Por Nahuel
La Organización de las Naciones Unidas nació sobre las ruinas ardientes de la Segunda Guerra Mundial, envuelta en un lenguaje solemne de paz, seguridad colectiva y derechos humanos. Fue presentada como la superación de la fracasada Sociedad de Naciones, como la promesa de que el horror nazi y el genocidio nunca volverían a repetirse. Sin embargo, la historia de la ONU está marcada por una paradoja insalvable: fue creada bajo el yugo de los vencedores, y hasta hoy permanece prisionera de su arquitectura imperial. Su Consejo de Seguridad, con el poder de veto concentrado en cinco Estados, es la condena perpetua a la impotencia. Allí la democracia se vuelve farsa: no importa que 190 países voten a favor de una resolución, basta con que Estados Unidos levante la mano para sepultar cualquier intento de justicia.

La impotencia estructural de la ONU ante el genocidio
Lo que ocurre en Gaza hoy desnuda esta verdad con una crudeza insoportable, imposible de maquillar con eufemismos diplomáticos. No hablamos de una catástrofe natural ni de una tragedia inevitable, sino de un exterminio planificado, de un genocidio televisado en tiempo real. Decenas de miles de cuerpos yacen bajo los escombros; barrios enteros han sido reducidos a polvo; los hospitales, antaño refugio de vida, se han transformado en morgues improvisadas donde la sangre sustituye al agua y los médicos, exhaustos, deben elegir a quién salvar y a quién dejar morir. La infancia palestina, que debería ser portadora de esperanza, es condenada al silencio perpetuo de las tumbas o al trauma irreversible de sobrevivir en un paisaje de ruinas.
Y mientras tanto, la ONU —ese espectro solemne que exhibe su imponente sede de vidrio en Nueva York como templo de la civilización moderna— se limita a redactar comunicados impregnados de frases gastadas: “profunda preocupación”, “urgente llamado al cese de hostilidades”, “grave deterioro de la situación humanitaria”. Palabras que se acumulan en archivos digitales, tan frías como irrelevantes frente al calor de los misiles y la metralla. El genocidio no solo ocurre: se transmite en vivo, se comenta en redes sociales, se contabiliza en informes de prensa, y aun así la ONU se comporta como un notario de la barbarie, certificando con su pasividad el crimen mientras aparenta neutralidad.
Su voz se pierde en el eco vacío de resoluciones sin fuerza vinculante, declaraciones que no cruzan las paredes de sus salones alfombrados. Y es que la impotencia de la ONU no es producto del azar ni de un error burocrático: es una impotencia diseñada, programada desde su fundación. La arquitectura de su poder —con el Consejo de Seguridad como cúpula de hierro y el veto como herramienta de los imperios— no busca detener las guerras, sino administrar su legitimidad. De este modo, lo que para los pueblos del mundo debería ser un espacio de justicia se convierte en un tribunal donde los verdugos son también jueces, y la impunidad de los poderosos se convierte en norma universal.
La ONU: historia de fracasos y complicidad

La historia reciente confirma este patrón. En Vietnam, mientras millones de campesinos eran masacrados bajo el napalm estadounidense, la ONU fue incapaz de articular algo más que condenas simbólicas. En Irak, la invasión de 2003 se llevó a cabo a pesar de la oposición de buena parte de la Asamblea General, porque Washington y Londres simplemente decidieron pasar por encima de cualquier restricción. En Afganistán, la ocupación durante dos décadas se disfrazó de “misión internacional” con la ONU como administradora humanitaria de un infierno fabricado. En Ruanda, cuando el genocidio de 1994 devoraba a cientos de miles de personas, las tropas de cascos azules recibieron órdenes de no intervenir; la burocracia de Nueva York fue más rápida para evacuar a los diplomáticos occidentales que para salvar a los tutsis y hutus perseguidos. En Bosnia, Srebrenica se convirtió en el símbolo del cinismo: una “zona segura” bajo protección de la ONU donde ocho mil hombres y niños fueron ejecutados mientras las tropas holandesas miraban hacia otro lado.
Cada uno de estos episodios revela lo mismo: la ONU no fracasa porque carezca de voluntad, sino porque nunca estuvo concebida para quebrar los dictados del poder imperial. Su función es ofrecer una fachada de legitimidad, un discurso de derechos humanos que tranquiliza conciencias mientras se perpetúa la violencia estructural del capitalismo global. Por eso Gaza no es una excepción: es la continuidad lógica de una institución construida para no incomodar a quienes concentran las armas, el capital y la hegemonía política.
La ultraderecha y la ONU: críticas desde la perversidad

Es por eso que resulta repugnante escuchar hoy a la ultraderecha y a los fascistas levantar su dedo acusador contra la ONU. Su crítica no nace de la indignación frente a la inacción del organismo ante el genocidio palestino ni de una preocupación sincera por la justicia internacional. Surge, más bien, de un odio visceral a cualquier espacio donde se insinúe, aunque sea de forma mínima y contradictoria, la posibilidad de un lenguaje común de derechos humanos. Lo que para los pueblos oprimidos representa un resquicio simbólico de legitimidad, para ellos es una amenaza intolerable, pues erosiona la narrativa de supremacía absoluta que pretenden imponer. Allí donde los pueblos del Sur Global reclaman voz, aunque sea en un foro impotente, la derecha extrema percibe un riesgo para su proyecto de homogeneización autoritaria y racista.
Para esos sectores, la ONU es demasiado “blanda”, demasiado “progresista”, demasiado “globalista”. Palabras que en su boca son sinónimos de debilidad, de traición a los intereses de las potencias coloniales y de obstáculo para el despliegue sin freno de la violencia capitalista. Su proyecto no es transformar la ONU en una institución capaz de servir a la humanidad —algo que desde nuestra perspectiva de izquierda radical sería igualmente imposible—, sino demolerla para reemplazarla con un orden aún más crudo, donde la ley internacional se subordine explícitamente a la fuerza militar y económica de los imperios. Lo que buscan no es la desaparición de la ONU como organismo burocrático, sino la supresión definitiva de toda pretensión de universalidad, para sustituirla por la dictadura explícita de la supremacía imperial.
El cinismo es absoluto: critican a la ONU no por su servilismo histórico al poder —que denunciamos como su esencia—, sino por no ser lo suficientemente servil. No les molesta que la ONU legitime invasiones, maquille genocidios o administre ruinas humanitarias; lo que les incomoda es que en ese proceso se permitan, aunque sea tímidamente, discursos de igualdad, de derechos de las mujeres, de protección a migrantes, de reconocimiento de minorías. Lo que ellos exigen es una ONU que no finja siquiera neutralidad, un látigo internacional aún más eficaz contra los pueblos pobres, los trabajadores, los refugiados, las disidencias sexuales y de género. Por eso sus críticas no son un gesto de oposición real al orden mundial, sino una ofensiva reaccionaria para consolidarlo en su versión más brutal y descarnada.
La complicidad “progresista” en la decadencia de la ONU
En medio de la crisis humanitaria en Gaza y de la evidencia histórica de la ineptitud estructural de la ONU, resulta alarmante observar cómo los progresismos y las izquierdas gobernantes —esas que se autodenominan defensoras de los derechos humanos y la justicia global— reproducen, consciente o inconscientemente, la lógica de la institución que pretenden reformar. En Chile, el gobierno de Gabriel Boric encarna esta contradicción con claridad dolorosa: un discurso de solidaridad con los pueblos oprimidos, mientras participa de mecanismos diplomáticos que legitiman la permanencia de una ONU incapaz de frenar genocidios.

La propuesta de Michelle Bachelet como secretaria general del organismo, en este contexto, no es un acto de heroísmo humanitario, sino la expresión de un progresismo atrapado en la decadencia de la diplomacia internacional. La ONU, como hemos señalado, es una máquina diseñada para proteger los intereses de las potencias, donde el veto de Washington, Londres o París predetermina la impunidad de los agresores. Proponer a Bachelet —figura de reconocida trayectoria en derechos humanos pero vinculada también a los límites y compromisos del sistema político chileno— es aceptar que la institución se mantenga intacta, mientras se maquilla su ineficacia con rostros supuestamente progresistas.
No se trata de una crítica personal a Bachelet, sino de señalar cómo incluso los sectores autodenominados de izquierda terminan cooptados por la lógica imperial. Gobiernos que debieran impulsar una política internacional solidaria, que defienda la soberanía de los pueblos del Sur Global y exija justicia frente a los crímenes de guerra, terminan reproduciendo ceremonias diplomáticas que legitiman la permanencia de un sistema internacional desigual. En este sentido, el progresismo gobernante chileno, al celebrar o participar en la candidatura de Bachelet, se convierte en cómplice tácito de la impunidad estructural que permite el genocidio en Gaza y la administración de las ruinas humanitarias en otros conflictos.
La paradoja es descarnada: la izquierda que gobierna se vende como defensora de la justicia global mientras acepta, como inevitable, la subordinación de los pueblos a los intereses de las potencias. Esta versión “progresista” de la diplomacia internacional refuerza la decadencia de la ONU, y confirma que la verdadera emancipación de los pueblos del Sur no puede depender de la buena voluntad de organismos diseñados para proteger a los poderosos.
Construir desde la resistencia: un internacionalismo irreconciliable
Desde la izquierda rebelde, desde los pueblos del sur global, no podemos caer en ese espejismo reaccionario. Nuestra crítica a la ONU es de raíz, pero en dirección opuesta: no porque sea “demasiado blanda” frente a los pueblos insurgentes, sino porque ha sido históricamente demasiado dócil frente a los verdugos. El veto de Washington, Londres, París, Moscú o Pekín es la negación del principio más básico de soberanía popular internacional. La ONU no fracasa por accidente: está diseñada para fracasar allí donde el poder imperial se ve amenazado. Su debilidad frente al genocidio en Palestina no es error, es función.

La historia la juzgará como antes juzgó a la Sociedad de Naciones: un cadáver institucional, enterrado bajo la evidencia de su inutilidad moral. Pero nuestra tarea, como pueblos en resistencia, no es llorar sobre la tumba de la ONU, sino construir nuevas formas de articulación internacional desde abajo, horizontales, anticapitalistas y antiimperialistas. Espacios donde no exista veto de potencias, donde la voz de un país del Sur valga tanto como la de cualquier potencia nuclear.
La ONU, con toda su pompa diplomática, pertenece al mismo museo que las ruinas coloniales y los tratados que prometían libertad mientras esclavizaban pueblos. Frente a su impotencia programada y la hipocresía fascista que la ataca desde la derecha, solo cabe una opción: levantar desde los pueblos un internacionalismo de nuevo tipo, irreconciliable con el genocidio, irreconciliable con el capitalismo y con la ultraderecha que hoy celebra su complicidad.