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El crimen ecológico con rostro democrático: la farsa del debate presidencial en el Salmón Summit

by Nahuel
julio 27, 2025
in Noticias Destacadas, Voces del Sur
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El crimen ecológico con rostro democrático: la farsa del debate presidencial en el Salmón Summit
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Por Nahuel

El primer debate presidencial de 2025 no se realizó en un espacio plural ni republicano, sino bajo el patrocinio de una de las industrias más contaminantes del país. Que el gremio salmonero sea anfitrión del debate público evidencia la profunda subordinación de la política a los intereses del capital extractivista. Esta columna plantea una crítica estructural al modelo que convierte a quienes devastan territorios y mares en interlocutores privilegiados de la democracia de los empresarios.

Que el primer debate presidencial del 2025 en Chile se haya realizado en el marco del Salmón Summit, evento organizado y financiado por el gremio empresarial salmonero, no es un hecho neutro ni anecdótico: es un acontecimiento político que debiera encender todas las alarmas de quienes aspiran a una democracia sustantiva. Este episodio representa un gesto de alineamiento explícito con el gran capital y, más grave aún, una legitimación activa de uno de los sectores más depredadores del ecosistema nacional. No solo explicita la subordinación estructural de la política institucional a los intereses empresariales, sino que consolida un imaginario perverso en el cual quienes destruyen la vida marina, privatizan el agua y precarizan el trabajo pueden ser considerados anfitriones legítimos de la deliberación democrática. Bajo la apariencia de “pluralismo” y “diálogo público”, lo que se despliega es un ejercicio de blanqueamiento simbólico que normaliza la captura del Estado por parte de los poderes fácticos.

La industria salmonera chilena, una de las más grandes del mundo, es una pieza clave del capitalismo neoliberal extractivista que se impuso en Chile tras la dictadura y se profundizó durante la transición pactada. En nombre del desarrollo económico y la competitividad internacional, esta industria ha devastado extensos ecosistemas marinos en el sur de Chile, transformando los fiordos y canales patagónicos en verdaderas zonas de sacrificio. Su historial incluye vertimiento masivo de antibióticos, diseminación de enfermedades como el virus ISA, destrucción de hábitats bentónicos y contaminación crónica por residuos orgánicos. Más allá de los efectos ecológicos, su expansión ha generado conflictos socioambientales severos: desplazamiento de pescadores artesanales, violación de derechos indígenas, criminalización de defensores ambientales y concentración de la riqueza en manos de conglomerados nacionales y transnacionales. Se trata de un modelo productivo sustentado en la lógica de la acumulación por desposesión, en el que los costos sociales y ambientales son sistemáticamente externalizados.

Bajo este contexto, la participación de las candidaturas presidenciales —incluido el Partido Comunista, que alguna vez alzó las banderas del antiimperialismo y la justicia social— en un evento dirigido por esta élite empresarial no puede leerse como un gesto inocuo de apertura al diálogo, sino como una claudicación ideológica. Asistir al Salmón Summit no significa simplemente ocupar un espacio mediático: implica aceptar las reglas del juego del capital, legitimar su rol como interlocutor privilegiado y excluir, por omisión o complicidad, a quienes resisten en los márgenes. Al entregar a este sector el rol de garante del “debate democrático” (que no es democrático para las grandes mayorías), se refuerza una arquitectura política profundamente excluyente, en la que los movimientos socioambientales, los pueblos originarios y las comunidades costeñas quedan reducidos al silencio o al espectáculo folklórico de la “participación ciudadana”. En lugar de disputar la hegemonía del capital, las candidaturas la ratifican, y con ello, renuncian a una política transformadora.

La instalación de este tipo de debates en espacios privados, financiados por grandes empresas contaminantes, no sólo vulnera principios básicos de imparcialidad institucional, sino que revela el grado de naturalización que ha alcanzado la convergencia entre el poder económico y el poder político en Chile. En vez de interpelar a quienes han convertido los mares australes en vertederos industriales, se les ofrece tribuna para modelar el discurso público, intervenir la agenda mediática y legitimar su posición como actores indispensables del “progreso nacional”. Esta lógica de colaboración público-privada en la definición de las prioridades políticas no es otra cosa que una forma refinada de captura corporativa del Estado, donde las decisiones estratégicas no se toman en función del bien común o los derechos de las comunidades, sino en función de la rentabilidad, la inversión extranjera y la “paz social” entendida como ausencia de resistencia. En lugar de una crítica frontal a los impactos acumulativos de esta industria, los debates terminan subordinándose a los lenguajes del mercado: competitividad, innovación, gobernanza, crecimiento verde. Es el crimen ecológico con rostro técnico, blanqueado por expertos y validado por los candidatos.

Desde esta columna se hace imprescindible denunciar no solo la responsabilidad directa del empresariado salmonero en la destrucción de los ecosistemas marinos del sur de Chile, sino también la arquitectura institucional, legal y discursiva que les ha permitido actuar con total impunidad. Esta industria ha sido protegida por un conjunto de dispositivos de poder que van desde concesiones marítimas otorgadas sin consulta previa a pueblos originarios, hasta la permisividad de organismos estatales como SERNAPESCA o la Superintendencia del Medio Ambiente, cuyas sanciones suelen llegar tarde, cuando el daño ya es irreversible, o simplemente no llegan. A esto se suma una prensa mayoritariamente cooptada, que replica sin cuestionamiento las narrativas empresariales y reduce los conflictos socioambientales a “problemas de fiscalización” o “casos puntuales”. El poder de la salmonicultura no se limita a lo económico: es también un poder epistemológico y cultural que ha logrado imponer una visión donde el mar no es territorio vivo ni bien común, sino una “plataforma de inversión” y un “recurso productivo”.

Más grave aún es el silenciamiento sistemático al que son sometidas las comunidades originarias del sur austral. Los pueblos kawésqar, por ejemplo,  habitantes milenarios de los canales australes, han sido despojados de sus territorios ancestrales mediante un proceso de acumulación por desposesión amparado por el Estado y legitimado por discursos modernizadores. La expansión salmonera ha significado no solo la invasión física de sus espacios, sino la aniquilación de sus formas de vida marítimas, de sus conocimientos ecológicos tradicionales y de sus vínculos simbólicos con el mar. En este escenario, la resistencia de estas comunidades representa mucho más que una defensa de intereses particulares: es una lucha por la descolonización del territorio, por la restitución de la soberanía comunitaria, y por la defensa de una ética del habitar que no se basa en la explotación sino en la reciprocidad con los ecosistemas. Ignorar esa lucha, o relegarla al margen de los debates presidenciales, es perpetuar el racismo estructural que ha definido históricamente la relación del Estado chileno con sus pueblos originarios.

Lo que se requiere no es un “diálogo” maquillado con lenguaje técnico y buena voluntad institucional, sino una ruptura profunda con el modelo que ha convertido al sur de Chile en un laboratorio de extractivismo salvaje. Hablar de “sostenibilidad” en un evento financiado por las mismas empresas que vierten miles de toneladas de antibióticos en el océano es una obscenidad. Democratizar la política significa desmercantilizarla: sacar a las empresas del centro del debate público, recuperar la autonomía de los territorios, y construir una institucionalidad que priorice la vida, los derechos colectivos y la justicia ecológica por sobre la acumulación de capital. La legitimidad democrática no puede nacer en cumbres empresariales cerradas, sino en asambleas territoriales abiertas, cabildos populares vinculantes y espacios de deliberación construidos desde abajo, con participación directa de quienes han sido históricamente excluidos del poder.

La pregunta que queda flotando es inquietante: ¿cómo puede hablarse de futuro, de justicia intergeneracional o de “Chile sustentable”, cuando el escenario del debate político está financiado, diseñado y controlado por los mismos actores que han asesinado sistemáticamente el presente ecológico? ¿Qué tipo de democracia puede construirse cuando las voces que denuncian el ecocidio, el racismo ambiental y la desigualdad territorial no tienen cabida en los espacios de discusión política? Este no es solo un problema de formas, sino de fondo: estamos ante una democracia degradada, en la que los derechos colectivos y la soberanía popular son reemplazados por el “consenso” entre elites que se disputan la administración de un modelo inviable.

Es hora de decirlo sin eufemismos: las libertades democráticas no se defiende en los summits del capital, sino en las costas contaminadas, en los territorios que resisten, en los saberes silenciados por el extractivismo y en la dignidad de quienes se niegan a normalizar el saqueo. Mientras la política institucional continúe plegándose a los intereses del empresariado salmonero —es decir, mientras los mares se llenen de cadáveres invisibles, los pueblos originarios sean desplazados en nombre del “desarrollo”, y las decisiones públicas se tomen bajo la tutela de los gremios económicos— lo que se reproduce no es una democracia, sino su simulacro: una ficción gobernada por balances financieros y no por la voluntad popular. Frente a este orden de muerte disfrazado de sostenibilidad, lo urgente no es moderar la crítica para entrar en el juego institucional, sino radicalizar la esperanza, reorganizar el sentido de lo común y restituir una ética de la vida que ponga límites al poder destructor del capital. Si la política ha sido enjaulada por la lógica del mercado, será en los márgenes, en las orillas, en las luchas de los pueblos y los ecosistemas vivos donde resurja la posibilidad de una democracia real, insurgente, arraigada en la justicia ambiental y social.

Nahuel

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