron que había sido derrocado por las huelgas y manifestaciones y que su dimisión oficial no tardaría en producirse. Pero al día siguiente anunció en un discurso televisado a la nación que disolvía el parlamento y convocaba elecciones generales. Ese día, quinientas mil personas se manifestaron en apoyo de De Gaulle, la mayor manifestación de mayo, lo que supuso un duro golpe para la izquierda, ya que parecía revelar que la correlación de fuerzas real en el país no estaba necesariamente a su favor. Ni mucho menos. Fue un anticipo de lo que estaba por venir.
El PCF y los socialistas (y el PSU, aunque también defendía la continuación de las huelgas) aceptaron participar en las elecciones e inmediatamente se pusieron a instar a los trabajadores a que pusieran fin a sus huelgas y volvieran al trabajo. De hecho, el PCF suele ser identificado, en la narrativa de la izquierda, como el villano traicionero de todo este proceso: si hubiera apoyado la revuelta en lugar de intentar frenarla en todo momento, las cosas podrían haber sido muy diferentes. Tal vez sea así. Pero lo que esta narrativa suele restar importancia es precisamente la relativa facilidad con la que el PCF fue capaz de amortiguar y finalmente detener los acontecimientos. Esto requiere una explicación más seria que la sugerencia de que una clase obrera insurreccional fue engañada por las maquinaciones y la cobardía de sus líderes reformistas. Lo que esta narrativa pasa por alto, en otras palabras, es el impulso hegemónico popular de la democracia parlamentaria y sus límites. A la hora de la verdad, la clase obrera no veía otra alternativa. Los acontecimientos de mayo habían llevado a la V República al borde del precipicio, pero ¿qué habría sustituido concretamente al orden existente si el proceso se hubiera llevado más lejos? No había consejos obreros generalizados. No había una situación de doble poder ni nada que se le pareciera.
Los resultados de las elecciones generales revelaron que los gaullistas habían aplastado a sus oponentes de izquierdas en las urnas: los socialistas perdieron 61 escaños, el PCF perdió 39 y los gaullistas se convirtieron en el primer partido de la historia de la República en conseguir la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.
En su ensayo «Las lecciones de mayo», Ernest Mandel ofrece una explicación del resultado electoral que gira en torno a la idea de que los trabajadores y los jóvenes, desmoralizados por el fracaso de los principales partidos de izquierda a la hora de ofrecer un liderazgo más radical, simplemente se abstuvieron en gran número. La gente tiende a ponerse del lado de las fuerzas políticas que demuestran más iniciativa, y si los principales partidos de la izquierda hubieran apoyado más decididamente las acciones de mayo, pidiendo su continuación durante la campaña electoral en lugar de sofocarlas, el resultado de las elecciones podría haber sido otro. Sin embargo, su relato es solo parcialmente convincente, porque uno no puede evitar la sensación de que simplemente está intentando explicar la derrota de tal manera que está diseñada para evadir la explicación alternativa bastante obvia, que es que las elecciones revelaron que el equilibrio real de fuerzas en Francia en mayo de 1968 resultó ser muy diferente de lo que podría haber parecido desde una barricada en el Barrio Latino.
Acechando en el relato de Mandel sobre los fracasos de la izquierda está, por supuesto, el argumento familiar sobre «la ausencia de un partido revolucionario bien implantado» que pivota sobre la típica afirmación contrafáctica leninista de que, si tal cosa hubiera existido en algún universo paralelo, seguramente habría sido llevado hacia el poder por las fuerzas sociales que tan desesperadamente sintieron su falta en nuestra línea de tiempo histórica. Pero, por supuesto, la ausencia era real y requiere algún tipo de explicación. De hecho, la ausencia más amplia y repetida de tal entidad una y otra vez en cada uno de los «casi fracasos» históricos en el canon leninista de situaciones prerrevolucionarias también debe explicarse; no puede ser solo una racha de mala suerte.
Curiosamente, sin embargo, Mandel admite en este ensayo que no existían las condiciones para una insurrección inmediata. El curso de acción alternativo que sugiere es la aplicación de una versión modificada del Programa de Transición de Trotsky, o «reformas estructurales», como las denomina en este ensayo. Sin embargo, como ocurre con todas estas estrategias de reivindicaciones transitorias en su iteración trotskista, la gran cuestión de quién o qué va a aplicar estas reformas estructurales -a quién o qué se le va a exigir que las lleve a cabo- queda bastante indefinida. El Estado, sí, pero ¿específicamente los gaullistas en el gobierno? ¿Se espera de ellos, incluso bajo fuertes presiones, que lleven a cabo una serie de reformas revolucionarias calculadas para desequilibrar y socavar aún más el capitalismo francés? En otras palabras, lo que Mandel no puede admitir realmente es que necesita que se elija un « gobierno de izquierda » para que esta estrategia sea vagamente factible. La lógica de la estrategia pivota necesariamente sobre una combinación de movilización extraparlamentaria, huelgas, etc., por un lado, y una estrategia electoral para conseguir un gobierno de izquierdas, por otro. La estrategia, en otras palabras, exige el reconocimiento del peso hegemónico de la democracia parlamentaria y la determinación de trabajar con ella y sondear sus límites en lugar de rechazarla como un callejón sin salida inherente.
El tipo de estrategia hacia la que Mandel estaba tanteando aquí, pero que no estaba dispuesto a comprender plenamente, fue elaborada de forma más completa por André Gorz en su ensayo «Socialismo y revolución», escrito de hecho inmediatamente después de los eventos de mayo y anticipado en cierta medida por su libro Estrategia obrera y neocapitalismo(1964). He escrito sobre la iteración de Gorz de la estrategia de «reforma estructural» o «reformas no reformistas» en otro lugar. El punto clave es que Gorz parte de la observación de que la estrategia leninista es insostenible en Francia y se basa en el supuesto de que la política democrática parlamentaria no se puede eludir o evadir fácilmente. El ensayo es un intento brillante (aunque a veces bastante opaco) de pensar en lo que un gobierno de izquierdas, impulsado por olas de movilización popular, podría lograr y cómo podría dirigirse en la dirección de una transformación social radical.
Chile 1972
Los acontecimientos que se desarrollaron en Chile entre 1970 y 1973 se entienden normalmente como una advertencia saludable sobre los límites del reformismo parlamentario, y con razón. De hecho (como he sugerido en el post anterior), en cierto modo podríamos ver al gobierno de Allende como quizás el único ejemplo histórico de un socialismo seria y definitivamente reformista en el poder (en contraposición a los gobiernos de «reforma social» en términos de Miliband), y como tal su destino final a manos de las fuerzas militares, en cuyo proclamado «constitucionalismo» Allende puso tanto empeño, es sin duda muy significativo. En la narrativa leninista, el ejemplo de Chile suele desplegarse como una especie de prueba definitiva, no solo de los límites del reformismo, sino de la imposibilidad de cualquier tipo de estrategia para el cambio socialista que no pivote sobre el modelo de 1917. Pero se pueden extraer otras lecciones.
En primer lugar, cuando uno lee la historia del gobierno de la Unidad Popular, es imposible no sorprenderse por las diversas opciones y decisiones del gobierno de Allende y sus partidarios que, en realidad, podrían haberse tomado de otra manera. No me parece que el experimento chileno estuviera inexorablemente condenado desde el principio al sangriento final que encontró. Merece la pena leer las consideraciones de Miliband a este respecto en su brillante y rabioso ensayo, escrito inmediatamente después del Golpe del 11 de septiembre. En particular, está claro que el gobierno tenía muy clara la idea de que los militares estaban tramando algo desde al menos junio de 1973 y, de hecho, recibió una advertencia explícita en agosto sobre el inminente golpe por parte de marineros y trabajadores leales destinados en la base naval de Valparaíso. Criminalmente, Allende optó por abandonar a estos delatores al castigo que les infligieron sus superiores (fueron torturados) en lugar de actuar en consecuencia con su advertencia. Pero las cosas podrían haberse hecho de otra manera. Del mismo modo, Allende no necesitaba permitir que se aprobara la Ley de Control de Armas de octubre de 1972 (que se aprobó durante la huelga patronal de ese mes), podía haberla vetado. La ley proporcionó el pretexto para que el ejército empezara a asaltar fábricas con el fin de disolver ocupaciones, etc.
Se podría objetar aquí que estas consideraciones no son menos «podrían haber sido» contrafácticas que la maniobra leninista de «si solo hubiera habido un partido revolucionario bien implantado» criticada anteriormente. Además, ¿no fue la lógica inherente al constitucionalismo de Allende, derivada de la estrategia parlamentaria a la que se aferró, la que determinó estas opciones? Pues sí. Y no. Me parece que no es tan difícil imaginar opciones alternativas en Chile como imaginar la presencia de un «partido revolucionario bien implantado» en las diversas situaciones en las que, como era de esperar, este partido no ha existido.
Pero lo más interesante, para mí, de los acontecimientos en Chile no son tanto los diversos giros equivocados del gobierno de Allende, sino la forma en que estimuló la aparición de una forma avanzada de poder popular fuera del Estado en una alianza (a menudo, pero no totalmente, cargada de tensiones) con el gobierno de la Unidad Popular.
Una de las dimensiones notables del periodo de Allende fue la forma en que la crisis económica -una clásica huelga de inversiones por parte de la burguesía, apoyada por los esfuerzos de sabotaje económico de Estados Unidos en particular- que empezó a afectar a partir de 1971 y que se vio cada vez más reforzada por una estrategia política de tensión progresiva, tendió en general a radicalizar el movimiento de apoyo a la Unidad Popular. La sabiduría política común podría sugerir que un gobierno que supervisa una economía que se hunde cada vez más en graves problemas de escasez e inflación vería desplomarse su apoyo. Pero, en este caso, no es así. Uno de los mejores indicadores de ello es la forma en que la Unidad Popular aumentó su porcentaje de votos del 36% en 1970 (cuando llegó por primera vez al poder) al 43,4% en las elecciones al Congreso de marzo de 1973, después de aproximadamente un año y medio de crisis económica. De hecho, fue probablemente este desastroso resultado electoral de la oposición lo que la puso en la senda de los preparativos serios para el golpe: a estas alturas ya sabían que la Unidad Popular representaba una amenaza real y seria para la continuidad del poder capitalista en Chile.
Desde mediados de 1972 una ola de actividad de masas recorrió Chile en la que trabajadores y campesinos empezaron a construir y extender formas articuladas de poder popular en sus lugares de trabajo y comunidades. Este proceso de radicalización se aceleró aún más a partir de octubre de ese año en respuesta a la huelga patronal, con la «expropiación desde abajo» bajo el control de los trabajadores de las fábricas y otros lugares de trabajo para mantener la economía en marcha frente al sabotaje económico concertado y agudo. Como Roxborough, O’Brien y Roddick describen estos desarrollos:
Las organizaciones políticas de base de la Unidad Popular, establecidas durante el primer año, fueron revitalizadas: asambleas de trabajadores en las fábricas, Comités de Abastecimiento en las poblaciones… Consejos Campesinos en las áreas rurales. Surgieron Comités de Acción que unían estas organizaciones locales en unidades más grandes: comités de todas las fábricas de un municipio dado, los llamados cordones industriales, y comités conjuntos de industrias con organizaciones barriales, los comandos comunales.
Esta oleada de «poder popular» no se organizó en ningún sentido en oposición consciente al propio gobierno, sino que se orientó como una forma de movilización de masas en apoyo y defensa de la Unidad Popular y, en cierta medida, como un intento deliberado de presionar a Allende para que cumpliera más plenamente sus promesas de llevar a Chile hacia el socialismo. De hecho, aunque Allende intentó devolver algunas de las fábricas expropiadas en octubre a sus propietarios capitalistas bajo los términos del Plan Millas, la gran mayoría de ellas fueron nacionalizadas o dejadas en manos de los trabajadores que ahora las dirigían.
Lo que estaba surgiendo en Chile en 1972, por tanto, era una forma peculiar de poder dual. Pero no se trataba de una situación «clásica» de poder dual del tipo previsto en la tradición de Lenin, en la que cualquiera de los polos de la dualidad se enfrenta al otro como enemigos implacables en una lucha en la que solo uno de ellos puede prevalecer. Aquí, en Chile, el poder dual expresaba una relación de tensión dialéctica en la que ambos polos constituían una fuente de fuerza (al menos potencial) el uno para el otro, lo que abría (también potencialmente) la posibilidad de una interacción positiva y dinámica entre ambos. Aquí, unos años después de que Gorz hubiera teorizado por primera vez sobre esta posibilidad en Francia, había un gobierno de izquierdas que había proporcionado (aunque no de forma totalmente intencionada) las condiciones para la aparición de órganos de poder populares que pudieran desafiar realmente al orden capitalista.
Si la Unidad Popular hubiera abrazado de forma más consistente las posibilidades abiertas por esta forma de poder dual -y si, en particular, hubiera actuado de forma más decisiva contra los golpistas- las cosas podrían haber sido muy diferentes. Es difícil imaginar cómo se podría haber evitado algún tipo de desenlace violento, pero tal vez -solo tal vez- se podría haber contenido de una forma que no desembocara en la guerra civil que Allende (para su gran mérito, en mi opinión) temía más que cualquier otra cosa.
Lo fundamental que hay que entender de este proceso en Chile es que estos órganos de democracia popular radical -los Cordones, los Comités de Abastecimiento Popular, los Comandos Comunales- no habrían surgido de no ser por la elección previa del gobierno de la Unidad Popular. La situación de doble poder («de tipo especial») que se dio en Chile a mediados y finales de 1972 no habría surgido por otra vía que no fuera la del compromiso con el proceso democrático parlamentario para poner en el poder a un gobierno de izquierda que pudiera empezar a sondear los límites del «reformismo».
Aquí, en el Chile de 1972, quizás podamos vislumbrar el «otro tipo de estrategia» -al menos en líneas generales- que Anderson, en la cita anterior, sugiere que se necesita en condiciones de democracia burguesa. Es una que requiere tomarse en serio la democracia parlamentaria para ampliar su promesa democrática y encontrar un camino más allá de sus límites actuales.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/12/algunas-notas-sobre-la-estrategia-leninista/