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El materialismo es esencial para la política socialista

by Juan Carlos Flores
julio 24, 2025
in Noticias Destacadas, Opiniones
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El materialismo es esencial para la política socialista
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Vivek Chibber

Traducción: Natalia López

La tradición socialista estuvo asociada durante mucho tiempo al materialismo, la idea de que los agentes humanos tienden a actuar según sus intereses objetivos, una visión que ha sido criticada en las últimas décadas. Sin embargo, el materialismo es la base indispensable de la política de izquierdas.

Durante décadas, el marxismo y la tradición socialista en general —de la cual el marxismo es solo una parte— estuvieron asociados a una doctrina conocida como materialismo. Pero en tiempos recientes, este enfoque ha sido en gran medida abandonado por los teóricos críticos, hasta el punto de que su mera mención suele recibirse con escepticismo, si no directamente con burla. En este artículo, describo brevemente en qué consiste el materialismo y luego examino algunas críticas comunes que se le hacen a esta teoría. Muestro que en gran medida esas objeciones están fuera de lugar y, además, que no solo sigue siendo posible sostener el materialismo tradicional en la teoría social, sino que es la base indispensable para la revitalización de la política de izquierda.

Para precisar el concepto, señalemos que el materialismo puede entenderse en tres sentidos distintos.

Uno es el materialismo ontológico o metafísico. Es la idea de que la realidad existe independientemente de nuestras mentes, tanto en el mundo natural como en el social. Esto contrasta con lo que a veces se llama idealismo, que supone que lo que consideramos real podría ser solo un producto de nuestra imaginación.

El segundo es el materialismo epistemológico, que sostiene que, aunque las ideas median nuestro acceso a la realidad, la estructura de esa realidad impone límites a la variabilidad de nuestras impresiones del mundo. Esto significa que, aunque podamos tener comprensiones equivocadas de lo que hay «ahí afuera», existe una forma de corregirlas mediante el contacto con el mundo que nos rodea. Así, es posible alcanzar un conocimiento aproximadamente correcto de la realidad.

Y el tercero es el materialismo social, que plantea que, al tratar de explicar fenómenos importantes del mundo social, partimos del supuesto de que los agentes actúan en función de sus intereses objetivos; más específicamente, sus intereses materiales o económicos. Por lo tanto, en este texto, materialismo social debe entenderse como explicaciones de la acción humana basadas en intereses.

Estos tres elementos se combinan en un marco coherente que afirma la existencia de una realidad objetiva, que puede ser comprendida a través de un análisis riguroso y, por ende, transformada mediante la intervención práctica que moviliza a las personas en torno a sus intereses. Durante más de cien años, los marxistas sostuvieron los tres argumentos. Esto se debía a que, como teoría política, el marxismo estaba motivado principalmente por el tercero: el materialismo social. Sostener el materialismo social requiere también comprometerse con sus presupuestos ontológicos y epistemológicos. No se puede creer que los agentes están motivados por sus intereses objetivos si no se cree que esos intereses, y los agentes mismos que actúan movidos por ellos, existen realmente «allí afuera» en el mundo; ni se puede insistir en comprender sus intereses si no se cree que es posible que las teorías aprehendan efectivamente la realidad.

Ese giro supuestamente radical en la teoría social reciente ha rechazado en buena medida el segundo y el tercer componente del materialismo tradicional: la idea de que es posible entender el mundo con precisión y la de que los actores comparten ciertos intereses materiales comunes. Este fue el núcleo del giro cultural, del cual derivaron un relativismo epistemológico (por el rechazo de la segunda tesis) y un relativismo cultural (por el rechazo de la tercera). No resulta polémico sugerir que ha existido una fuerte tendencia hacia un relativismo epistemológico y cultural dominante, derivado de la influencia del posestructuralismo y su descendiente directo, la teoría poscolonial, ambos pilares del giro hacia la cultura.

Lo que quiero hacer aquí es concentrarme en el tercer componente, el materialismo social, y ofrecer una defensa frente a algunas de las críticas que ha recibido, para mostrar que muchas de las preocupaciones de los críticos —bastantes de ellas totalmente legítimas— pueden ser contempladas si la teoría se entiende adecuadamente. Más aún, sugeriré que una política genuinamente igualitaria y democrática no solo es posible a partir de la teoría materialista, sino que depende de ella. Hay una buena razón por la cual los socialistas fundaron su teoría social y su práctica política en el materialismo. El abandono de este enfoque es solo uno de los muchos síntomas de la decadencia intelectual general que ha acompañado al declive de la izquierda.

1. ¿Qué es el materialismo social?

El materialismo social tiene dos componentes: macro y micro. El componente macro es la visión de que la historia está gobernada por el desarrollo tecnológico. Esta es la afirmación que Karl Marx propuso en el prefacio de Contribución a la crítica de la economía política y que G. A. Cohen elaboró brillantemente en su clásico La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa.

Según Marx, la historia está gobernada de manera «legal», es decir, según leyes, por el desarrollo progresivo de las fuerzas productivas. Y las relaciones sociales se ajustan funcionalmente al avance de ese desarrollo. Las ideas y la ideología quedan subordinadas, también funcionalmente, a las relaciones de producción —es decir, a las relaciones de clase— que predominan en cada momento, las cuales, a su vez, se explican por el nivel alcanzado por las fuerzas productivas. Recientemente, esta teoría ha sido objeto de numerosas críticas. Yo mismo la he cuestionado, considerándola probablemente inverosímil, aunque durante mucho tiempo fue aceptada sin reservas por los marxistas como un ejemplo paradigmático de materialismo.

El segundo tipo de materialismo social se centra en el nivel micro. Es una teoría de la motivación agencial en las interacciones sociales. Su afirmación fundamental es que, en algunas relaciones sociales, los actores están motivados para perseguir sus intereses materiales o económicos, incluso si eso significa dejar de lado otros compromisos. La principal circunstancia de este tipo se da en las interacciones económicas y en las actividades políticas. Y dado que ambos fenómenos son fundamentales para las relaciones de clase, esto equivale a la opinión de que la acción de clase está motivada fundamentalmente por intereses materiales.

Así, al tratar de explicar las elecciones de los actores en los asuntos económicos y políticos, los marxistas se basan en la premisa de que los actores son más propensos a seguir cursos de acción que promuevan su bienestar material. Al hacerlo, podrían describirse como agentes racionales. En este sentido, la acción racional es aquella que se emprende en defensa de los intereses materiales propios. Las líneas de actuación concretas vienen dictadas por la ubicación de los actores en la estructura de clases; en otras palabras, el poder de la estructura de clases consiste en hacer que los agentes sigan de forma racional líneas de actuación que defiendan sus intereses materiales.

Es fácil ver cómo esta premisa genera tanto una economía política del capitalismo como una teoría del conflicto de clases. En la estructura de clases que define el capitalismo, un pequeño grupo de personas se clasifica en la posición de productores capitalistas, y la gran mayoría se inserta en la posición de trabajadores asalariados. Estas dos posiciones obligan a los actores que las ocupan a seguir determinadas líneas de actuación si quieren defender sus intereses materiales. Para defender su bienestar, los trabajadores se dan cuenta de que no tienen otra alternativa razonable que vender su fuerza de trabajo a los capitalistas. Por supuesto, tienen la libertad de negarse, nadie les obliga a acudir al trabajo todos los días.

Por lo tanto, es correcto afirmar, como hacen los libertarianos, que la decisión de trabajar es libremente tomada por el empleado. Pero aunque nadie les obliga a trabajar para los capitalistas, sus circunstancias los obligan a buscar empleo. Por lo tanto, aunque nadie los coacciona para que trabajen, están estructuralmente obligados a hacerlo. Es una acción que emprenden racionalmente, ya que negarse a hacerlo supondría un golpe catastrófico para su bienestar material.

Por otro lado, los actores que se encuentran en la posición de los capitalistas descubren rápidamente que sus propios intereses materiales están ligados al éxito económico de sus empresas. Si desean mantener su posición privilegiada, deben preservar la viabilidad de sus empresas frente a sus rivales. Esto se traduce rápidamente en la necesidad imperiosa de minimizar los costos y maximizar los beneficios. Mientras operen en mercados competitivos, las empresas capitalistas de todo el mundo se comprometen en primer lugar a minimizar los costos y maximizar los beneficios. Esta es la línea de actuación que emprenden racionalmente para poder seguir siendo económicamente viables.

El impulso universalmente impuesto de maximizar los beneficios genera, a su vez, lo que Marx denominó las «leyes de movimiento» del capitalismo. Las decisiones a nivel micro se agregan en patrones de desarrollo económico a nivel macro. Dado que los empresarios capitalistas responden de forma más o menos similar a situaciones económicas similares, es posible tener algo parecido a una teoría de la economía. La economía política como ciencia social solo es posible porque existe coherencia en la forma en que los actores responden a las condiciones económicas. Y esa coherencia es imposible de explicar salvo partiendo de la hipótesis de la racionalidad.

La premisa materialista genera así una teoría del desarrollo capitalista. Pero también sustenta la teoría política marxista. Porque, aunque la defensa de los intereses materiales une a los agentes económicos en un patrón de desarrollo predecible, también genera resistencia y conflicto. Los mismos imperativos que obligan a los empresarios a contener los costos los obligan también a socavar directamente el bienestar material de sus empleados.

El impulso de los empleadores por minimizar los costos y extraer el máximo rendimiento de la mano de obra no puede sino causar algún grado de daño a sus empleados. Reducir los costos implica mantener los salarios en el nivel más bajo que permiten las condiciones del mercado; extraer el máximo rendimiento de la mano de obra suele traducirse en una intensificación del trabajo, lo que causa daños físicos y psicológicos a los trabajadores. Pero precisamente porque los empleados valoran su bienestar material, estas acciones provocan, como es de esperar, resistencia a las exigencias de los empleadores. De cualquier manera posible, los trabajadores asalariados tratan de reducir los daños que les inflige su empleador en su afán de lucro.

En otras palabras, el impulso universal del capitalismo por la obtención de ganancias provoca una resistencia igualmente universal por parte de las clases trabajadoras. De hecho, esa universalidad no se aplica solo al hecho mismo de la resistencia, sino incluso a su contenido. Los trabajadores de la era moderna han vivido y trabajado en contextos culturales muy diversos. Un culturalismo llevado hasta sus últimas consecuencias conduciría a predecir una inconmensurabilidad en las demandas que los trabajadores plantean a sus empleadores. Y, en efecto, existe cierta variabilidad. Pero lo que resulta mucho más llamativo es la similitud de sus reivindicaciones fundamentales a través de culturas y regiones: mejoras salariales, reducción de la jornada laboral, menor intensidad del trabajo, provisiones para la salud y cuestiones similares. Estas demandas han estado en el centro de todos los movimientos obreros modernos, sin importar las condiciones ideológicas y culturales, un hecho que resulta sencillamente incomprensible desde un marco relativista. Así, ambos fenómenos —la universalización del imperativo de desarrollo del capitalismo y la resistencia universal que suscita entre sus víctimas— son imposibles de explicar si no se parte del supuesto de la racionalidad.

2. Las virtudes del materialismo

La premisa materialista ha generado una de las teorías sociales más exitosas de la era moderna. De ella también surgieron los fundamentos estratégicos del movimiento político más exitoso de la era moderna: el movimiento obrero, y especialmente su componente socialista. No es exagerado decir que la orientación estratégica del socialismo moderno asumió la centralidad de los intereses materiales. Esto fue particularmente evidente en tres componentes que definen a la izquierda moderna.

  • Programa político: En primer lugar, la teoría materialista ha sido la base de la estrategia socialista. Todos los programas políticos se fundamentaron en un análisis de los intereses de las personas. Estos programas descansaban sobre dos preguntas. La primera era qué grupo de personas constituía la base social del partido. Esa base, la clase trabajadora, no se definía en virtud de sus actitudes o de los valores que sostuviera en un momento dado, sino a partir de una evaluación de sus intereses objetivos. Las alineaciones políticas se preveían sobre la base de los intereses, no de las actitudes o de las orientaciones normativas. De hecho, si las actitudes de los miembros de la clase divergían de sus intereses, eso nunca disuadía a los partidos de intentar organizarlos. El objetivo era trabajar con esa base social para que sus actitudes pudieran alinearse con sus intereses. La segunda pregunta era qué demandas políticas resultarían atractivas para esa base. El instrumento mediante el cual se buscaba cohesionar a la base como clase era el programa político. Y el programa consistía en un conjunto de demandas que los organizadores consideraban atractivas para los trabajadores precisamente porque esas demandas coincidían con sus intereses. Se instruía a los cuadros a apoyarse en el programa para reclutar trabajadores a la causa, no solo a través de exhortaciones, sino sobre la base de las promesas contenidas en dicho programa. La dirección causal procedía así: el punto de partida era un análisis de los intereses de las clases sociales; de allí surgían las demandas plasmadas en el programa; y a partir de eso se delineaba la estrategia sobre a quién organizar y cómo incorporarlo al partido. En otras palabras, los partidos no trataban de reclutar personas de manera aleatoria, basándose en la atracción moral de sus objetivos. Por supuesto, siempre había un componente moral en su labor de organización, y si sucedía que ciertos individuos de otras clases encontraban atractivos sus objetivos, podían ser invitados a unirse a la organización. Pero la base principal se identificaba siempre a partir de los intereses de los actores, no de sus valores. Los socialistas nunca irrumpían en las salas de directorio de las corporaciones para tratar de convencer a sus miembros del valor moral del movimiento. Dirigían sus energías a los trabajadores, porque estaban convencidos de que los intereses de estos los inclinarían hacia los fines socialistas, mientras que los habitantes de la «C-suite» (la alta gerencia) se alinearían contra ellos. Así, el análisis de los intereses delimitaba el abanico de actores considerados como base del socialismo, y, del mismo modo, a quienes se veía como enemigos de clase.
  • Compromiso democrático: La segunda consecuencia del materialismo no se aprecia a menudo, pero es absolutamente crucial. Si se parte de la premisa de que, en su vida económica y política, las personas responden racionalmente a sus circunstancias, esto obliga a tratarlas con cierto respeto. Obliga a actuar con la idea de que, si están haciendo algo que no se entiende del todo, es razonable suponer que no se han comprendido suficientemente las circunstancias en las que actúan. Lo que a primera vista parece irracional puede resultar mucho más lógico una vez que se comprenden mejor sus limitaciones y sus preferencias. En otras palabras, en lugar de concluir que han sido engañados por la ideología, que están siendo manipulados o que han interiorizado normas perjudiciales, hay que tratarlos como personas inteligentes con una comprensión básica de su situación. Ahora te corresponde a ti averiguar qué aspecto de su condición hace que una determinada opción les resulte atractiva. Se trata de una suposición extremadamente democrática. Y es una vacuna contra el elitismo que impera en gran parte de la izquierda actual, donde se critica habitualmente a los trabajadores por estar imbuidos de una falsa conciencia o de creencias autodestructivas.
  • Internacionalismo: En tercer lugar, el materialismo era la base de lo que llamamos internacionalismo. La idea de que las personas de todo el mundo —no solo los europeos blancos o los cristianos— se resisten a la opresión y la explotación depende de la premisa de que las personas comparten ciertos intereses, que a su vez se derivan de una serie de necesidades básicas comunes. Por lo tanto, no son solo los blancos los que tienen intereses de clase similares, ni solo los europeos los que se consideran motivados por preocupaciones económicas, sino cualquier persona que se encuentre en la misma posición en la estructura de clases, sea blanca o negra, morena o amarilla, hindú o musulmana, cristiana o judía. Esta suposición ha sido la base para unir a personas de todas las culturas y orígenes sociales en la búsqueda de objetivos que les beneficiaran, objetivos que ellos mismos entendían como beneficiosos, un mundo alejado del relativismo y su resultado, el tribalismo nacional, que envuelve a la izquierda actual.

Estas fueron los tres componentes centrales de la estrategia de la izquierda durante la mayor parte del siglo XX. Y se mantuvieron como tales porque, mientras el movimiento contó con una verdadera base de masas, los organizadores comprobaron que el supuesto materialista generaba enormes frutos. Los partidos de masas lograron echar raíces profundas en las clases trabajadoras de todo el mundo sobre la base de programas políticos notablemente similares. Estrategias de organización formuladas en un lenguaje de derechos y necesidades universales podían aplicarse en una asombrosa variedad de contextos culturales y económicos, porque resonaban con los trabajadores en todas partes. La teoría materialista orientó a los movimientos sociales más duraderos y exitosos que ha visto el mundo.

Por supuesto, es enteramente posible que el éxito de esos movimientos no se debiera en absoluto al marco teórico que los guiaba. Es poco probable, pero no imposible, que el movimiento haya triunfado a pesar de la teoría y no gracias a ella. Por eso, críticas como las que examinaré más adelante no pueden ser descartadas a la ligera, especialmente dado que hoy son populares e incluso hegemónicas entre los académicos críticos. Sin embargo, el éxito histórico de la teoría materialista en el terreno político y organizativo al menos debería representar un desafío para quienes la descartan por principio.

3. El giro hacia la cultura

El alejamiento del materialismo y el giro hacia la cultura es quizás el rasgo definitorio de la producción intelectual radical durante la era neoliberal. La preocupación fundamental detrás de este giro ha sido que, en su explicación del funcionamiento del capitalismo, el marxismo subordina o minimiza en exceso el papel de la ideología, el discurso, la interpretación social y fenómenos similares, que suelen agruparse bajo el paraguas de la cultura.

Estas preocupaciones salieron a la superficie en Europa Occidental en los primeros años de la posguerra, impulsadas en parte por la Escuela de Frankfurt y también por la Nueva Izquierda británica. Lo que motivaba la crítica era la constatación de que la fe de Marx en la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora había sido desmentida por los acontecimientos históricos. Es cierto que, en el primer tercio del siglo, los hechos parecían desarrollarse conforme a las predicciones de Marx. Desde la Revolución Rusa de 1905 hasta la Guerra Civil Española, el capitalismo parecía efectivamente sumido en una crisis revolucionaria: el surgimiento del movimiento obrero coincidía en gran medida con su exitoso asalto al Estado burgués. La clase trabajadora parecía, en efecto, ser el «sepulturero» del capitalismo, tal como Marx había anunciado en el Manifiesto Comunista.

Pero para la primera década después de la Segunda Guerra Mundial, el momento revolucionario parecía haber quedado atrás. En los países donde el capitalismo estaba más desarrollado, donde la predicción de Marx sobre el derrocamiento del sistema debería haberse cumplido, lo que en realidad ocurrió fue la incorporación de la clase trabajadora al sistema y un declive del fervor revolucionario que había caracterizado a los movimientos obreros en las primeras tres décadas del siglo. Esto representó un enigma sumamente inquietante para la izquierda de posguerra. Al intentar comprenderlo, llegaron a la conclusión de que Marx tenía razón al insistir en que la estructura de clases genera conflicto, pero se equivocaba al ignorar que la disposición de la clase trabajadora a rebelarse, su comprensión de su propia situación y su capacidad para unirse como clase estaban profundamente mediadas por la ideología y la cultura.

La izquierda de posguerra partió de esta observación sociológica: que para entender cómo funciona la clase social, los analistas debían comprender cómo la cultura media el reconocimiento del propio lugar dentro de la estructura de clases. A esto sumaron la idea de que la estructura de clases no dicta de manera unilateral y determinista ninguna estrategia particular. Y a partir de allí llegaron a una conclusión sobre la agencia: a saber, que dado que la cultura vuelve impredecibles las elecciones económicas y políticas, introduce un alto grado de indeterminación en esos ámbitos.

Para la emergente Nueva Izquierda, la constatación de que la agencia política y económica estaba mediada por la ideología condujo lentamente a una comprensión completamente nueva de la agencia misma a nivel micro. Mientras que los marxistas insistían en que la estructura de clases generaba elecciones predecibles y estables por parte de los agentes económicos, la teoría cultural sostenía que la mediación cultural rompía cualquier relación estable entre estructura y acción. Y si esto era así, entonces la idea de una estrategia de clase basada en intereses de clase estables también se venía abajo. La realidad social se volvía contingente, los intereses eran relativos a la cultura, y la política no consistía en articular un conjunto de intereses, sino en construir identidades comunes.

La ironía, por supuesto, es que esta huida desenfrenada hacia el construccionismo social alcanzó su punto máximo precisamente cuando la presión inexorable e implacable del capitalismo se expandía por todo el mundo. Incluso cuando la lógica implacable y unívoca del sistema se imponía sobre los agentes sociales, la teoría social se sumergía en la contingencia y la localización, justo cuando la fuerza obstinada de las relaciones capitalistas aplastaba a pueblos diversos bajo su peso.

Como han señalado muchos comentaristas, hubo una conexión entre estos dos fenómenos: el contexto social y la «inmersión en el discurso», como lo describió un temprano crítico. Fue la expresión teórica de la derrota masiva y épocal de los movimientos populares en todo el mundo después de la década de 1970. El giro hacia la cultura expresaba un profundo pesimismo de la clase intelectual respecto a la posibilidad de un cambio político. Pero, más importante aún, fue también la articulación teórica de algo real en el capitalismo. Una vez disuelta la fuerza aglutinante de los movimientos obreros, los agentes sociales en el capitalismo abrazaron cualquier medio organizativo e institucional que tuvieran a mano para aislarse de la dura realidad de los mercados laborales. Esto, a su vez, condujo a una masiva fragmentación de las identidades sociales.

Vista desde el ángulo de la ubicación económica, esa fragmentación tenía un gran componente de contingencia. Fue esa contingencia la que los teóricos culturales tomaron como ancla de la realidad social. En lugar de verla como resultado de fuerzas de clase y nuevas formas de acumulación, la promovieron como un hecho fundacional de la interacción social, dando así un golpe mortal a los relatos totalizadores o grandilocuentes.

Para comienzos de los años 2000, incluso algunos de los principales defensores del análisis cultural empezaron a sentir una desconexión entre el marco dominante en la teoría social, que promovía la cultura y la contingencia, y lo que realmente estaba ocurriendo en la economía política global.

Esto sucedió justo cuando algunos de los factores políticos que habían impulsado el alejamiento del análisis materialista empezaban a cambiar. Ahora estamos en lo que podrían ser los primeros pasos hacia una revitalización de los movimientos obreros globales. Si esta tendencia continúa —y es un gran «si»— espero que gran parte de los residuos de los años anteriores caigan naturalmente, incluida la aceptación acrítica de las diversas formas de relativismo que generó. Pero el hecho es que, aunque fue sumamente debilitante y condujo a conclusiones teóricas bastante defectuosas, las objeciones planteadas por el giro cultural deben ser enfrentadas y no simplemente dejadas de lado. Cada vez que se las enfrenta, se ofrece a los materialistas la oportunidad de poner a prueba su propia teoría y desarrollarla allí donde es débil.

4. Tres preocupaciones acerca de la racionalidad

Lo que propongo hacer aquí es abordar algunas de las inquietudes expresadas por los argumentos provenientes del giro cultural.

Los materialistas sostienen que, en una variedad de fenómenos sociales, puede esperarse que los actores persigan racionalmente sus intereses materiales. Gran parte de la ansiedad entre los teóricos críticos gira en torno a lo que significa que los actores sean «racionales». Abordaré tres preocupaciones comunes.

La primera es que caracterizar a los agentes como orientados hacia fines económicos reduce toda motivación humana a lo económico, cuando en realidad sabemos que los seres humanos valoran muchos otros fines. Los asuntos económicos son solo una de las preocupaciones de las personas, pero también aman, tienen amistades, compromisos morales, inquietudes estéticas, etc. En suma, los actores sociales son multifacéticos. De hecho, eso es lo que los distingue de los animales. Insistir en colocar las preocupaciones económicas en el centro de nuestra agenda explicativa hace violencia a la heterogeneidad y diversidad de las motivaciones humanas.

La segunda preocupación es que, al decir que los agentes sociales se ocupan de fines económicos, los convertimos en máquinas frías, calculadoras, o maximizadores económicos. No solo les preocuparía su bienestar, sino que estarían obsesionados con obtener el máximo de cada interacción social en la que participan. Esto, una vez más, parece hacer injusticia a la manera en que nos relacionamos entre nosotros, a nuestra capacidad de ver a las demás personas como fines y no meramente como medios.

Y la tercera preocupación, que se desprende de las dos anteriores, es que resulta difícil dar cuenta de todos los contraejemplos que encontramos en nuestra vida social, en los que las personas no solo persiguen otros fines, sino que además se embarcan en metas que, desde el punto de vista de este tipo de materialismo, parecerían irracionales, y por tanto la teoría termina haciendo lo que ninguna teoría científica debería: ignorar los contraejemplos y así convertirse en una doctrina rígida.

¿Son los objetivos económicos los únicos?

¿Significa esto que una explicación materialista de la agencia reduce toda motivación a lo económico? Es cierto que los materialistas a veces pueden dar esa impresión, pero la teoría materialista no lo requiere en absoluto. Entonces, ¿cómo es posible evitar reducir toda motivación a lo económico en una teoría construida sobre la premisa de que trabajadores y capitalistas están motivados materialmente?

No supone ningún problema para el materialismo admitir que las personas están motivadas por toda clase de valores y mantienen muchos tipos de compromisos: morales, estéticos, religiosos, etc. La teoría no tiene que negar que existan otras motivaciones o metas. El punto es que la persecución de estos otros fines presupone el éxito en la persecución de los fines materiales. Si deseo ser un artista exitoso, primero tengo que ganarme la vida; para perseguir mis fines religiosos, tengo que mantener cuerpo y alma juntos; para tener un arreglo satisfactorio en mis asuntos sociales, debo asegurarme pan y agua cada día. No es que no valoremos otras cosas. Es que no hay ningún otro valor que actúe como precondición para satisfacer los valores superiores.

La motivación económica constituye la precondición práctica para perseguir cualquier otra motivación que puedan tener los actores. Esto tiene una implicación interesante. Cada día participamos en todo tipo de interacciones sociales: tenemos amistades, relaciones amorosas, vamos a trabajar, tenemos objetivos políticos. En todas estas interacciones sociales, las precondiciones materiales para su realización funcionan como una restricción práctica. Debemos prestar atención, en algún grado, a los costos que nos imponen. Algunas búsquedas tendrán un costo directo e inmediato. Por ejemplo, puedo valorar mi tiempo libre más que tener un empleo remunerado. Pero aunque valore más mi tiempo libre, si ello implica quedar desempleado, la realidad pronto me disuadirá de perseguir esa preferencia. Ese es un costo directo e inmediato. Sin embargo, habrá otras decisiones donde tendré mucha más libertad para actuar según mis preferencias.

Siguiendo con el ejemplo anterior, la realidad me obligará a buscar y mantener un empleo aunque preferiría con mucho estar libre para otras actividades. Pero ese tipo de conflicto no afectará otras búsquedas que aprecio, como por ejemplo la práctica de mi religión. Tener y conservar un empleo puede no verse afectado en gran medida por mis creencias religiosas. Mientras mi religión no interfiera con mi búsqueda de un empleo remunerado, tendré mucha más libertad para ejercer mis preferencias en ese ámbito.

Consideremos un tercer caso. Aunque mi religión, en general, no interfiera con mis actividades económicas, puede haber elementos que sí lo hagan. Por ejemplo, podría dictar que solo trabaje dos días a la semana, dedicando los otros cinco a expresar mi devoción a la deidad local. Ese componente particular de mis creencias religiosas entra en conflicto con las exigencias de los empleos disponibles en mi región; ningún empleador me contrataría si insisto en trabajar solo dos días a la semana. En ese caso, mis preocupaciones materiales no me llevarán a cambiar mi religión en su totalidad, pero sí me inclinarán fuertemente a revisar ese componente doctrinal en particular, o a ignorarlo silenciosamente. Así, mientras en el primer ejemplo me veo obligado a rechazar de plano mis preferencias, en el segundo permanecen mayormente intactas, y en el tercero probablemente las ajuste parcialmente a mis circunstancias sociales.

De esto podemos extraer la siguiente proposición: no es cierto que la motivación económica pese igual en todas las empresas sociales. Más bien, su efecto se registra con diferentes grados de intensidad según el ámbito de actividad. Su impacto más profundo se dará en aquellas esferas de nuestra vida social donde nuestras decisiones inciden directamente sobre nuestro bienestar material, mientras que en aquellos dominios que no están directamente implicados en nuestra reproducción material su constricción será notablemente más débil.

Se sigue de esto que las motivaciones materiales serán más poderosas en los ámbitos donde las restricciones económicas son más fuertes. Esto, por supuesto, es lo que normalmente llamamos la economía. En los asuntos relacionados con la reproducción económica de los actores, deberíamos esperar que el supuesto de racionalidad tenga el mayor éxito predictivo. Y eso es exactamente lo que la estructura de clases gobierna de forma más inmediata. Las relaciones de clase constriñen directamente las opciones disponibles para los actores en lo que respecta a su reproducción económica. Las alternativas de sustento que tengo dependen de mi ubicación en la estructura de clases. En otras palabras, mi posición en la estructura de clases determina los cursos de acción disponibles para mí si quiero reproducirme.

No sorprende, entonces, que al teorizar las interacciones económicas —la forma en que el capitalismo funciona como economía— el supuesto de racionalidad funcione mejor, porque la búsqueda de nuestros intereses económicos es lo que nos permite reproducirnos exitosamente en la estructura de clases. Ahora bien, al alejarnos del examen de las elecciones económicas de los actores y dirigirnos a dominios más distales —amistades, relaciones amorosas, asuntos morales y estéticos—, las restricciones económicas probablemente serán menos vinculantes. No es que desaparezcan, sino que su operación deja mayor margen a la variabilidad. Esto se debe a que no conllevan consecuencias inmediatas para nuestra viabilidad como sí lo hacen las decisiones en asuntos económicos. Como no afectan directamente el bienestar de los agentes, los compromisos no económicos pueden tener a menudo una fuerza motivacional que no entra en conflicto con su seguridad material.

Una vez más, esto no significa que estos otros ámbitos estén libres de intereses materiales: hay mucho en las elecciones morales, en las amistades e incluso en el amor que está condicionado económicamente. El punto es que el espacio para valoraciones no económicas es mayor aquí que en las elecciones económicas o incluso políticas. Así, el materialismo es especialmente eficaz en el estudio de la economía política y de la contienda política, aunque sigue teniendo relevancia en otras esferas.

De esto se desprende una conclusión importante. La razón por la que el marxismo coloca los intereses económicos en el centro de su concepción de la agencia no es porque los marxistas piensen que los agentes están siempre y en todo lugar motivados económicamente. Más bien, es porque la teoría se ocupa principalmente del ámbito de la existencia social donde las consideraciones económicas reinan de manera suprema, que es nuestra reproducción económica —cómo nos reproducimos económicamente— y las relaciones de poder que la sostienen. El marxismo no es una teoría de todo. Es una teoría de la clase y la reproducción de clase, y por eso se ancla en el materialismo.

Por supuesto, tiene argumentos sobre cómo la estructura de clases constriñe otras esferas de la actividad social. Pero no puede decir, ni lo dice, que la estructura de clases impacte con igual fuerza en todos los ámbitos sociales. Hasta qué punto su influencia se irradia a otros dominios es una cuestión abierta, que equivale a algo así como una agenda de investigación. Pero sea cual sea su alcance explicativo respecto de estos otros fenómenos, la teoría no descansa en este éxito adicional. En suma, a medida que otros dominios inciden en la reproducción de las relaciones de clase, la teoría materialista predice que cederán a la fuerza de las motivaciones materiales. Pero donde no inciden directamente en la reproducción de clase, la teoría tiene mucho menos que decir.

Por estas razones, es un error pensar que el supuesto de racionalidad describe exhaustivamente las motivaciones humanas. Los seres humanos están motivados por muchas cosas, pero las preocupaciones por el bienestar material imponen límites al poder de los demás objetivos.

¿Implica necesariamente la racionalidad el hedonismo?

Parece razonable sostener que los seres humanos son racionales en el sentido de que intentarán mantener su bienestar físico y económico. Ahora bien, surge la segunda preocupación: ¿deben ser maximizadores? ¿Deben estar constantemente intentando obtener el máximo de cada interacción? Esta es una inquietud comprensible, porque no solo dibuja una visión bastante objetable del comportamiento humano, sino que contradice nuestra propia experiencia. Nuestras interacciones cotidianas están llenas de ejemplos de decencia y consideración por los demás. Estas ocurren no solo en esos ámbitos más enrarecidos a los que me refería en la sección anterior, sino también en las interacciones económicas. Los actores muestran respeto por otros valores incluso en el lugar de trabajo, en el mismo núcleo de la economía capitalista.

Para empezar, el supuesto de racionalidad no tiene por qué basarse en un comportamiento maximizador. La motivación económica no tiene que adoptar la forma de una búsqueda implacable del máximo beneficio en cada interacción. Los actores solo necesitan prestar atención al umbral mínimo de bienestar, por debajo del cual vacilarán en caer a favor de otros compromisos. La alternativa al comportamiento maximizador no es el altruismo, sino lo que se llama un comportamiento de satisfacción suficiente (satisficing). En otras palabras, la teoría solo requiere que los actores resistan elecciones que impliquen una reducción apreciable de su bienestar; no exige que busquen incrementarlo al máximo. Es perfectamente consistente con el materialismo que las personas digan: «Estoy contento con tener lo suficiente en lugar de tenerlo todo».

Por supuesto, habrá situaciones en que los actores se vean obligados a maximizar. Para retomar los ejemplos de la sección anterior, deberíamos esperar que en actividades directamente económicas haya una mayor probabilidad de que se nos imponga una estrategia maximizadora. El ejemplo más obvio de esto es la empresa capitalista, que previsiblemente se verá forzada a seguir una estrategia de maximización incluso si los directivos desean resistirla. Las presiones competitivas recompensan el comportamiento maximizador al incrementar el flujo de ingresos de las empresas que lo adoptan, dotándolas de mayores fondos invertibles que, a su vez, les permiten adquirir bienes de capital, lo que reduce los costos unitarios de sus productos. Y esto, a su vez, les permite expulsar del mercado a los rivales que hayan optado por una estrategia meramente satisfactoria.

Pero incluso esto no significa que las interacciones económicas obliguen como regla a un comportamiento maximizador. Los trabajadores no enfrentan el mismo tipo de presiones para maximizar sus retornos económicos que las empresas. Mientras que las empresas están disciplinadas para no caer por debajo de cierta tasa de beneficio, los trabajadores pueden verse obligados —o pueden elegir— aceptar salarios por debajo de la tasa de mercado, porque las empresas tienen que ser económicamente viables mientras que los trabajadores solo tienen que ser físicamente viables. Las empresas deben sopesar cada inversión frente a su costo de oportunidad; así, bien pueden decidir cambiar su línea de producción incluso cuando una planta sigue operativa, o cerrar fábricas perfectamente funcionales porque tiene sentido económico. En cambio, los trabajadores pueden decidir renunciar a empleos mejor remunerados para perseguir otros fines. Mientras consigan asegurar ingresos suficientes en un determinado trabajo, pueden elegir mantenerlo porque les deja tiempo para otras actividades.

Así, incluso en lo que respecta a consideraciones estrictamente económicas, los trabajadores a veces renuncian a un comportamiento estrechamente maximizador. Pero es importante señalar que, aun cuando lo hacen, sus necesidades físicas siguen constituyendo un piso por debajo del cual no pueden permitirse caer en su búsqueda de fines no económicos. Deben mantener cuerpo y alma unidos mientras intentan ser fieles a sus otros compromisos. Por eso, resulta interesante que la economía capitalista suscite diferentes tipos de motivaciones económicas en sus dos actores clave: las empresas y los trabajadores. Mientras las empresas están comprometidas con una estrategia de maximización brutal, los trabajadores no se ven impulsados por la misma lógica implacable.

Podemos concluir, por tanto, que mientras los agentes puedan satisfacer sus necesidades básicas, es perfectamente coherente con el materialismo que renuncien a un mayor beneficio económico para perseguir otros fines. En consecuencia, vemos trabajadores que dejan de lado salarios más altos o empleos mejor pagados a favor de trabajos que les permiten realizar otras actividades. Pero habrá límites a cuán lejos están dispuestos a llegar, y ese límite no es solo el de la viabilidad física. Mucho antes de que la viabilidad se vea amenazada, basta a menudo con un simple malestar físico para inclinar a los actores sociales a regresar a la realidad mundana de sus intereses materiales. Por lo tanto, un cierto grado de contingencia es totalmente consistente con la teoría materialista, pero se trata de una contingencia restringida.

El problema de las desviaciones

El argumento anterior busca reconciliar los postulados del materialismo con algunos hechos evidentes sobre la interacción social. Pero para muchos teóricos esto todavía no es suficiente, y por razones que parecen válidas. Los críticos pueden conceder que las consideraciones materiales desempeñan un papel importante en la interacción social. Pero afirmar que constriñen la acción social implica que gozan de una primacía que sigue siendo difícil de conciliar con ciertos hechos. Uno de esos hechos es que, incluso en los tipos de movimientos e interacciones que he usado como evidencia del marco materialista, la historia está repleta de ejemplos de grupos de individuos que asumen enormes riesgos y sacrificios: organizadores sindicales que trabajan bajo represión; luchadores por la liberación nacional que toman las armas contra probabilidades imposibles; activistas por los derechos civiles que aceptan ataques físicos; empresarios que aceptan menores ganancias para actuar conforme a sus valores morales. Estos ejemplos provienen precisamente de los ámbitos donde he insistido en que las consideraciones materiales son más determinantes, y sin embargo encontramos personas que hacen sacrificios enormes por sus compromisos morales. Es difícil reconciliar esto con cualquier afirmación sobre la primacía de los intereses materiales.

El punto no es si ocurren contraejemplos como estos, sino si son típicos. En otras palabras, ¿es rutinario y esperable que las personas busquen fines que socavan su bienestar, o son estos casos excepcionales? Para comenzar, es importante destacar que la teoría social no es una teoría de cada individuo particular en la sociedad. Es una teoría de agregados. Se ocupa de lo que llamamos hechos sociales. Estos difieren de los hechos individuales en que no describen cómo se comporta una persona concreta, sino patrones generales de comportamiento. Para teorizar cualquier cosa, es necesario encontrar fenómenos estables a través de personalidades individuales y contextos específicos. Si cualquier contraejemplo individual pudiera invalidar una teoría, no habría teorías de nada en el mundo social, ya que no es difícil encontrar un caso para casi cualquier tipo de comportamiento. Meramente hallar contraejemplos de una generalización no la invalida.

Cualquier prueba de una teoría, por tanto, debe distinguir entre lo típico y lo excepcional. Y si el evento desconcertante es excepcional —si es inusual y raro— entonces no invalida por sí mismo una generalización teórica. En cambio, pasa a una clase diferente de fenómenos, la de los casos excepcionales, que luego se examinan para ver qué circunstancias especiales podrían estar creándolos. Estos casos excepcionales no invalidan una teoría a menos que se vuelvan lo suficientemente numerosos como para constituir un hecho social por derecho propio.

Consideremos el caso del sindicalismo. Es cierto que muchos sindicalistas están dispuestos a asumir grandes costos en sus esfuerzos por organizar a sus compañeros. Pero, como los propios organizadores comprenden, la razón por la que sus esfuerzos son tan arduos y a menudo fracasan es precisamente porque su psicología difiere de la de sus compañeros. Mientras que los activistas están dispuestos a ignorar los costos personales en pos de sus pasiones morales, la mayoría de sus compañeros no lo está. Si lo estuvieran, obviamente no habría necesidad de organizar a nadie. Los trabajadores se agruparían alrededor de su indignación moral, sin importar los costos. Del mismo modo, algunos capitalistas pueden decidir aceptar menores ganancias debido a una postura ética. Pero la propia lógica del mercado tiende a eliminar estos casos. Con el tiempo, por un proceso combinado de filtrado y efecto demostrativo, sus pares aprenden rápidamente que el mercado no es lugar para los blandos de corazón. Así, su postura moral permanece como una anomalía, mientras que el hecho general se convierte en la indiferencia o bajeza moral del empleador.

En resumen, los contraejemplos no pueden amenazar una generalización teórica hasta que alcanzan el estatus de fenómeno general. Pero aquí debe observarse una salvedad obvia: el contraejemplo debe ser genuino. Bien puede suceder que casos presentados como amenazas a la teoría general resulten ser bastante consistentes con ella. En muchas ocasiones, lo que los analistas consideran un alejamiento de la acción racional es, de hecho, un caso de esa misma acción. En otras palabras, el error lo comete el analista, no el agente que analiza.

Un ejemplo prominente de esto es el caso, que se menciona rutinariamente en críticas a la teoría materialista, del votante de clase trabajadora que parece votar contra sus intereses. ¿Cómo entender el hecho de que los trabajadores voten en gran número por partidos alineados con sus enemigos, como el Partido Republicano en Estados Unidos y partidos conservadores en otros lugares? Si los trabajadores buscan sus intereses materiales, ¿por qué votarían por un partido que de hecho perjudica esos intereses? A diferencia del ejemplo del capitalista ético o del organizador abnegado, este no es un contraejemplo excepcional. Es un hecho social legítimo, que ocurre con frecuencia.

Sostendría que este no es, en realidad, un caso desconcertante. Más que un ejemplo de trabajadores actuando contra sus intereses, es un ejemplo de trabajadores intentando perseguirlos. Aquí son importantes dos puntos. Primero, decir que los actores racionales persiguen sus intereses no significa que siempre tengan éxito en ello. Es una afirmación sobre su motivación, no sobre su éxito en la búsqueda de sus intereses. Puedo perfectamente emprender una acción porque creo que es en mi interés, incluso si su efecto resulta decepcionante o contrario a lo que pretendía. Tales resultados no me hacen irracional; solo me hacen poco exitoso. Sin embargo, si continúo realizando la misma acción frente a pruebas claras de que su efecto no me favorece, sí puedo ser acusado de irracionalidad. Pero ese es otro asunto, que debe considerarse por sus propios méritos. Antes de emitir ese juicio, debemos evaluar primero si la acción en sí fue irracional.

Para juzgar su racionalidad, volvamos a la afirmación básica de la postura materialista: las personas persiguen cursos de acción que consideran coherentes con sus intereses. Ahora bien, para evaluar si algo está en mi interés, hago un juicio sobre cuáles serán sus efectos en mi bienestar. Esto ya lo hemos establecido. Ahora introduciré una distinción adicional para analizar el caso del trabajador votante. Es la distinción entre juicios basados en experiencia directa y juicios basados en información externa.

Cuando intento determinar si un curso de acción será beneficioso para mí, a veces puedo basarme en la experiencia directa. Por ejemplo, hay un conjunto específico de objetivos en el lugar de trabajo que puedo derivar de mi experiencia directa. Sé que tengo ciertas necesidades físicas y biológicas básicas, como un consumo adecuado de bienes, una cantidad razonable de sueño y una salud física aceptable. Por experiencia directa sé que hay ciertos arreglos laborales favorables a estas necesidades. Así tengo una idea de lo que es un salario digno, sé qué duración de la jornada laboral me permitirá dormir lo suficiente y reconozco cuál es un ritmo de trabajo manejable para mi salud.

Es muy difícil engañarme sobre estos asuntos. Sería complicado convencerme de que un salario más bajo es bueno para mí o que un ritmo brutal de trabajo mejora mi salud. El hecho de que pueda contrastar inmediatamente tales afirmaciones con mi experiencia directa facilita rechazarlas de plano. Y por eso los trabajadores tienden a aceptar el deterioro de estas condiciones solo bajo coacción; bajo amenaza de perder el empleo o tras un largo conflicto laboral. En otras palabras, es difícil que tenga una «falsa conciencia» en este rango de asuntos.

Pero hay un segundo tipo de información relevante para mis intereses que no proviene de mi experiencia directa. Es información que llega desde una fuente externa, puede requerir algún tipo de análisis experto y la recopilación de distintos fragmentos de conocimiento a los que no tengo acceso directo. Así, puedo saber por experiencia que necesito mantener un empleo si quiero sobrevivir en una economía de mercado o que necesito un salario más alto para sostenerme. También sé que la política gubernamental influye en la disponibilidad de empleos. Pero no tengo un conocimiento inmediato y directo sobre qué tipo de políticas sirven mejor a ese fin. ¿Son mejores las tasas de interés bajas o altas? ¿Es preferible el libre comercio o el proteccionismo? Aunque sé por experiencia directa que tener empleo es bueno, no sé qué políticas generan buenos empleos. Hay muchos elementos intermedios en la cadena causal que conecta las tasas de interés con la creación de empleo, que no tengo tiempo ni formación para entender. Para esto debo confiar en expertos.

Cuando los juicios dependen de asesoramiento externo y no de la experiencia directa, hay un potencial mucho mayor de ser engañado, aunque esté intentando perseguir mis intereses lo mejor que puedo. Tomemos el ejemplo de la atención médica. Puedo saber por experiencia directa que tengo dolor. También sé que necesito algún tipo de tratamiento médico para aliviarlo. Pero para saber qué tratamiento es adecuado, debo confiar en los médicos. Supongamos que un médico me da un mal consejo porque quiere lucrar o está limitado por las aseguradoras a ofrecer solo ciertos tratamientos. Yo le escucho, pero termino peor que antes. Difícilmente se podría decir que no estoy persiguiendo mis intereses o que no soy consciente de ellos. Es evidente que lo estoy haciendo lo mejor que puedo, pero el problema es que eso requiere información a la que no tengo acceso directo y por tanto soy vulnerable a la manipulación.

El voto está sujeto a los mismos tipos de manipulación. Si resulta que los expertos en quienes confío son medios de comunicación, líderes políticos y comunitarios que tienen sus propios intereses y se benefician de engañarme, entonces es muy probable que, aunque actúe racionalmente e intente defender mis intereses, termine dando mi voto a alguien que promueve políticas subóptimas o incluso perjudiciales para mí. Y en Estados Unidos, los medios y los partidos políticos están completamente capturados por las élites económicas. La información que brindan a los ciudadanos es abrumadoramente partidista, aunque se presente con un lenguaje que parece neutral y preocupado. No debería sorprendernos que las personas terminen votando por partidos que no satisfacen sus intereses cuando la información que reciben está sistemáticamente sesgada.

La mejor descripción de esta situación no es que los votantes de clase trabajadora sean irracionales, sino simplemente que están mal informados. Como he argumentado, ser engañado o estar mal informado puede, sin embargo, indicar irracionalidad si los actores no modifican su conducta al observar sus efectos. Volviendo al ejemplo de la salud, si resulta que el tratamiento que me prescribió el médico solo empeora mi condición, sí sería irracional si continuara con él. Podemos aplicar el mismo criterio a los trabajadores que votan conservador. Seguramente, tras algunas experiencias de hacer esa elección, deberíamos esperar que modificaran su juicio.

Esto es cierto cuando existe una conexión real entre las decisiones políticas y los resultados perjudiciales que pueda discernirse directamente por experiencia. Pero si ese juicio requiere otro ciclo de análisis experto, la expectativa de que los trabajadores cambien sus elecciones resulta poco realista. Y el hecho es que las cadenas causales que conectan las decisiones políticas con los resultados económicos no son tan evidentes, ni siquiera para los expertos. Es casi un cliché decir que, aunque la economía se presenta como una ciencia, carece de algo parecido al consenso que existe en las ciencias naturales.

Por tanto, es fácil construir relatos que oscurezcan la conexión entre políticas y resultados, dado que es sencillo encontrar economistas o expertos defendiendo argumentos diametralmente opuestos. Es demasiado exigir que los votantes comunes formulen juicios consistentes sobre las consecuencias de sus decisiones electorales cuando, en realidad, hay un grado de indeterminación entre causa y efecto, o cuando esa conexión requiere tiempo y conocimientos que los votantes ordinarios no poseen. Por eso, no debería sorprendernos si continúan por un camino que parece contraproducente.

Conclusión

El menosprecio de las consideraciones materiales —su rechazo como un apego vulgar a las «cosas», frente a una valoración supuestamente superior de búsquedas de orden más elevado— es uno de los desarrollos más curiosos del marxismo occidental desde la década de 1960. En su temprana y valiente defensa del materialismo en los primeros años de los 70, Sebastiano Timpanaro observó que los sofisticados teóricos marxistas ya mostraban incomodidad ante la idea de ser asociados con esa doctrina. «Quizá la única característica común a prácticamente todas las variedades contemporáneas del marxismo occidental —señaló— sea su afán por defenderse de la acusación de materialismo.» Y continuaba:

Marxistas gramscianos o togliattianos, marxistas hegeliano-existencialistas, marxistas neo-positivistas, marxistas freudianos o estructuralistas, pese a las profundas disensiones que los dividen, coinciden en rechazar cualquier sospecha de connivencia con el materialismo ‘vulgar’ o ‘mecanicista’; y lo hacen con tal celo que terminan expulsando, junto con el mecanicismo o la vulgaridad, al materialismo tout court.

Timpanaro se adelantó un poco en su juicio. Aunque el giro hacia la cultura ya era evidente en los años setenta, todavía existía entonces una línea sólida y bastante influyente de teorización materialista que duraría al menos una década más. Pero lo que en 1970 parecía prematuro era un hecho innegable para el año 2000. A medida que los movimientos obreros y la izquierda se debilitaban, y que la intelectualidad se aislaba cada vez más del compromiso político, el abrazo del discurso y la ideología a expensas del materialismo evolucionó de ser una corriente entre muchas en el análisis radical a convertirse en casi una ortodoxia.

Cuestionar esa ortodoxia es sin duda una de las tareas más urgentes hoy para la izquierda. Con ese fin, he sostenido que, más allá de cualquier otra cosa, una teoría materialista no exige concebir a los agentes como seres unidimensionales o como frías máquinas calculadoras de utilidad. El materialismo simplemente reconoce que la necesidad de asegurar el bienestar económico y físico es la condición central para la búsqueda de cualquier otro objetivo. No siempre tiene que prevalecer sobre otros fines, pero cuando entra en conflicto con ellos, los agentes sociales solo pueden ignorarla a un gran costo. Por ello, aunque individuos particularmente comprometidos pueden elegir aceptar enormes penurias a expensas de su bienestar físico, la mayoría de las personas típicamente no lo harán. Es más probable que rechacen opciones que requieran tales sacrificios, y se adaptarán a las demandas de sus circunstancias a medida que la intensidad de esos sacrificios aumente.

Sobre esta base puede construirse una teoría de los intereses materiales de las personas, que ha sido precisamente la fuente del éxito del marxismo como teoría política. Dado que las personas son sensibles a su bienestar, aquellas relaciones sociales que afectan directamente su nivel y estabilidad ejercen una influencia particular sobre sus elecciones. La estructura de clases, más que cualquier otra relación social, se superpone exactamente con estos aspectos de las consideraciones de los actores. No es de extrañar, entonces, que el marxismo —una teoría organizada en torno al análisis de clase— haya sido el defensor más ferviente del materialismo.

El materialismo admite el hecho de que las personas están motivadas por muchas cosas. Otra virtud de su enfoque de la agencia social es que puede explicar no solo cómo el capitalismo se ha expandido por el mundo en tantas culturas diferentes, sino también cómo sostiene su heterogeneidad cultural. Es precisamente porque las personas encuentran posible conservar aquellos aspectos de la cultura local que no interfieren con las compulsiones económicas, mientras que ajustan o rechazan los que sí interfieren. Es una elección práctica. Esto nos brinda una teoría del cambio cultural además de una teoría de la reproducción económica. Las personas reflexionan sobre sus valores y normas y luego solo reproducen aquellos que son apropiados para sus situaciones, rechazando los que interfieren con sus objetivos e imperativos económicos.

Por último, el materialismo no solo proporciona un medio para la resistencia universal al capital, sino un enfoque profundamente democrático de esa resistencia. El fundamento de cualquier compromiso democrático es tratar a las demás personas con respeto. Y eso es imposible si se asume que padecen deficiencias cognitivas, que son fácilmente engañables o que son meros productos de su cultura. Para quienes hacen organización política, es absolutamente esencial abordar la tarea con la convicción de que están tratando con una base consciente y reflexiva, a la que deben presentar argumentos sólidos para que resistan a sus dominadores de un modo u otro. Y deben asumir que las personas aceptarán una estrategia política por razones racionales, no simplemente mediante lavado de cerebro o —como es tan común entre muchos izquierdistas hoy— por medio de la vergüenza y la presión moral.

Estos son puntos que los intelectuales progresistas comprendieron instintivamente durante la mayor parte de la historia de la izquierda. Es totalmente previsible que, a medida que la teorización social se desvinculó de la organización social, las versiones más inverosímiles del análisis cultural se apoderaran de los intelectuales críticos. E inversamente, no sorprende que durante las décadas en que los intelectuales de izquierda estaban inmersos en la organización de clase, la suposición del materialismo nunca se cuestionara realmente. Sin duda, el camino de regreso a la sensatez es largo, pero, por sinuoso que sea, conduce de nuevo a ciertos elementos fundacionales de la teoría social. Y no hay ninguno más importante que el materialismo.

Tags: materialismopoliticaSocialismo
Juan Carlos Flores

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